El principio del fin

La pasión de Jesús por demostrar el tipo de amor que el mundo necesita, impregna cada suspiro de su alma.

26 DE MARZO DE 2016 · 21:49

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Ralph W. EMERSON escribió: “cuando se ata el carro de la existencia a una estrella nada transcurre por trillos prefabricados” y la vida de Jesús que ya fue anunciada con una estrella, no tiene nada de rutinario. Todo es grande. Todo es excitante. Todo es impredecible. En todo hay romance y heroísmo. Las vidas mediocres y chatas, son las que viven adornadas a lo fugaz, a lo aleatorio. Para éstas todo es rutina, pequeñez, predecible, sórdido, cuando no corrupto.

La entrada de Jesús en la Ciudad Santa, que nuestra sociedad recuerda con unas palmas plastificadas, como su religiosidad de “Domingo de Ramos” que ni comprenden ni saben de su significado, no escapa a la regla de su adocenamiento, su medianía. Y una pregunta que me surge “Desde el Corazón” es: ¿por qué la entrada en Jerusalén es grande, prodigiosa, heroica?

Porque todo lo que realiza el Dios encarnado es revelación de Dios. Porque Él siempre trae una nueva dimensión a la situación o la vida en la cual entra. Porque en Él no hay repetición de lugares comunes, sino descubrimientos de nuevos valores, oferta de nuevas categorías. Y los acontecimientos de esta semana son la absoluta corroboración de esta tesis.

El Domingo de la “Entrada Triunfal” es el día en el cual la tempestad halla su vórtice y el eje lo ofrece la ciudad de Jerusalén. Allí se organiza la tormenta que hará impacto definitivo el Jueves, en el puesto de información más dramático de la Historia, el Monte Gólgota. Han sido tres años en los cuales vientos de enseñanzas sublimes, milagros portentosos, soplos de denuncia contra el orgullo, la incredulidad, la maldad, la falsa religión, la idolatría, la corrupción, en suma, el pecado, que se han ido confabulando en poderes políticos, religiosos, perversos líderes y pueblo entre adocenado e indiferente, para estructurar la forma de acabar con el Maestro de la bondad, la Ética por excelencia y el mensaje de salvación y liberación.

La ciudad es paradójica en extremo. Es santa, pero peca más que ninguna, como un Vaticano pletórico de forma pero anoréxico de virtud. El pecado es mayor cuando brota de un santo o de quien se define como tal. Es cuna de profetas, y de Cardenales, pero también tumba de vocaciones de lo Alto. Hay mucho alarde de piedad, como en nuestras bellas procesiones, pero la hipocresía reina majestuosa. Con los ojos en el cielo, o en las investiduras presidenciales, los hombres se involucran en intrigas políticas en la tierra. César y Dios se confunden en la escala de sus habitantes, excepto las extremas izquierdas, que al menos declaran: “fuera Dios” como si fuera virtud.

Era Jerusalén sede del Templo imponente, hoy sigue siéndolo y el turismo lo disfruta, pero también de homicidas listos a lapidar a los que venían como enviados de Dios. El mismo Jesús lo había auscultado: “Tú, que matas a los profetas y apedreas a los mensajeros que Dios te envía” que como hoy, ciudades con hermosas arquitecturas religiosas, pasan de los emisarios del Altísimo, testarudas a la fe, como lo era Jerusalén: “cuántas veces quise juntarte debajo de mis alas, como hace la gallina con sus polluelos, mas no quisiste”; el conocimiento que Cristo tiene de la ciudad me sugiere un pensamiento vital: el Señor va a ella sabiendo lo que le espera, ¡pero va!, nada le hace desistir. Su vocación de obediencia es más fuerte que su apego a la vida. Su pasión por demostrar el tipo de amor que el mundo necesita, impregna cada suspiro de su alma. Es de esta sustancia de la que se hacen los redentores, los salvadores de los pueblos. Porque allí no le esperan brazos amantes, sino garras predispuestas. No lo aguarda la vida, sino que lo espera la muerte. Aunque gritan “Hosanna” no se le ha preparado un trono, como no sea el trono de unos maderos en forma de cruz.

Hay una escena no obstante previa a la entrada que es reveladora. En el camino hace un alto, da una orden. No le tiemblan las rodillas ni se le agrieta la voz. “Id a la aldea que está frente a nosotros y cuando veáis un pollino amarrado, indómito pues nadie lo ha montado, desatarlo y me lo traéis. Si alguien inquiere la razón de tal acción, decidle sencillamente el Señor lo necesita”. Un Cristo que con esta breve estampa muestra majestuosidad, señorío. Tiene un plan, y cuando ofrece una razón da la indiscutible, su soberanía “el Señor lo necesita” ¡qué distintas serían nuestras vidas y nuestra historia si las necesidades y órdenes del Señor determinaran nuestras decisiones y entregas!; ¡cuántas de nuestras propiedades y talentos podrían tener un uso más fructífero y bendito, puestas en las manos del Señor!; ¡cuántas rebeldías nuestras, cabalgando el Señor sobre ellas podrían convertirse en fuerzas liberadoras y de bendición para otros!.

Desde el Corazón” descubro que, con la entrada de Él en Jerusalén, comienza el principio del fin para Él, pero su entrada tiene un doble significado: para Él es muerte; para mí es vida; para Él aparente derrota, para mí victoria; para Él arresto, para mí alas de liberación… para Él es el principio del fin; para mí es el fin de mis principios falsos, el comienzo de un nuevo principio en Dios, por Dios, para Dios; por medio de Jesús, mi Rey y mi Señor.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Desde el corazón - El principio del fin