Nuestras deudas

Jesús une, en la oración que enseña a su iglesia, el pan el perdón, sabedor de que no debe darse una cosa sin la otra.

04 DE ABRIL DE 2015 · 20:45

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Decía el filósofo que las palabras más suaves son las que traen las tormentas, que  las ideas que mueven al mundo son las que vienen a nosotros sobre pies de paloma (Nietzsche). Ciertamente, delicadas palabras son las que forman la quinta petición del Padrenuestro. Por eso, es conveniente que nos ocupemos con detalle en su estudio y meditación.

El siglo XV, es decir, los años que van de 1400 a 1500 fueron años de grande descubrimientos y de ingeniosos inventos. Entre otros, en aquellos años: se generalizó el uso de la pólvora como arma de guerra; esto marcó un antes y un después, transformando completamente el panorama bélico y produciendo más muertes todavía;  se descubrió América, lo que supuso un notorio avance en el conocimiento de nuestro  planeta Tierra; y se inventó la imprenta con caracteres  movibles, lo que contribuyó a la  más rápida difusión de la cultura, gracias a la producción masiva y barata del libro.

Pero el descubrimiento más importante del siglo XV fue el que hicieron unos hombres mientras estudiaban y meditaban en silencio y oración. Se trataba de algo que iba a poner de manifiesto que lo que de verdad ayuda al hombre no son sus descubrimientos y sus inventos, sino el perdón de sus deudas y sus culpas.

Fue este redescubrimiento lo que llenó de esperanza y fuerza a multitud de personas y cambió la oscuridad en luz; de él trata la quinta petición del Padrenuestro: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.” Esta petición tiene tanta importancia para nosotros que conviene que nos ocupemos de ella con todo detalle. Y para esto tenemos que comenzar por el análisis estructural de esta petición.

El Padrenuestro tiene una estructura cuidadosamente elaborada. En él no falta ni sobra una sola palabra. Y esto lo vemos especialmente en la petición relacionada con el perdón de nuestras deudas. Ninguna otra  de las siete súplicas está tan relacionada con el anterior y posterior ruego. Esta centralidad en medio de dos peticiones realza su significación.

Dos veces aparece en el Padrenuestro la conjunción copulativa “y”. Una palabra que en sí misma no significa nada, pero que para nada es superfluo en nuestro texto. La conjunción “y” sirve para ligar dos palabras, dos frases, dos ideas.

Por eso no podemos pasar por alto esta pequeña palabra con la que Jesús une y relaciona la petición que tiene que ver con el perdón de nuestras deudas a la petición que la precede y a la otra que la sigue: el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdona nuestras deudas.

¿Qué significado tiene esta aparentemente insignificante  “y” en nuestro texto,  en medio de la cuarta y quinta peticiones? Es evidente que hay una intencionalidad expresa, por parte de Dios, al unir estos dos asuntos, pan y perdón, aparentemente dispares.

Pero ambos tienen que ver con un mismo propósito: el sostén y el desarrollo de la vida. Y es que, tan necesario como es para nuestra vida el pan diario, así de vital es también para nosotros el perdón. Nuestra vida física (exterior) depende del pan y nuestra vida espiritual (interior) depende del perdón. El hombre no puede vivir sin alimentos materiales, pero tampoco puede vivir sin perdón.  Sin pan y sin perdón el hombre se muere.

Cada vez que celebramos la Santa Cena, Dios pone su mesa delante de nosotros, proclamando por medio de ella su oferta de pan y perdón para todos los hombres. Y esto gracias a que su Hijo Jesucristo entregó su vida  hasta la muerte para darnos a nosotros vida eterna. ¿De qué vives tú, lector amigo? ¿Vives solo de pan material, de planes de futuro y de ilusiones? ¿Qué hay en tu vida del perdón divino?

Muchos viven sólo de pan. Y viven solo de  pan porque es la única hambre que sienten. Sienten el hambre en el estómago vacío como un dolor que buscan mitigar cada día. El hambre física duele como un pellizco, por eso el hombre repara en ella.

Cuando esta hambre no es saciada el hombre sale a la calle con violencia y organiza revoluciones, saquea comercios y quema edificios. Sí, a primera vista, el estómago tiene exigencias más imperiosas y beligerantes que el espíritu.

