¿Quieres ser feliz?

Tener hambre y sed de justicia es albergar en lo más profundo del alma el deseo de ser liberado del pecado en cualquiera de sus manifestaciones.

25 DE DICIEMBRE DE 2015 · 09:30

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Es un hecho evidente que la inmensa mayoría de las personas busca su propia felicidad. Este es el motivo fundamental que está en el origen de tantos esfuerzos y comportamientos humanos. No obstante, la trágica realidad es que no todas las criaturas consiguen hallarla. La felicidad se torna para muchos como una quimera inalcanzable que escapa continuamente y se esconde tras las cortinas del gran teatro de la vida. Siempre persiguiéndola, pero nunca dándole alcance. ¿Por qué será esto así?

Quizás sea porque, conscientemente o no, invertimos los términos de estas palabras de Jesús. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. En lugar de vivir hambrientos y sedientos de justicia lo que anhelamos de verdad es la felicidad. Aquello que deseamos no es la justicia sino la bienaventuranza. Entendemos el versículo al revés, por eso fracasamos en nuestro intento. Sin embargo, la Escritura indica que no debemos buscar la felicidad personal, sino que ésta será siempre una consecuencia inmediata de la búsqueda sincera de la justicia. Tal es la tragedia de tantas personas que no conocen a Jesucristo, pero también de algunos creyentes que no han entendido todavía en qué consiste la voluntad de Dios para sus vidas. 

La sociedad contemporánea experimenta un deseo febril de dicha y bienestar. Existe una obsesión por el descubrimiento de nuevos placeres y satisfacciones. La felicidad individual ha sido entronizada como reina y meta de todas las demás aspiraciones humanas. Se ha colocado por encima de la justicia y de los otros valores. ¡He ahí el gran error causante de tanta frustración y desgracia! La Biblia enseña que solamente alcanzan la felicidad quienes buscan primero la justicia en sus propias vidas. Quien procura ser justo delante de Dios, descubre que esa sed de justicia le proporciona también una felicidad plena y permanente. Pero quien sitúa la felicidad en el lugar de la justicia, resulta que nunca es verdaderamente feliz.

Hay personas en las iglesias evangélicas que se pasan la vida buscando felicidad. Acuden a todas las reuniones, cultos y convenciones con la esperanza de descubrir experiencias nuevas que les colmen de gozo o les lleven hasta el éxtasis espiritual. Se fijan en los demás que parecen ser felices y les envidian porque ellos no consiguen igualar su estado. Viven hambrientos y sedientos de una dicha que nunca alcanzan plenamente. Y lo cierto es que no resulta extraño que no la alcancen, ya que los creyentes no estamos hechos para tener hambre y sed de experiencias gratificantes o para buscar ansiosamente la ventura y prosperidad espiritual. La voluntad de Dios para sus hijos es que busquen en primer lugar la justicia que viene de lo alto, que procuren vivir justamente, y después recibirán las demás cosas. El Señor Jesús refiriéndose a los afanes de la vida y a las necesidades materiales dijo: Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas (Mt 6:33). Primero la justicia, después todo lo demás.

En la sociedad actual se entiende la justicia como un conjunto de normas que regulan las relaciones entre personas o instituciones, autorizando o prohibiendo determinadas acciones. Este conjunto de reglas suele tener una base cultural que se fundamenta en un consenso amplio en los individuos de la sociedad sobre aquello que éstos consideran bueno o malo. Normalmente se supone que la mayor parte de las personas tienen una idea clara de lo que es justo, y por lo tanto, se considera como una virtud social el actuar de acuerdo a esa concepción. De esta manera, hoy se puede hablar por ejemplo de la necesidad de una justicia o moralidad general entre todas las naciones del mundo. Incluso algunos se refieren con frecuencia a la "sacralidad" de los acuerdos internacionales, de la obligación de cumplir con los tratados o con la palabra dada, así como la honestidad en las relaciones diplomáticas. Desde luego todo esto está muy bien. La moralidad que subyace debajo de tales ideas es la que enseñaron los antiguos filósofos griegos.

