Bienaventuranza y gracia barata

Las bienaventuranzas se oponen a casi todos los valores convencionales del mundo antiguo, tanto del judío como del griego o el romano, pero también de la sociedad occidental contemporánea.

03 DE OCTUBRE DE 2015 · 11:30

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El orden en que aparecen las bienaventuranzas en el evangelio de Mateo es muy significativo. Las tres primeras, en las que se hace referencia a los pobres en espíritu, los que lloran y los mansos, nos dirigen hacia el Altísimo. Nos invitan a levantar los ojos a los cielos y buscar allí nuestro socorro porque únicamente de Dios puede venir el consuelo. Se nos convida así a reconocer la dependencia absoluta respecto del Creador que debe caracterizar la vida del cristiano. La cuarta bienaventuranza se centra más bien en el deseo de justicia y de esa manera realiza el cambio desde la apertura a Dios hacia la apertura a nuestros semejantes. Mientras que las tres siguientes (los misericordiosos, los de limpio corazón y los pacificadores) se refieren ya a las relaciones justas que debemos tener con nuestro prójimo y nuestros hermanos, aunque a nosotros la sociedad pueda tratarnos injustamente, como propone la última bienaventuranza.

La singularidad y el carácter paradójico de las bienaventuranzas ha resultado siempre difícil de comprender. Asombraron los oídos que las escucharon por primera vez, de labios del propio Maestro, y continúan sorprendiendo las conciencias de los hombres y mujeres que las leen en el siglo XXI. ¿Por qué nos siguen extrañando? Quizás sea porque ponen en marcha una revolución moral que en ninguna época se ha podido alcanzar y todavía hoy sigue siendo una meta inaccesible para el ser humano. Las bienaventuranzas se oponen a casi todos los valores convencionales del mundo antiguo, tanto del judío como del griego o el romano, pero también de la sociedad occidental contemporánea. Se atreven a declarar bienaventurados precisamente a quienes no comparten esas valoraciones. No sólo se rechaza la confianza en las riquezas, el poder o la posición social, sino también todos aquellos bienes de las personas que se han logrado mediante el egoísmo, la injusticia, el dominio, la competencia o la rivalidad.

Esta dificultad humana para comprender y aceptar las bienaventuranzas (y en general el sermón del monte) ha condicionado también su interpretación teológica. Unas veces se vieron como exigencias éticas para la vida religiosa, como un catálogo de virtudes cristianas necesarias para la salvación, tal como fueron entendidas por algunos padres de la Iglesia, en la Edad Media y en general por los teólogos católicos. Mientras que otras se concibieron como dones de la gracia divina, sobre todo en el mundo protestante. No obstante, en la actualidad son mayoría los estudiosos del Nuevo Testamento, tanto de uno como de otro bando, que entienden las bienaventuranzas en ambos sentidos. Es decir, aunque es verdad que formulan exigencias éticas y espirituales características del reino de Dios, y que invitan al seguidor de Cristo a desarrollar en su vida tales actitudes y comportamientos, sin embargo, también se reconoce que semejante estilo de vida va ligado a la promesa del don escatológico del reino, al poder de la gracia divina en el ser humano, al que se refiere la segunda parte de cada bienaventuranza.

Por tanto, la dimensión ética no va separada de la dimensión escatológica que la sostiene y fundamenta. Esto significa que el sermón de la montaña propone las condiciones éticas de la felicidad escatológica en el reino de Dios. Las bienaventuranzas que recoge Mateo insisten en el comportamiento ético del creyente, pero se trata de una ética centrada en la gracia de Dios y en la espiritualidad.

¿Cómo era la situación en las iglesias cristianas de la época del evangelista Mateo cuando éste recopila y redacta las bienaventuranzas de Jesús? Se trataba de comunidades que llevaban casi cincuenta años predicando y meditando acerca del poder de la gracia divina en la vida del creyente. Todos entendían bien que la salvación no se consigue por obras humanas sino por la gracia de Dios manifestada en el sacrificio de Cristo Jesús. Sin embargo, este mensaje de la gracia repetido tantas veces corría el peligro de convertirse para los oyentes en la predicación de una "gracia barata", según la conocida expresión que muchos siglos después le daría Bonhoeffer. Cuando Mateo recoge este sermón de Jesús y selecciona tales bienaventuranzas está pensando sobre todo en las necesidades de su iglesia contemporánea y en la nueva situación creada.