Los jugos gástricos hablan alto cuando no reciben su pan. El estómago ladra como los perros guardianes denunciando un peligro, una necesidad. En cambio el alma habla un lenguaje más quieto, menos ruidoso, por eso el hombre no acierta siempre a interpretar sus demandas, sus necesidades.

El alma no gruñe, no ladra; su queja es sólo un suspiro. Pero ignorar este suspiro es cometer un grave error, porque sería tanto como aceptar que sólo somos materia. 

El hombre vive de pan ¡es verdad! Ciertamente, el hombre también es materia. Pero hay un materialismo ateo que quiere hacernos creer que el hombre vive sólo de pan, que el hombre es lo que come, materia y nada más.

Pero esto no se lo creen del todo ni los mismos  que así lo proclaman, pues, eliminando a Dios de la vida del hombre, hay que procurarle el “circo”-pan y circo- ese complemento, que aunque parece no ser esencial, se acaba manifestando como necesario para vivir mínimamente satisfecho, realizado, feliz; un factor, por tanto, al que nadie quiere renunciar.

Este “circo” puede  tomar muchas formas diferentes, en ocasiones perniciosas, insanas y por tanto poco recomendables. Ante esta filosofía atea de la existencia se levanta hoy la quinta petición del Padrenuestro que nos enseñó Jesús, recordándonos claramente que el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

Algunos han pensado que puesto que el perdón es más importante que el pan, la petición por aquel debía preceder al ruego por éste. Pero no, el orden original de las peticiones tiene su sentido. Dios sabe por qué ha puesto el ruego por el pan delante de la petición por el perdón. Y es que Dios es magnánimo.

Dios no procede como nosotros, que sólo alimentamos a los nuestros y que sólo procuramos el bienestar de los nuestros y que únicamente nos preocupamos por las necesidades de los nuestros. No, afortunadamente entre la forma de hacer de Dios y la nuestra hay una gran diferencia.

Él hace salir su sol sobre buenos y malos y hace llover sobre los campos de los justos y los injustos. Nosotros, generalmente, estamos dispuestos a dar pan a los que nos son más cercanos, aquellos que “nos caen bien”, o por los que sentimos afecto.

Pero Dios da el pan generosamente, como todo lo que Él hace, aun antes de que el hombre le pida el perdón y ni siquiera esté dispuesto a recibirlo.  ¡Qué grande es la bondad de Dios! De aquí tenemos una lección que aprender. Y es que, la generosidad es un rasgo divino. Por tanto, el orden de las peticiones en el Padrenuestro es correcto.

Pero tampoco debemos sacar la conclusión de que la petición por el pan es más importante que la del perdón. Al dar prioridad a la petición del pan se nos enseña que Dios no quiere coaccionar al hombre con lo material.

Algunos no entienden por qué razón hablamos en la iglesia cada semana de culpa y perdón, y concluyen: Dadle al hombre el pan que necesita, y tendremos el paraíso en la tierra, y todos sus problemas se habrán resuelto. Jarcha, aquel grupo folklórico que triunfaba en los años 70, declaraba en su famosa canción “Libertad sin ira”: Pero yo solo he visto gente/ que sufre y calla, dolor y miedo/ gente que tan solo quiere/ su pan su hembra y la fiesta en paz.

Pero… ¿solo esto pide el hombre?  ¿Solo con esto vive el hombre? ¿Solo esto es necesario para la paz entre los hombres y de cada uno consigo mismo? Mi abuela decía: Una cosa es predicar, y otra dar trigo. Sí; la iglesia no puede descuidar “dar trigo”, pero tampoco puede ni debe colocar el pan y el trigo en el centro de su mensaje y minimizar el asunto del perdón.

Es posible que la mayor conciencia social y una justicia mejor conviertan a nuestro mundo en el país de Jauja, donde todos los hombres puedan tener su pan, su hembra y su fiesta, pero… ¿paz?  No; Jauja nunca será un paraíso.

La seguridad de pan para todos no garantiza el paraíso en la tierra.  Por el contrario, la posesión del perdón y su dispensa por nuestra parte, aunque no alcancen a convertir la tierra en paraíso, la harán más habitable y pacífica.

También podría ser que si todos los hombres gozaran un día del perdón de sus deudas, tendrían más paz en su interior, y de esta manera acabarían por renunciar a ese insaciable deseo de amontonar,  a esa hambre de más y más, que tanto daño ocasiona a la Humanidad.

