El gran reto del cristianismo

Cuando nos tomamos a Cristo en serio, las decisiones se vuelven más fáciles de tomar, aunque el precio a pagar pueda ser mucho más alto.

27 DE FEBRERO DE 2016 · 21:20

Foto: Michael Hull (Unspash),
Foto: Michael Hull (Unspash)

Vivir como cristiano no es una tarea sencilla. Eso lo sabe bien desde el más reciente de los incorporados a esta gran familia, hasta el más anciano en la fe. Seguir a Cristo supone cambiar muchas cosas, porque un mensaje como el del Evangelio, tomado verdaderamente en serio, no nos puede dejar indiferentes.

Supongo que, por eso más que por cualquier otra razón, hay muchas personas que, habiendo oído, incluso interesándose por el mensaje, deciden no tomar su cruz y seguirle. Porque, efectivamente, primero se coge la cruz y después se le sigue.

Y en ese seguirle se dejan muchas cosas atrás y otras tantas a un lado, además de tener que asumir burla y escarnio por el resto de la vida, ya que el Evangelio sigue siendo locura para los que no creen.

Ese es un sacrificio que no solemos estar dispuestos a hacer. Solo estamos medianamente inclinados a ello cuando la comprensión, aunque sea lejana, del Sacrificio por excelencia, nos cautiva, nos capta para Dios y entonces, en obediencia, reaccionamos procurando la santidad, dejando atrás aquello que es un lastre, procurando mostrar hacia fuera algo del carácter de Cristo, andando como Él anduvo.

Cuando aceptamos la salvación, en ese primer ardor, quizá es más sencillo de ver. Luego todo parece oscurecerse y es difícil mantener la llama viva.

En la mejor de las situaciones, esta convicción nos dura más tiempo, nos recordamos que no ha habido sacrificio igual y luchamos por vivir coherentemente el resto de nuestra vida. Pero, ¡cómo nos cuesta! No se puede vivir desde nuestras propias fuerzas, pero incluso desde las Suyas nos parece inalcanzable, porque nuestra fe es bien pequeña.

Somos volubles, frágiles, demasiado dependientes de las circunstancias, de memoria escasa, fáciles de seducir, en definitiva, por otras cosas que nos atrapan casi sin darnos cuenta. Y ahí empieza a disiparse eso que llamamos “primer amor” y se deja paso a otros amores, otras inclinaciones, otras prioridades… otras formas de vivir menos desafiantes a efectos de coherencia, más emocionantes según algunos las ven, pero más alejadas del Evangelio en todo caso, con todo lo que ello implica. Vidas más cómodas, pero de menor influencia en un mundo que necesita el impacto visible de Cristo en vidas de gente común.

C.S. Lewis dijo en más de una ocasión que el problema del cristianismo es que no nos tomamos a Jesús en serio. Le seguimos, nos autodenominamos cristianos, y lo somos porque nos hemos acogido a Su sangre para evitar el infierno, pero no lo hemos hecho en el sentido integral y radical que el concepto mismo implica: “toma tu cruz y sígueme”.

Porque esa renuncia de la que se habla en el Evangelio, ese entendimiento de una forma de vida que nos obligue a un cambio profundo y no de domingo, esa gratitud expresada en hechos que nos llevaría a estar dispuestos a tenerlo todo por basura por amor a Cristo y actuar en consecuencia… eso es nuestro gran reto. Y en eso seguimos suspensos.

Cuando comprendemos que seguir a Jesús lo demanda todo, absolutamente todo de nosotros, entonces la vida es mucho más difícil, ciertamente, pero las decisiones a tomar también están mucho más claras. Así les sucedía a muchos hombres y mujeres tal y como vemos en el relato bíblico.

Porque, a pesar de la adversidad, eran capaces de entrar en “modo automático” (permítanme expresarlo así) y obedecer sin pestañear, aun jugándose lo que se jugaban, aunque su vida estuviera en peligro de muerte.

Mujeres como Esther, como Ruth, hombres como Abraham, Daniel, Elías, o Josué… entre otros muchos, que estuvieron dispuestos a pagar un alto precio por considerar lo que tenían en Dios como algo de mucho más valor, por glorificar Su nombre, porque Él ocupara verdaderamente el lugar que le correspondía en la Historia.

