El uso de las preposiciones sí altera el producto

En vez de dejar que sea el Evangelio el que nos cambie, nosotros amoldamos ese mensaje a nuestra conveniencia.

14 DE FEBRERO DE 2016 · 07:25

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Creo firmemente en el poder de las palabras. Pero además, como cristiana, tengo plenas convicciones acerca del poder de LA PALABRA, como una de las más importantes formas en las que Dios ha decidido revelar Su carácter, Su plan, y Sus orientaciones para nosotros, para que nos vaya bien.

Nos ha dotado, por otra parte, de la maravillosa herramienta de un lenguaje propio y de toda la riqueza que este aporta, no solo a la comunicación cotidiana en un sentido muy práctico, sino también a la reflexión, a la maduración de conceptos, como vehículo para desafiar nuestras mentes y mover nuestras conciencias hacia la acción.

Precisamente por el poder que tiene el lenguaje, y particularmente el escrito, que nos permite volver a él y a sus contenidos una y otra vez (en ocasiones para bien, y en otras para mal, según se emplee) el buen uso de las palabras es absolutamente relevante.

Pero lo es también el ceñirse a ellas tal y como están escritas, sobre todo cuando la fuente, como es el caso de La Palabra de Dios para los cristianos, es incuestionable. Entendemos, por ser esa Palabra revelada y no fruto del buen entender de cada escritor, que la Biblia dice exactamente lo que quiere decir, y que aun teniendo en cuenta las normales dificultades en cuanto a la traducción e interpretación de las cuestiones más complejas, en su mayor parte el texto bíblico es bien claro respecto a lo básico.

Desde luego, en lo relativo a la salvación, por poner un ejemplo, lo es. Pero también lo es en cuanto a lo que se espera de nosotros a colación del cuidado los unos de los otros. Y es en ese ámbito en el que me quiero detener hoy.

Porque en la vorágine de vida que vivimos, también los cristianos, rodeados de todos los medios tecnológicos a nuestro alcance que nos lo ponen todo excesivamente fácil, con poco tiempo más allá de las obligaciones, con una larga lista de excusas y comodidades que nos invitan a implicarnos cada vez menos, y con una vertiginosa velocidad que no sabemos muy bien a dónde nos lleva, hemos ido deteriorando los planteamientos más básicos para amoldarnos a esa forma de vida que hemos adoptado.

En un sentido, quizá lo hemos hecho todo al revés. En vez de dejar que sea el Evangelio el que nos cambie, nosotros amoldamos ese mensaje a nuestra conveniencia o a lo que estos tiempos que vivimos nos “permiten”. Con lo cual, hemos de reconocer que son nuestras épocas las que gobiernan nuestras vidas y no el Evangelio de Jesús quien parece influir sobre los tiempos.

Hemos olvidado que tenemos un Dios intemporal, que no cambia y que, por tanto, ha transmitido Su mensaje impregnado también de esa característica de no mutación. Si Dios no cambia, tampoco cambia Su postura sobre las cosas que ha establecido como buenas para nosotros. Y una de ellas es la forma en la que somos llamados a cuidar unos de otros.

En cuanto a este asunto, el orden de las palabras sí altera el producto. Estamos en un tiempo en el que nos hemos desentendido en buena medida del cuidado los unos de los otros tal y como lo plantea la Escritura. Porque lo hemos delegado en unos pocos que parece que tienen ya la responsabilidad vitalicia (los de la obra social, los pastores, los diáconos, y poco más), eximiendo a los demás, lo cual no es cierto ni legítimo en ningún caso.

Pero además, hemos hecho unos sutiles cambios en ciertas preposiciones, pareciera que en la línea de acallar nuestras conciencias al respecto. Porque hemos cambiado, por ejemplo, tal y como he escuchado últimamente en repetidas ocasiones, el texto de Romanos 12:15 que nos insta a llorar CON los que lloran, por otro mucho más conveniente que es llorar POR los que lloran, lo cual no es malo, pero es ciertamente incompleto.

Me temo que ni siquiera rebajando la exigencia terminamos de ser generosos en eso, pero ese es otro tema. La parte de gozarnos con los que se gozan, sin embargo, solemos tenerla bastante más clara y no está tan sujeta a modificaciones “preposicionales” o a pequeños “despistes” en el lenguaje.

La cuestión es que en ese cambio sutil, casi imperceptible, probablemente involuntario, nos hemos perdido y nos perdemos muchas cosas. Pero quien llora, créanme, se pierde muchas más, porque le falta principalmente el calor de la cercanía del hermano.

No es lo mismo un whatsapp que una llamada, no es lo mismo una llamada que un abrazo, no es lo mismo que ores por mí que la bendición de que ores conmigo. Y así en una sucesión casi infinita de situaciones en las que tenemos que reconocer que todos hacemos bastante menos de lo que podríamos hacer, y no solo por cuestiones de preposición, sino principalmente de prioridades que luego, incluso, intentamos explicar bíblicamente.

Dios se ha revelado mediante la Palabra, pero también y principalmente mediante el Hijo, en cuyo carácter percibimos de manera inigualable el carácter de Dios. Y Él lloraba POR, pero principalmente CON los que lloraban.

Su desplazamiento al lugar donde la familia de Lázaro lloraba su muerte, el acompañamiento a tantos enfermos, desamparados, despreciados de la sociedad, su acción desde el terreno y no desde Su trono de gloria… le convierten en el ejemplo perfecto de lo que nosotros deberíamos ser en ese terreno y no somos. Sin medias tintas, sin apaños, sin excusas de calendario.

Ninguno somos lo que deberíamos. Ninguno hacemos lo que deberíamos. Quizá lo vemos más claro cuando somos nosotros los “abandonados”, “dejados a nuestra suerte”, o quizá se ora por nosotros desde la distancia y pero no en la cercanía. Pero ninguno de nosotros hacemos algo diferente respecto a nuestro prójimo.

Seguimos prefiriendo, ahora más que nunca, el POR que el CON. Y esto no viene sin consecuencias para nuestra propia integridad, para la manera en la que entendemos y transmitimos el Evangelio de Jesús a toda criatura y para el mundo que nos rodea y la suerte que les espera. Porque es también a través nosotros ahora, como embajadores de Cristo, que Dios quiere mostrar algo de Su carácter al mundo.

Y cuando nosotros no somos reflejo certero de esto, cuando invertimos los términos o cambiamos las preposiciones, inevitablemente el producto final también resulta ser otro.

Las preposiciones lo cambian todo. Dios se hizo hombre y habitó ENTRE nosotros. Nada hubiera sido igual desde la distancia. Y es que tener un Dios que ha decidido implicarse nos deja muy pocas opciones de cambiar la ecuación como si nada pasara por ello.

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