Sería posible que la paz y la satisfacción interior, como frutos del perdón, pudieran  producir la disminución de las deudas. Si la fuerza del perdón se extendiera por todas partes, a buen seguro que se solucionarían muchos problemas sociales. Y mientras existan problemas sociales será evidente que no disfrutamos del perdón.

En conclusión, se equivoca quien piense que solucionando el problema del pan habrá resuelto el principal problema de la Humanidad. Nuestra vida no alcanza su realización cuando se orienta solo hacia el logro de las cosas materiales, convirtiéndolas en nuestra primera aspiración vital.Y es que la tan cacareada “calidad de vida” depende mínimamente de los valores externos; la vida no es lo más importante que tiene el hombre, pero su peor problema sí que es la culpa.

Jesús une, fusiona, en la oración que enseña a su iglesia el pan y el perdón, sabedor de que no debe darse una cosa sin la otra y de que el hombre no puede ocuparse sólo de buscar respuesta  y satisfacción a las necesidades materiales de su vida, sino que debe ocuparse a la vez del perdón de sus deudas, o sea, de su bienestar interior.

Si se descuida una de éstas, ya sea la exterior o la interior, no se le hace justicia a la necesidad del hombre. El hombre necesita para vivir pan y perdón. El vaquero que alimenta sus vacas, pero no limpia regularmente la vaquería, comete un grave error. Por eso, oremos así: el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas.

 

La realidad de nuestras deudas

Todos tenemos un pasado. Somos la historia de nuestra vida. Y en nuestra historia hay cosas agradables y otras que no nos agradan tanto. Muchos de estos recuerdos desagradables están relacionados con culpas y deudas, y para su  completa eliminación es necesario el perdón.

Hablando en términos informáticos, cabría decir que el ser humano está equipado con un disco duro que registra con precisión insobornable todo lo que pensamos, hablamos, hacemos y dejamos de hacer.

Dios no sólo conoce nuestros pensamientos, sino también nuestras intenciones, no sólo nuestras palabras, sino también nuestros sentimientos, no sólo nuestros hechos, sino también nuestras motivaciones.

Y no hay forma humana de parar ni borrar ese disco duro, esa memoria que registra todas nuestras culpas y deudas.  No hay ingeniero informático capaz de borrar o alterar el disco duro de nuestra vida. Muchos lo intentan con variados recursos, pero al final siempre queda la huella imborrable de lo que allí quedó registrado.

Este disco duro nos puede crear serios problemas, pues la culpa que no ha sido removida, eliminada, las deudas que no han sido satisfechas o condonadas, tienen efectos negativos en la vida del ser humano.  Decíamos que la vida no es el mayor bien que poseemos los hombres, pero nuestra mayor desgracia sí que es la culpa.

Y es que, las culpas, las deudas no perdonadas, pueden tener consecuencias que afecten negativamente a nuestra salud. La Medicina moderna así lo confirma. También el texto bíblico corrobora esta situación: Mientras callé, se estremecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano (Salmo 32:3-4). Y: Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido (Salmo 51:8). ¡Y es que, si no habla nuestra alma, acabará hablando nuestro cuerpo!

Junto a los efectos anteriores, la culpa puede producir también daño psicológico, incidencias negativas en las regiones del alma y de lo anímico, de lo emocional y del sistema nervioso: depresiones, neurosis,  obsesiones, que pueden conducir incluso al suicidio. Todos estos procesos pueden estar relacionados directa o indirectamente con culpas y deudas no superadas.

Por último, el pecado tiene también consecuencias sociales; quizá la más notoria de éstas sea el aislamiento. A veces los pecados ocultos, las culpas no superadas, conducen al retraimiento y la incomunicación e incapacitan a las personas para vivir de manera libre y feliz en sociedad.

El drama de la culpa personal es que el propio culpable no  la puede  remover ni borrar por sí mismo. En la relación con nuestro prójimo, con frecuencia se da la situación de que no volvemos a disfrutar de una verdadera paz, incluso después de haber saldado una deuda que nos había separado durante algún tiempo.

¿Por qué?;  pues porque no correspondemos acertadamente al fenómeno culpa cuando nos limitamos a verla desde una perspectiva horizontal, es decir, como un asunto que afecta meramente a las  relaciones interpersonales. La culpa no es unidimensional.