Es como si les dijera a sus hermanos: "¿Creéis que porque nuestra salvación es un don gratuito que viene de Dios, mediante el cual ya hemos pasado de muerte a vida y disfrutamos de la seguridad de la vida eterna, acaso no debemos luchar por vivir en este mundo con mayor justicia y honestidad que los incrédulos? Pues sabed que las promesas de Dios, contenidas en estas bienaventuranzas, son precisamente para los cristianos que se esfuerzan. La fe sin obras es una fe muerta que no sirve para nada, como escribió Santiago. Dios da gratuitamente, sin que nadie lo merezca, pero su don exige una respuesta humana. De manera que el cristiano que entiende el evangelio y se esfuerza por agradar a Dios en su vida cotidiana no es precisamente aquel que intenta justificarse por medio de las propias obras".

Semejante problema de la comunidad cristiana de Mateo nos permite plantearnos las siguientes cuestiones: ¿Cómo se vive hoy la gracia de Dios en nuestras iglesias evangélicas? ¿Somos muy diferentes de los cristianos de la época de Mateo o seguimos teniendo su mismo problema? ¿Hemos devaluado también la gracia divina? En el año 1937, el famoso pastor protestante y teólogo alemán, Dietrich Bonhoeffer, quien fue ejecutado en 1945 por participar activamente en la resistencia contra Hitler, escribió un libro titulado El seguimiento, al que años más tarde y a propósito de su traducción castellana se puso otro encabezamiento, el sugerente, El precio de la gracia.1 Pues bien, Bonhoeffer empieza esta obra hablando de la diferencia que existe entre lo que él llama la "gracia barata" y la "gracia cara". Veamos algunas de las frases que escribe:

“La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. […] es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. […] la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, […] es la justificación del pecado y no del pecador […] La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la mesa del Señor sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.

La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga. […] es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida.”

Ser cristiano es vivir como cristiano, pero el cristianismo de nombre que se detecta hoy en tantas congregaciones es una mera simulación. De ahí que los gritos lanzados por Jesús en su sermón de la montaña sigan valiendo más que nunca para nuestro tiempo. Hoy parece haberse impuesto una profesión de fe blanda que exhibe cierta apariencia exterior de asistencia a los cultos y participación en alabanzas, oraciones y liturgias, pero sin disposición interior al verdadero compromiso cristiano o a la acción real por cambiar la sociedad con el evangelio de Cristo. Tan acostumbrados estamos a sabernos salvados por la misericordiosa gracia que viene de Dios, que la hemos abaratado y por consiguiente ha bajado el nivel del compromiso cristiano, así como de la exigencia moral y espiritual en nuestra vida.

Si en los años treinta del pasado siglo XX, Bonhoeffer ya se quejaba de esta situación, ¿qué diría en la actualidad? ¿Cómo es posible que países con tantas personas que manifiestan ser cristianas y que asisten periódicamente a los cultos, figuren entre los que presentan tan elevadas tasas de corrupción y delincuencia en casi todos los estamentos de la sociedad? ¿Por qué los primeros que deberían dar ejemplo, al ostentar cargos públicos o lugares de preeminencia social, política o religiosa, son en ocasiones los primeros en defraudar o en vivir una doble vida? La cristiandad está necesitada de una nueva reforma religiosa, espiritual y ética que únicamente podrá llevarse a cabo volviendo a las palabras de Jesús en el sermón del monte. Los cristianos debemos experimentar de nuevo la verdadera pobreza en espíritu, el hambre y la sed de justicia, la misericordia y la humildad necesarias que caracterizaron a Jesús y que le hicieron depender siempre en todo del Padre. Tenemos que aprender a confiar más en Dios que en nosotros mismos.

1 Bonhoeffer, D., 2007, El precio de la gracia, Sígueme, Salamanca, pp. 15-17.

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