Jesús aún no había venido a esta Tierra, no había hecho el sacrificio más increíble de todos los tiempos, pero todos ellos estuvieron dispuestos a pagar con su vida por seguir a Dios mismo, aún no encarnado, pero Dios al fin y al cabo, comprendiendo que no se puede seguir a Dios a medias, porque no se puede servir a dos señores, a Él y a nosotros mismos al mismo tiempo.

La vida cristiana tomada en serio tiene un precio, cuánto más cuando Jesús ya pagó en Sí mismo el precio de nuestras rebeliones. Debiera ser para nosotros en este tiempo aún más claro de ver que para aquellos que no habían recibido al Mesías ni conocían del increíble plan de salvación que traía consigo. Sin embargo, no lo es. No nos tomamos a Jesús en serio.

Dios no nos necesita para nada. Él se basta solo para hacer lo que quiere hacer. Pero nos hace partícipes de Sus planes, de Su obra, nos convierte en intervinientes en la labor que ha puesto en marcha para alcanzar a un mundo que no le quiere.

Pero en ese objetivo, tengamos claro que nuestro fin como cristianos no es solo anunciar el Evangelio (esta es casi la respuesta de trivial bíblico que todo el mundo se sabe: “¿Cuál es el llamamiento de la iglesia? Proclamar a Cristo en Judea, Samaria y hasta lo último de la Tierra”).

Pues creo, discrepando en cierta medida con lo anterior, que nuestra verdadera prioridad de cara al mundo es que los cristianos nos tomemos a Cristo en serio. Porque si eso ciertamente sucede, entonces todo lo demás vendrá, de forma natural, por extensión de lo primero.

Cuando nos tomamos a Cristo en serio predicamos el Evangelio, por supuesto, pero aprendemos a perdonar como se nos perdonó, recolocamos nuestras prioridades, dando tiempo a lo importante, viviendo en este mundo con los ojos puestos en el venidero.

Cuando obedecemos a Cristo cubrimos las necesidades de otros alrededor nuestro, procuramos la misericordia para con todos, dejamos de vivir como inconversos y abandonamos las triquiñuelas baratas que tantos males de cabeza nos traen y que tan triste imagen que traen sobre supuestas “vidas renovadas”.

Cuando nos tomamos a Cristo en serio, las decisiones se vuelven más fáciles de tomar, aunque el precio a pagar pueda ser mucho más alto. Porque la salvación que nosotros recibimos gratis, a Cristo le costó un alto precio, pero además la vida cristiana no es gratis, a pesar de lo que algunos vendan a Judea, Samaria y hasta lo último de la Tierra, sino que viene con un sufrimiento acorde al tipo de gloria que viene detrás.

En el mundo tendremos aflicción, que no se nos olvide. No hay resurrección sin cruz y no hay gloria sin camino de la cruz. “Toma tu cruz y sígueme”.

Pero sobre todo, cuando nos tomamos a Cristo en serio, abandonamos un Evangelio hecho a la medida de nuestra conveniencia para abrazar el verdadero Evangelio que llevó a Jesús a la cruz. Si comprendemos esto, ya no querremos sucedáneos, ni tampoco esa vida cristiana será un simple compartimento de nuestra compleja vida llena de otras cosas urgentes.

El Evangelio de Cristo es solo Cristo. Es Cristo mismo. Sólo Cristo salva, pero Cristo vive en nosotros, tenemos la mente de Cristo, Cristo se sienta a la mesa con nosotros y ha de presidir nuestra familia, nuestros trabajos, nuestras emociones, nuestras decisiones.

Bonhoeffer lo expresó de manera increíblemente certera, como tantas otras cosas, pero también increíblemente desafiante y lo llevó hasta sus últimas consecuencias: “La religión de Cristo no es un bocadito dulce después de la comida; por el contrario, o es la comida o no es nada. La gente debería al menos entenderlo y reconocerlo si es que se define como cristiana”. Ojalá podamos también vivirlo. Pero empecemos, efectivamente, por entenderlo y reconocerlo.

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