No se agota en su dimensión horizontal, o sea, humana, sino que tiene, además, una orientación vertical. Toda ofensa dirigida contra el prójimo, toda acción injusta perpetrada en la persona de otro, está dirigida, en última instancia, contra Dios mismo.

Porque nuestra vida no está relacionada  únicamente con el prójimo, sino que es también vivida en responsabilidad de cara a Dios. Todos nuestros pensamientos, palabras y obras están afectados por esta doble dimensión relacional: humana y divina.

 

Ayuda contra las deudas

Contra la carga y la opresión producidas por un agravio no perdonado sólo hay un remedio eficaz: una cura de raíz. No hay liberación de las deudas sin Dios. Del mismo modo que una persona que se está ahogando no puede salvarse a sí misma tirándose de su cabello con sus propias manos, tampoco el hombre puede salir del mar de la culpa por sus propios medios.

La ayuda sólo puede venir de afuera de nosotros: únicamente Dios nos la puede proporcionar. De hecho, Él ha procurado para nosotros una solución eficaz.

Dios envió a un salvador para liberar a los hombres de las oscuras prisiones del pecado y de la culpa. Este salvador es Jesucristo, el Hijo de Dios. Su nombre, Jesús, es en sí mismo todo un programa, significa: Dios salva. Toda la vida  y obra de Jesús, sus sufrimientos, muerte y resurrección sirvió de principio a fin a este programa divino de salvación y liberación.

Los evangelios narran en repetidas ocasiones cómo Jesús buscaba a las personas y las liberaba de la esclavitud de una vida de pecado y angustias. Les decía: tus pecados te son perdonados. Y: vete, y no peques más. Y también: si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres (Juan 8:36).

La base para este programa de perdón y redención quedó establecida por Dios con la crucifixión de Jesús a las puertas de Jerusalén. Allí, el mismo Dios, en la persona de Jesucristo, se interpuso entre el hombre y su culpa. En la cruz Dios dijo “no” a la culpa.

Y junto a este no, pronunció  su más rotundo a favor del hombre. Pero Dios no procedió convirtiendo la culpa en bagatela, no le restó ni un ápice de su dramatismo.

No la cubrió con el manto del amor para ignorarla. No dijo: Empecemos de nuevo en paz; lo pasado, pasado está. No, no fue así. Dios dijo no a las culpas y deudas del hombre. Pero éste no tenía un precio. La factura tenía que ser pagada, la deuda tenía que ser satisfecha. Y, efectivamente, fue pagada a plenitud y en perfección. Conocemos el precio.

En la Epístola a los Hebreos se dice de este precio: Por su propia sangre entró Jesús una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención (Hebreos 9:12). También el apóstol Pedro habla del precio de nuestro perdón cuando dice: Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir…no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Jesucristo (1 Pedro 1:18-20).

Puesto que Jesús ha muerto por nosotros en la cruz, podemos orar con plena convicción, diciendo: y perdónanos nuestras deudas. Pues en la cruz Dios estableció las condiciones para que nuestras culpas pudieran ser perdonadas.

De manera que, gracias a la muerte y resurrección de Jesús, nosotros podemos ser redimidos, liberados, de todo lo que carga y lastra nuestra vida, de todo lo que nos produce temor y miedo, de todo lo que no nos deja respirar tranquilos, de todo lo que nos quita el sueño, la paz y la alegría.

En la epístola a los Hebreos (9:14) podemos leer que la sangre de Jesucristo limpia nuestras conciencias de obras muertas y nos capacita para servir a Dios. La letra de un precioso himno dice: Hay un precioso manantial de sangre de Emmanuel,/ que purifica a cada cual que se sumerge en él. Ese manantial está abierto para todo pecador arrepentido y la sangre que brota de él  es poderosa para borrar todo pecado.

Así,  se nos dice en 1 Juan 1:9 y 2:1-2: Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad…Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por  nuestros pecados; y no solamente por los nuestros sino también por los de todo el mundo.

Jesús vino al mundo para perdonar los pecados y redimir al hombre del sinsentido, los problemas y las amarguras de una vida sin Dios. Y Jesús quiere que ahora y siempre sus discípulos continúen proclamando el anuncio del perdón divino a la Humanidad.

