Entrenamiento divino

El entrenamiento divino nos dice, que en el momento en que decidimos que Él fuera el centro de nuestras vidas, ya nunca más estaríamos solos.

16 DE MAYO DE 2015 · 21:00

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No sé si a ustedes les ha pasado alguna vez, pero comparto con ustedes hoy algo que, aunque conocido por nosotros, desde la retrospectiva y viéndolo desde una posición absolutamente personal, no deja de sorprenderme. Es lo que llamaremos hoy “entrenamiento divino”, porque tiene que ver con esa labor de largo recorrido que Dios hace en nosotros en el pasado preparándonos para este presente que vivimos y también para el futuro que está aún por llegar.

Cuando echo la vista atrás, me recuerdo a mí misma haciéndome preguntas acerca del porqué de ciertas cosas: la carrera que estudié sin ni siquiera elegirla, las amistades que tenía y que no conservo a día de hoy, decisiones que en su momento parecieron acertadas y que luego resultaron en situaciones imprevistas o, incluso, dolorosas… todo ello dentro de una cierta sensación de desconcierto, pero también de inercia por la que, aunque me hacía esas preguntas, al no tener en ese momento respuestas, sequía adelante, sin más.

No les negaré que en ese tiempo (y ahora tampoco, ya que sigo preguntándome a veces las mismas cosas) la inercia no me causaba ninguna tranquilidad, para ser sincera. Es decir, algunas de esas preguntas son inquietantes, o al menos a mí me lo parecen, y debo ser de un tipo de persona que no vale para, simplemente, mirar hacia otro lado cuando  las respuestas no me satisfacen y decir “¿Qué más da?”.

Digamos que he ido colocando las preguntas sin respuesta en un cierto standby, pero en ningún caso abandonándolas, porque mi experiencia a lo largo de los años es que esas preguntas e inquietudes asociadas a ellas nunca desaparecen sino que, en algún momento, vuelven a resurgir.

Les confieso que algunas de las preguntas que me hacía y me hago me dan verdadero miedo. No porque sean excesivamente paranoicas o rebuscadas, sino porque tienen que ver con la vida misma, con aquello para lo que el Señor, quizá, nos esté preparando y porque lo desconocido nos sigue dando profundo pánico.

Recuerdo, por ejemplo y sin ir más lejos, que siempre me pregunté por qué alguien como yo, que siempre quiso estudiar ingeniería y que, de hecho empezó a hacerlo, terminó en una carrera y profesión como la mía, diametralmente opuesta a la que había elegido y desde luego, lo cual me inquietaba más aún (llámenme loca), que no había escogido yo.

Si lo analizara alguien ajeno a la fe diría que el hecho de que yo estudiara Psicología era, simplemente, una carambola curiosa de la vida. Yo sé que no fue una carambola, sino que veo claramente una mano detrás disponiendo la situación para que yo tuviera que terminar allí y no en otro lugar por razones que aún no conozco en profundidad, aunque algunas las sospecho.

Me pregunto por qué me apasionó tanto desde el primer momento lo que Dios me llevó a estudiar y otra serie de preguntas más  o menos superficiales que no me he respondido aún satisfactoriamente.

Pero la más inquietante de todas es la que me martilleó más: “¿Para qué me puede estar preparando el Señor al llevarme a estudiar algo como esto?” No me dirán ustedes  que, siendo que el psicólogo se dedica a lo que se dedica, no les temblarían un poco las piernas al respecto, sobre todo porque pudiera ser que ese entrenamiento tuviera que ser puesto a prueba tiempo después en situaciones de índole personal, como en mi caso, efectivamente, así fue.

A veces, incluso, me sigo preguntando si todavía tendré que seguir ejercitando en carne propia lo que a menudo me toca recomendar a otros… y no me siento más tranquila que hace unos años ante la cuestión, aunque sí puedo hablar de lo que hasta ahora hemos vivido y de cómo, en todo caso, el Señor nos ha sostenido.

Puedo decir que, en medio de todas esas preguntas, incertidumbres y hasta alguna que otra noche sin dormir, el Señor ha sido fiel en todo. Esa es la conclusión que nos permite dormir por las noches, la que nos capacita para tener esperanza y ver la vida sin sumirse en la más profunda de las depresiones. Su entrenamiento para conmigo y con los míos no ha sido en vano.

Me he sentido querida, arropada, respaldada, acompañada y preparada por el Señor para cada una de las circunstancias que he tenido que afrontar. Ha permitido situaciones dolorosas, de hecho, pero también contundentemente nos ha estado preparando en el pasado con las herramientas necesarias para que la prueba nunca sea mayor que lo que podemos soportar. Y seguimos de pie, solo por Su gracia.

Sigue dándonos miedo, sin embargo, ese entrenamiento divino porque, cuanto mayor es la capacitación y mayores los recursos, más envergadura de prueba somos también capaces de aguantar (y, reconozcámoslo, eso es algo que nunca nos resulta apetecible. De hecho, preferiríamos no tener que pensarlo siquiera).

Pero si hasta aquí nos ayudó el Señor, si Su propósito en el pasado se proyecta a nuestro presente y aquello en lo que nos encontramos ahora nos prepara para lo que ha de venir, eso sólo puede significar que Dios ha sido y sigue siendo fiel, que Él no puede negarse a sí mismo dejándonos en la estacada y que, por amor a Su nombre, cumplirá Sus promesas.

Que por más veces que nuestras dudas nos lleven a cuestionarnos las verdades básicas acerca del “silencio”, la “lejanía” o la “indolencia” de Dios, la realidad de ese entrenamiento divino no deja de decirnos, a gritos, que a partir del momento en que decidimos que Él fuera el centro de nuestras vidas, ya nunca más estaríamos solos y que para los que le aman, las cosas no sólo tienen un propósito, sino que además nos ayudan a bien.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - Entrenamiento divino