No obstante, el evangelio no se conforma con este tipo de justicia general sino que propone un comportamiento más personal y radical. Como todo el mundo sabe, hay muchos personajes políticos relevantes que se llenan la boca con discursos sobre lo que es justo o lo que debería ser, pero entienden muy poco de justicia personal en el trato con sus semejantes. Ciertos ministros elocuentes, o incluso presidentes y secretarios generales, están acostumbrados a teorizar por las mañanas desde las tribunas parlamentarias, argumentando sobre cómo algunos países amenazan la paz mundial y violan los pactos, mientras que durante las noches esos mismos oradores incumplen la promesa de fidelidad que le hicieron a sus esposas, así como sus propias obligaciones matrimoniales. Este tipo de justicia hipócrita no tiene nada que ver con aquella de la que habla Jesucristo. Al evangelio no le interesa para nada este comportamiento ambivalente inventado por el hombre. Lo que proponen las bienaventuranzas es una justicia que no sólo sea justificación, sino también, y sobre todo, santificación.

Tener hambre y sed de justicia es albergar en lo más profundo del alma el deseo de ser liberado del pecado en cualquiera de sus manifestaciones. Sólo esta liberación radical convierte al ser humano en persona justa delante de Dios. Por tanto, la criatura que desea ser justa ante su Creador no tiene más remedio que renunciar al pecado que la separa de él y le impide el conocimiento verdadero de Dios que revela Jesucristo, así como su propio desarrollo personal. La mayoría de los problemas que tiene hoy el mundo se deben precisamente a esta triste situación en que se encuentra el ser humano. Si no somos justos ante Dios tampoco podremos serlo con nuestros semejantes. Quien siente hambre y sed de justicia es aquél que reconoce que el pecado y su propia rebeldía humana lo han apartado de Dios, pero desea ardientemente restaurar esa antigua relación original de justicia con el Creador. Se trata de la misma relación que mantenían al principio nuestros primeros padres en el Edén. Vivían siempre ante Dios, moraban y andaban cada día con él y se relacionaban de forma justa y natural, antes de que tuviera lugar la primera rebelión de la humanidad.

El apóstol Pablo fue también un hambriento y sediento de justicia que al descubrir a Cristo supo abandonar su antiguo estilo de vida, sujeto a la letra del legalismo hebreo, para dejarse conducir por el Espíritu de su Señor. En el capítulo siete de la epístola a los romanos escribe: Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte. Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu, y no bajo el régimen viejo de la letra (Ro 7:5-6). No obstante, a pesar de haber abandonado la confianza en las obras y rituales de la ley y substituirlos por la fe en el sacrificio realizado por Cristo en la cruz, Pablo seguía reconociendo con sinceridad que el pecado y el mal continuaban en él. Su espíritu aborrecía el pecado, pero a su cuerpo le gustaba recrearse en aquello que desagrada a Dios. Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. (…) No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. (…) Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se revela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro (Ro 7:15-25).

Toda persona que se examina con franqueza a la luz de la Palabra de Dios no sólo descubre que está bajo la esclavitud del pecado, sino que además se da cuenta de que éste le gusta. El mal se disfraza de atuendos atractivos para seducir al ser humano. Sin embargo, quien tiene hambre y sed de justicia es aquél que desea verse libre de su tendencia innata al pecado. El que anhela liberarse y ser limpio de esa contaminación espiritual que provoca el mal en la vida de las criaturas. Quien desea rebelarse contra la tiranía de su propio "yo" que le somete, para emanciparse y contemplar el mundo desde la nueva perspectiva de Cristo. En una palabra, se trata de la búsqueda activa de la santidad, del intento por vivir cada día las bienaventuranzas y experimentar los frutos del Espíritu como hizo Jesucristo. ¿Cómo puede hacerse todo esto? ¿Quién es capaz de librarnos de este cuerpo que tiende a la muerte? Pablo responde: ¡Jesucristo nuestro Señor, por él doy gracias a Dios! Sin la ayuda del Señor, semejante tarea resulta imposible para el ser humano, pero con Cristo todo es posible.

El hambre y la sed son necesidades fisiológicas que se experimentan en el interior de los organismos y que se mantienen latentes hasta que son satisfechas. Se trata de sensaciones desagradables que llegan a convertirse en un sufrimiento progresivo, en un cierto malestar físico que sirve para avisarnos de la necesidad que tenemos de alimentarnos para seguir vivos. El salmista ha sabido sintetizar a la perfección este sentimiento mediante la imagen del ciervo sediento: Como el ciervo brama (o busca jadeante) por las corrientes de las aguas, así te anhela a ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo (Sal 42:1). De igual manera que el agua calma la sed, el Espíritu Santo satisface el deseo humano de vivir con arreglo a la voluntad de Dios.

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