Por eso, cuando ya se despedía de su iglesia reunida, le dijo: Como me envió el Padre, así también yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos (Juan 20:21-23). La misión cristiana en el mundo, por tanto, sólo alcanza su pleno sentido con la proclamación del perdón de Dios en Jesucristo.

En la iglesia se anuncia este perdón y se recibe. Y esto ocurre, por ejemplo, cuando ante la mesa del Señor o durante cualquier momento del culto, confesamos nuestros pecados y asumimos el propósito de no volver a pecar e invocamos para ello el poder del Espíritu Santo.

También ocurre cuando los hermanos se confiesan sus ofensas unos a otros y, después, oran unos por otros. Esta es la exhortación que registra Santiago 5:16: Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados.

Este texto sostiene lo que venimos diciendo: que la culpa no confesada y perdonada enferma a la persona y rompe las relaciones fraternas. Y esto es algo incongruente y  que no tiene razón de ser en el ámbito de la iglesia.

La exhortación a la confesión mutua no debe ser entendida como un imperativo, como un mandamiento, sino como una generosa y libre oferta de ayuda pastoral y fraterna.

La invocación del perdón divino -y perdónanos nuestras deudas- y la confesión personal de la culpa delante de Jesucristo y de un asistente espiritual, cuando fuere necesario, son caminos para la libertad, sendas para salir de las tinieblas a la luz, recursos para salir de la tristeza y volver a la alegría, pues allí donde la deuda ha sido perdonada se crea un espacio para la libertad y para la renovación de la comunión.

Debemos reparar en que Jesús quiere que el Padrenuestro sea nuestra oración diaria, ya sea en su forma textual o en nuestras propias palabras, pues así como se nos enseña que debemos pedir por el pan de cada día, o sea, que cada día hemos de pedir por nuestra porción diaria de pan, así también debemos pedir cada día por el perdón de las culpas cometidas.

Sí; aun como cristianos, cada día pecamos, y esos pecados tienen que ser confesados ante Dios. El reconocimiento de la propia culpa y la consecuente confesión se convierte así en un ejercicio de humildad necesario y reconfortante, si reflexionamos en el efecto inmediato que este gesto tiene para nuestras almas y conciencias: Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1ª Juan 1:9).

 

El perdón obliga

La quinta petición del Padrenuestro tiene otra particularidad estructural; y es que, además de la “y” que la liga a la petición anterior, tiene también un complemento que tenemos que considerar, ya que dentro del texto se le confiere gran importancia.

En realidad,  se trata de un refuerzo para que alcancemos a comprender este ruego en toda su dimensión. El añadido reza: …como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Las personas tenemos un problema muy grave con la culpa. Y es que con frecuencia  hacemos mal y no nos sentimos culpables; ofendemos a nuestro prójimo y no nos sentimos deudores. Sin embargo, tenemos una especial sensibilidad para sentir y detectar que otros nos hacen mal a nosotros y que nos ocasionan daño y dolor. 

Esto pone de manifiesto que nuestro conocimiento y comprensión de la culpa es sesgado y arbitrario: lo tenemos más como acreedores que como deudores.

Sabemos qué es la culpa y la deuda cuando otros son culpables de alguna injusticia contra nosotros, cuando alguien, por alguna razón, se ha convertido en nuestro deudor. En este caso somos muy sensibles y rencorosos, nos cuesta olvidar; sentimos que no sólo hemos sido dañados, sino también decepcionados. De esta manera, la confianza hacia la otra persona ha quedado  menoscabada o completamente rota.

Éste es el caso del cónyuge que descubre que ha sido engañado, el de alguien que prestó una cosa  valiosa y nunca se la devolvieron,  y también el de los hijos que, llevados del desamor y la desobediencia, decepcionan a los padres. Hay muchos casos más que todos  conocemos y hemos sufrido personalmente. Todos hemos pasado por la dolorosa experiencia de tener deudores. Todos tenemos a alguien que nos debe algo.

Con estas vivencias nos convertimos en testigos involuntarios a favor  de Dios y su concepto divino de culpa y deuda. A través de nuestras experiencias como acreedores, es decir, como los que han sido atropellados en sus derechos o persona, ponemos de manifiesto cómo las deudas de un hombre pueden destruir una relación. 

