El corazón dividido

Quien puede subir al monte del Señor y permanecer ante su presencia es aquel que posee las manos limpias y puro el corazón.

20 DE FEBRERO DE 2016 · 20:25

,

El concepto de "pureza" o "limpieza" experimenta una evolución a lo largo de la Biblia. Al principio, en los primeros libros del Antiguo Testamento la limpieza se consideraba como una categoría ritual. El hebreo recibe la orden de Dios para distinguir entre animales puros e impuros.

En el libro de Levítico se ofrece toda una serie de maneras y comportamientos mediante los cuales se podía contraer la impureza ritual. En ocasiones se trataba de un simple contacto físico: el hecho de tocar un cadáver, un animal considerado impuro como un perro o un gato o de caer en una prohibición sexual o alimentaria.

Este tipo de situación provocada por la impureza ritual impedía que la persona infractora pudiera participar en el culto religioso, pero en realidad, aparte de este impedimento temporal, tal estado no tenía en sí mismo ningún carácter moral.

Por ejemplo, sepultar a los muertos era una obligación para todo judío delante del Señor, aunque quien lo hubiera hecho quedara así impuro hasta la noche por haber manipulado un cadáver.

Las madres eran impuras durante cuarenta días después del parto de un hijo varón y durante ochenta si el nacimiento había sido el de una niña, aún cuando engendrar vida era algo bueno y querido por Dios, como se desprende de Génesis 1:28. Israel entendía bien este tipo de prescripciones sobre la limpieza ritual y sabía que no tenían nada que ver con la moralidad de las personas.

Sin embargo, no por eso las despreciaban o incumplían sino que las consideraban como una expresión del respeto que todo judío debía a Dios. Eran manifestaciones rituales externas que servían para recordar la gran diferencia que había entre las cosas sagradas del Señor y el mundo profano de los hombres. Su función era eminentemente pedagógica.

Es verdad que desde una perspectiva actual quizás esta concepción primitiva de la limpieza ritual podía reflejar una idea simple de la santidad divina, sin embargo, fue útil en aquel tiempo para canalizar la religiosidad del pueblo hebreo hacia la posterior madurez espiritual.

Más tarde, la predicación de los profetas fue conduciendo progresivamente a Israel al descubrimiento de que la santidad de Dios era más bien de carácter moral y que, por lo tanto, para acercarse a él ya no eran necesarios los ritos, que tenían el riesgo de entenderse como algo mágico, sino la moralidad y el comportamiento del pueblo en su obediencia al Creador.

De esta manera se pasó del nivel de los ritos, o de las cosas sagradas, al nivel de la moral o de la ética de Dios y, por consiguiente, la noción de limpieza de corazón se empezó a entender como una pureza de la conducta y de la disposición interior de la persona.

En el libro de los Salmos se encuentra ya una idea de la limpieza de corazón que tiene que ver sobre todo con la rectitud y ausencia de toda falsedad. El salmo 24 se escribe desde un punto de vista exclusivamente moral.

Quien puede subir al monte del Señor y permanecer ante su presencia es aquel que posee las manos limpias y puro el corazón, el que no adora a los ídolos falsos y no jura en falso o miente a Dios. El corazón y las manos eran considerados respectivamente la sede de los pensamientos y de las acciones. Entre ellos debía haber una perfecta correspondencia, pues lo contrario era considerado hipocresía.

No obstante, ya en aquella edad tan temprana surge en Israel una inquietud. ¿Puede el hombre verdaderamente llegar a ser limpio de manos y puro de corazón? ¿No está lo que Dios pide por encima de las posibilidades humanas?

El profeta Jeremías es el primero que se atreve a responder y afirma que aquello que el hombre no puede hacer por sí mismo, lo puede realizar Dios. Les daré un corazón para que me conozcan, pues yo soy el Señor. Ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios (Jer 24:7). Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Jer 31:33).

El Señor puede cambiar el corazón del ser humano y producir limpieza allí donde antes había suciedad y pecado.

También el profeta Ezequiel recoge la misma respuesta de Jeremías y pone en boca de Dios estas palabras: Entonces esparciré sobre vosotros agua pura, y seréis purificados de todas vuestras impurezas. Os purificaré de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi Espíritu dentro de vosotros y haré que andéis según mis leyes, que guardéis mis decretos y que los pongáis por obra (Ez 36:25-27).

El Señor promete darle al hombre un corazón nuevo que es, en realidad, un espíritu nuevo, el espíritu de Dios mismo. Allí donde el ser humano no puede llegar por sus propios méritos, el Señor lo eleva mediante su gracia infinita para que llegue.

Es cierto que las personas no podemos limpiar nuestro corazón por nosotras mismas, ya que en él hay demasiada inclinación al mal. Pero cuando Dios toma la iniciativa cambia ese corazón de pecado por otro completamente nuevo y diferente.

Un corazón puro en el que puede morar el Espíritu Santo y que, gracias a su acción, nos va a permitir finalmente presentarnos ante Dios y poder verlo cara a cara.

Al llegar al Nuevo Testamento, este concepto de la limpieza de corazón como honestidad moral y sinceridad interior delante del Señor queda ya notablemente establecido.

La persona con corazón limpio no podía vivir, como hacían los fariseos y la mayor parte de las autoridades religiosas de Israel, de manera hipócrita o con doblez de corazón, sino que actuaba con sencillez, bondad y sinceridad. Jesús desenmascara a aquellos que con la lengua y los gestos predicaban una cosa, pero su corazón o su yo interior creía otra muy diferente.

Es evidente que tal contradicción moral no puede formar parte de la vida de los discípulos de Jesucristo. De ahí que su mensaje sea válido no sólo para sus contemporáneos sino también para el creyente de todas las épocas de la historia. ¿Cuál es nuestro eterno problema delante de Dios? ¿No es acaso la doblez de ánimo?

Una parte de nuestro ser está deseando buscar al Señor, adorarlo y complacerlo, mientras que otra parte anhela ser independiente y autónoma. Es exactamente lo que dijo el apóstol Pablo, y que ya hemos señalado, según el hombre interior, me delito en la ley de Dios; pero veo en mis miembros una ley diferente que combate contra la ley de mi mente y me encadena con la ley del pecado que está en mis miembros (Ro 7:22-23).

El problema es que nuestro corazón está dividido. Pues bien, según el Señor Jesús, los de limpio corazón son los que ya no poseen el corazón dividido. Quienes pidieron a Dios como el salmista: crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y les fue concedido.

El Espíritu Santo llenó por completo sus vidas. Su existencia dejó de desviarse como hacía antes. Las incoherencias y dobleces de ánimo fueron remitiendo y la sinceridad interior se fue imponiendo hasta verse libres de toda hipocresía.

Llegar a ser limpios de corazón es en realidad ser como Jesucristo mismo, el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca, siempre fue íntegro, perfecto, puro y sin mancha; significa guardar por encima de todo el primer y mayor de todos los mandamientos: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente; implica que el deseo supremo de nuestra vida es vivir para la gloria del Creador en todos los sentidos. Pero amar al Señor implica también amar al prójimo.

 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - ConCiencia - El corazón dividido