Ver a Dios cara a cara

¿Puede el hombre lograr por sí mismo semejante limpieza que le conducirá a la visión del Creador?

27 DE FEBRERO DE 2016 · 16:05

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El Señor Jesús dice que solamente los que son de limpio corazón verán a Dios. También en la carta a los Hebreos se nos habla de la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Heb 12:14). La finalidad última de la fe cristiana es conducir al ser humano a la visión de Dios. Sin embargo, para alcanzar dicha meta es imprescindible llegar a tener un corazón limpio como el de Jesucristo. ¿Puede el hombre lograr por sí mismo semejante limpieza que le conducirá a la visión del Creador? Ningún mortal puede conseguir esto si Dios no se lo concede mediante su generosa gracia. Volveremos después sobre esta cuestión, de momento veamos lo que significa ver a Dios en las Sagradas Escrituras.

Hay muchos pasajes bíblicos que resaltan la idea de que el hombre no puede ver a Dios sin morir previamente. En el libro de Éxodo leemos: El Señor dijo a Moisés: Desciende y advierte al pueblo, no sea que traspasen el límite para ver al Señor y mueran muchos de ellos (Ex 19:21). Dijo además: No podrás ver mi rostro, porque ningún hombre me verá y quedará vivo (Ex 33:20). Aquí se expresa la idea, recogida también por el profeta Isaías (6:5), de que el hombre mortal no puede contemplar la divinidad sin que tal visión le provoque la muerte.

Sin embargo, también abundan los versículos en los que grandes hombres de Dios como Abraham, Moisés, Jacob (el nombre Israel significa precisamente el que ve a Dios) e Isaías, pudieron ver a Dios y seguir vivos. Por ejemplo, en el primer libro de la Biblia puede leerse: Jacob llamó el nombre de aquel lugar Peniel (cara de Dios), diciendo: Porque vi a Dios cara a cara y salí con vida (Gn 32:30). También vemos en Éxodo: Luego Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y setenta de los ancianos de Israel subieron, y vieron al Dios de Israel. Debajo de sus pies había como un pavimento de zafiro, semejante en pureza al mismo cielo. Y no extendió su mano contra los principales de los hijos de Israel. Ellos vieron a Dios, y comieron y bebieron (Ex 24:9-11). Es evidente que la expresión "ver a Dios" no se entiende siempre en el mismo sentido o, por lo menos, no siempre se cumplió de forma radical la maldición mortal que pesaba sobre tal visión.

En otras ocasiones "ver el rostro de Dios" equivale a presentarse ante el Señor en su templo y participar del culto que se le rinde. Es lo que manifiesta el salmo de Ezequías cuando se entera, por boca de Isaías, de que va a morir: Ya no veré al Señor en la tierra de los vivientes (Is 38:11). No obstante, la promesa de ver a Dios hecha a los bienaventurados se refiere a una felicidad de la que se disfrutará cuando el reino que Jesús trae haya quedado plenamente establecido y este mundo se acabe. De manera que es en este sentido escatológico, al final de los tiempos, en el que debe entenderse la expresión "ver a Dios".

No se trata sólo de mirar, sino de ser admitido ante Dios para rendirle culto en su santuario celestial. Es gozar de su intimidad para hacer algo concreto. Realizar un servicio activo. No es solamente contemplarlo como si fuera un objeto o un espectáculo, sino teniendo acceso directo a él y participando de su realidad. La felicidad que se promete a los limpios de corazón se realizará plenamente en el mundo venidero, pero tampoco es exclusivamente futura sino que debe permitirnos ya ahora experimentar la intimidad personal con Dios, a través de Jesucristo, la oración, lectura de la Palabra, meditación consiguiente y acción en este mundo.

Algunos teólogos de la antigüedad dedicaron mucho tiempo a considerar cómo se podía ver a Dios, si él posee una apariencia visible para el ser humano y se le podría observar cara a cara o, por el contrario, se trata solamente de un ser espiritual que sólo se deja ver mediante los ojos de la fe. Es evidente que la respuesta a dicha cuestión escapa a las posibilidades humanas. Nunca podremos conocer la verdad hasta que estemos definitivamente en su presencia. Lo único que podemos hacer es leer lo que nos dice la Escritura y en ésta, lo cierto es que encontramos argumentos que unas veces parecen defender una respuesta, mientras que otras la contraria.

En la mayor parte de las teofanías del Antiguo Testamento, es decir, en los momentos en los que Dios o el ángel del pacto se manifiestan al hombre, la divinidad o sus mensajeros adoptan la forma humana. Esto pudiera indicar que contemplar a Dios desde el punto de vista físico resulta imposible. También en el Nuevo Testamento el propio Señor Jesús afirma claramente: el que me ha visto a mí, ha visto al Padre. El Maestro de Galilea es, por tanto, la imagen de Dios más exacta que podemos tener. De aquí se sigue que sólo verá al Creador quien en su vida terrena únicamente se haya fijado en Jesucristo, que es el Hijo de Dios; aquellos que hayan entregado plenamente su corazón a Jesús para que él reine exclusivamente en ellos.

El apóstol Juan escribió: Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Pero sabemos que cuando él sea manifestado seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es (1 Jn 3:2). Esta es la promesa más sorprendente que jamás se ha hecho al ser humano. La de llegar a ver a Dios "tal como él es", es decir, cara a cara. Si de verdad entendiéramos tales palabras, ellas cambiarían por completo nuestra vida. Los cristianos estamos destinados a la presencia y visualización eterna del Rey de reyes y Señor de señores. Algún día viviremos una audiencia personal con Dios que nunca tendrá fin. ¿Nos estamos preparando ya para dicho acontecimiento? ¿Qué vamos a decir ante quien lo sabe todo de nosotros?

Debemos apropiarnos de la oración del salmista: Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. Esto es lo único que podemos hacer, ya que por nuestras propias fuerzas jamás conseguiremos la pureza de corazón. La única manera de tener un corazón limpio es permitirle al Espíritu Santo que entre en nosotros y nos purifique, porque como señala Pablo, el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo. Podemos estar seguros de que estamos en las manos de Dios. Él está haciendo su obra en nosotros. Desde luego, esto no significa que debamos permanecer pasivos pues, como dice Santiago: Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros (Stg 4:8). Debemos desprendernos de todo aquello que se interpone entre él y nosotros. Tenemos que hacer morir las obras de la carne. ¿Acaso esto no vale la pena, si lo que nos espera es la visión del Creador del universo? Si tenemos esta esperanza, toda nuestra existencia será una preparación para ese instante eterno. Viviremos tal como sugiere Juan: Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, como él también es puro (1 Jn 3:3). La misma esperanza genera purificación.

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