La causa de la persecución

Hemos de tener cuidado en no provocarnos a nosotros mismos sufrimientos innecesarios que no son el resultado de vivir justamente.

16 DE ABRIL DE 2016 · 21:43

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Es importante reconocer bien el verdadero motivo que origina la persecución del discípulo de Cristo, pues si tal distinción no se realiza de forma correcta se pueden generar numerosos errores susceptibles de provocar sufrimientos equivocados e innecesarios. La bienaventuranza afirma con claridad que quienes son perseguidos lo son por causa de la justicia. Es decir, se les acosa precisamente por ser justos, por vivir con arreglo a la voluntad de Dios, como hizo el Señor Jesucristo. Esto descarta cualquier otra forma de persecución. El texto no se refiere a aquellas persecuciones que son originadas por actividades torpes e irresponsables llevadas a cabo por los propios creyentes.

Recuerdo, en este sentido, la experiencia de persecución sufrida por una pequeña congregación evangélica de Madrid que había conseguido comprar los bajos de un edificio de viviendas bastante céntrico. Lo arreglaron, pintaron y amueblaron lo mejor que pudieron para realizar en él sus cultos dominicales y demás reuniones de oración, alabanza y estudio bíblico, que tenían lugar durante el resto de la semana. Pues bien, al poco tiempo de inaugurar la pequeña capilla recibieron una denuncia judicial de parte de los vecinos del inmueble, quienes se quejaban del excesivo ruido y de la música estridente que realizaban durante los servicios. Esta situación se prolongó algunos años hasta que tuvieron que abandonar definitivamente el local y buscar otro en una zona industrial que carecía de viviendas próximas y, por tanto, de vecinos que protestaran por el excesivo ruido. ¿Fue esto una persecución por causa de la justicia? No lo creo en absoluto.

A veces sufrimos el acoso de los no creyentes por no habernos informado previamente acerca de las leyes imperantes en el país. Esto no es ser justos como lo fue el Señor, sino todo lo contrario, actuar con negligencia y torpeza. De la misma manera se puede padecer persecución por diferentes motivos que nada tienen que ver con la justicia que Dios nos demanda. Es posible sufrir por actitudes nuestras equivocadas, reprensibles o necias. En ocasiones se pretende dar testimonio mediante un exceso de celo, agresividad o incumpliendo leyes vigentes. Pensamos que nuestra actitud es justa pero, en realidad, estamos ofendiendo al prójimo con nuestro temperamento, nuestros prejuicios o incluso nuestro fanatismo. Desde luego que la promesa de esta bienaventuranza no se aplica a tales comportamientos erróneos.

La creencia de que somos los únicos poseedores de la verdad o que nuestras formas cúlticas, costumbres y métodos son los mejores que existen y que, por lo tanto, todo el mundo debiera aceptarlos y someterse a ellos sin protestar, puede también conducir a la persecución, incluso dentro del mismo ambiente religioso de las propias iglesias. No obstante, el fanatismo religioso y partidista nunca se recomienda en las páginas del Nuevo Testamento, sino que más bien se enseña todo lo opuesto.

En cierta ocasión, cuando Jesús caminaba con sus discípulos por una aldea de Samaria rumbo a Jerusalén, envió a algunos de ellos a los samaritanos para solicitar provisiones para el viaje. Sin embargo, estos aldeanos no les recibieron bien, precisamente porque vieron que se dirigían hacia Judea y, como es sabido, judíos y samaritanos no se trataban entre sí. Al ver esta actitud de rechazo, los discípulos Jacobo y Juan le dijeron al Maestro: Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo y los consuma? Pero Jesús se dio la vuelta y los reprendió. Algunos manuscritos antiguos incluyen que añadió: Vosotros no sabéis de qué espíritu sois (Lc 9:51-56). No todo desaire o incomprensión hacia los seguidores de Cristo debe interpretarse como persecución por causa de la justicia.

Incluso un asunto tan frecuente como la expresión cúltica de los propios sentimientos puede llegar a causar problemas. En ocasiones algunos creyentes se sienten perseguidos dentro de sus propias iglesias locales. Hay hermanos que, quizás con la mejor intención del mundo, consideran que durante la predicación de la Palabra deben exclamar: ¡amén!, en voz alta, después de alguna frase del predicador que les haya gustado o impactado. Desean manifestar de esa manera su aprobación a lo que se está diciendo. Y esto, que en principio es bueno, con el tiempo puede convertirse en una práctica rutinaria y molesta, sobre todo si se repite muy frecuentemente llegando a perjudicar al resto de los hermanos e incluso al propio orador que puede perder el hilo de su mensaje.

En determinadas congregaciones se llega a pensar que semejantes exclamaciones constituyen una señal de espiritualidad por parte del auditorio y ocurre que cuando los predicadores acostumbrados a tal respuesta hablan en otras iglesias que no poseen tales costumbres, piensan que nadie les entiende o que no están de acuerdo con lo que se les está predicando. He conocido hermanos, en América, que no sólo gritan ¡amén! sino que su exclamación la acompañan con el sonido estridente y tembloroso de maracas y cascabeles. Es fácil comprender que todos los excesos son problemáticos y que tales comportamientos exagerados puedan crear problemas en el seno de las congregaciones. Pero sería un grave error creer que la exhortación de ciertos ancianos o diáconos ante tal actitud debe interpretarse como una persecución por causa de la justicia. Nada más lejos de la realidad.

Hemos de tener cuidado en no provocarnos a nosotros mismos sufrimientos innecesarios que no son el resultado de vivir justamente, sino de actitudes o costumbres personales que no se recomiendan expresamente en la Palabra de Dios. El Señor no dijo: "¡Bienaventurados los que son perseguidos por sus equivocaciones, por molestar al hermano o entrometerse en lo ajeno!" Es lo mismo que señala, desde luego salvando las distancias, el apóstol Pedro: Así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entrometerse en asuntos ajenos. Pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence; más bien, glorifique a Dios en este nombre (1 P 4:15).

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