Y también alcanzamos a comprender lo que para Dios significan las culpas y deudas del hombre, y cómo éstas provocan  la ruptura de la relación con Él, de la misma manera que se rompió el vínculo con aquella persona que nos ofendió.

No obstante, a pesar de lo mucho que nos cuesta, a veces hemos sido capaces de perdonar a otros: en la familia, entre los amigos, en el puesto de trabajo, en el colegio… Y es que ¡entendemos perfectamente que sin perdón no es posible la convivencia!

Como los niños que han sido perdonados por sus padres, como nosotros mismos hemos sido perdonados tantas veces por otros, así también hemos perdonado a otros un montón de veces. Y cuando ahora pedimos a Dios: “Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”, lo pedimos como personas que ya hemos perdonado, como sabiendo qué es perdonar. Le pedimos a Dios que nos conceda lo que ya nosotros hemos concedido a otros.

Dios espera de nosotros que, en tanto que cristianos nacidos de nuevo  y personas que vivimos continuamente del perdón divino, no seamos semejantes al siervo malvado de la parábola (Mateo 18:21-35), al que se le perdonó una deuda muy elevada,  mientras que él se negó a perdonar  a un consiervo suyo una deuda insignificante.

Por el contrario, insistió de forma miserable en que su consiervo le pagara toda su deuda, sin tener en cuenta que lo que se había condonado a él era infinitamente mayor.

Este comportamiento incoherente y mezquino le llevó a perder la gracia que se le había concedido. La parábola nos enseña que Dios no nos perdonará a nosotros si no tenemos la disposición generosa y alegre de perdonar, a nuestra vez, a nuestros deudores. Por eso es tan importante  la frase agregada a esta petición: como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

La disposición divina de perdonarnos, demanda nuestra disposición personal de perdonar a otros. El perdón lo recibimos de Dios siempre y a cambio de nada, pero no producirá su efecto si no sacamos conclusiones de cara a nuestros propios deudores.

Es más, el perdón divino se convertirá en un medio de acusación contra nosotros si nos negamos a perdonar a otros. El perdón divino sólo se disfruta de verdad cuando estamos dispuestos a perdonar también. Y es que uno no puede ser feliz si no hace felices a otros. Podríamos concluir que el perdón –igual  que la nobleza- obliga.

El evangelista Mateo resalta de manera especial este aspecto del perdón al colocar inmediatamente detrás del Padrenuestro las severas palabras de Jesús que dicen:

Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas (Mateo 6:14-15). Y el apóstol Santiago hace constar en su epístola: Juicio sin misericordia se hará con aquel que no tuviere misericordia.

¿Cuál es la necesidad más urgente en todos los ámbitos de nuestra vida (casa, trabajo, iglesia…)? Sin duda alguna: el perdón; porque nos proporciona la liberación de ese círculo vicioso de la culpa y de la conducta culpable, de la destrucción de la confianza y del endurecimiento en la desconfianza,  de la acusación y la amenaza, del juzgar y castigar.

La quinta petición del Padrenuestro  nos pone en movimiento hacia las personas. Se trata de un ruego que nos insta a practicar con los demás lo que Dios ha hecho con nosotros, esto es, colocar el pecado que nos ha herido de verdad  bajo la misma petición de perdón que pronunciamos ante Dios y que nos es pronta y generosamente concedida.

Recordemos una vez más la oración modelo: y perdónanos nuestras deudas, o sea, las nuestras personales contra Dios y los hombres a los que hemos ofendido, y las de los que nos han infamado a nosotros.

¡Dichoso aquel que alcanza el convencimiento personal de que sus deudas para con Dios y para con su prójimo han sido perdonadas! ¡Dichoso aquel que, después de sentir sus deudas como una carga sombría, experimenta el perdón liberador!

¡Dichoso aquel que, como persona perdonada, tiene la grandeza de perdonar a su semejante! ¿Qué hay de todo esto en  tu vida? ¿Y en tu iglesia? ¿Es nuestra iglesia la comunión de “perdonados que perdonan”, la convivencia de hombres y mujeres que viven del perdón y gustan el consuelo del perdón recíproco?

Que nuestra oración diaria sea, de forma consciente, reflexiva, y con un claro compromiso de aceptar todas sus implicaciones: Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - La claraboya - Nuestras deudas