Santificado sea tu nombre

Sólo Dios puede santificar su nombre; por eso Jesús nos enseñó a orar.

21 DE FEBRERO DE 2015 · 22:45

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Primero, santificamos el nombre de Dios cuando se lo pedimos a Él en oración. El nombre de Dios es santo y no necesita que sea santificado por el hombre ni por nadie, pues Dios es santo en sí mismo. Es más, el hombre no puede santificar, de sí mismo, a Dios. Sólo Dios puede santificar su nombre; por eso es que Jesús nos enseñó a orar: Santificado sea tu nombre.

Hay personas que se resisten a dejar que sea Dios mismo quien santifique su nombre, y tratan de imponer al mundo la santificación del nombre de Dios. A este grupo de personas pertenecen los terroristas islámicos, y algunos judíos radicales en Israel; también algunos católicos en España, partidarios de estorbar el derecho a la libertad religiosa. Y, lamentablemente, también algunos cristianos y políticos evangélicos en otros lugares del mundo.

Todas estas personas tienen en común que por sus acciones, generalmente intolerantes, violentas y homicidas, pretenden imponer por la fuerza la santificación del nombre de Dios en nuestro mundo.

En dos mil años de cristianismo hemos podido constatar que en cualquier lugar del mundo donde los hombres tratan de imponer la santidad del nombre de Dios, surge la represión, el sufrimiento y la muerte. De esta manera, el nombre de Dios es profanado, aunque la intención inicial fuera otra. Ante esta sinrazón, Jesús nos enseña a orar, diciendo: Padre celestial, santifica tú mismo tu nombre.

Nosotros, pues, santificamos el nombre de Dios cuando se lo pedimos en oración. Cuando pedimos algo a Dios en oración partimos de la base de que Dios puede hacer lo que nosotros no somos capaces de hacer de manera suficiente por nosotros mismos.

Santificar es algo que, en principio, sólo puede hacer Dios. Lo indica la propia forma verbal de la petición: Santificado sea tu nombre. Se trata del “pasivo divino” que usaba Israel para referirse a Dios sin nombrarlo (Oísteis que fue dicho -que Dios dijo-: No matarás).

De manera que estamos pidiendo que sea el mismo Dios quien santifique su nombre, tal como prometió a los israelitas: Y santificaré mi santo nombre, profanado entre las naciones, el cual profanasteis vosotros en medio de ellas; y sabrán las naciones que yo soy Jehová, dice Jehová el Señor, cuando sea santificado en vosotros delante de ellos (Ezequiel 36:23).

¿Cómo lo hará? Por medio de tres obras maravillosas que sólo Él puede hacer:

Una, recogiendo a Israel esparcido entre todas las naciones de la tierra: Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país (Ezequiel 36:24).

Dos, purificando a su pueblo de sus pecados: Esparciré sobre vosotros agua limpia, y sereis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré”.

Y tres, dotando a su pueblo de un nuevo corazón obediente y sensible a la guía de su Espíritu: Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra (Ezequiel 36:25-27).

La razón que aduce Dios para toda esta acción es la siguiente: Así ha dicho Jehová el Señor: No lo hago por vosotros, oh casa de Israel, sino por causa de mi santo nombre, el cual profanasteis vosotros entre las naciones adonde habéis llegado (Ezequiel 36:22).

En armonía con estas palabras, oraban los israelitas: Ayúdanos, oh Dios de nuestra salvación, por la gloria de tu nombre (Salmo 79:9).

Y el salmista contempla a lo lejos ese futuro glorioso en el que todas las naciones de la tierra glorificarán el nombre de Dios, dice: Todas las naciones que hiciste vendrán y adorarán delante de ti, Señor, y glorificarán tu nombre (Salmo 86:9). Y por esto mismo oramos los cristianos cuando pedimos: “Santificado sea tu nombre”.

Por eso nuestra primera petición cada día debe ser: Padre, santificado sea tu nombre, que equivale a decir: Trae a nuestro mundo el reconocimiento de tu gloria y majestad. Haz que tu santidad avance sin tregua ni descanso en nuestro vasto mundo desacralizado, hasta llenarlo todo. Muestra definitivamente tu gran poder y gloria, llenando todo el mundo de la riqueza incomparable de tu amor y de tu gracia.

Santificado sea tu nombre, se convierte así en la petición pórtico del Padrenuestro. Tenemos que cruzar por este pórtico si queremos orar correctamente, a fin de participar de la gloria divina. Nuestra sublime dignidad es el llamado a la santidad, tal como Dios es santo. Así se le dijo a Israel: Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios (Levítico 19:2).

Y en la oración sacerdotal intercede Jesús por sus discípulos: Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad…Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad (Juan 17:17,19).

La glorificación del nombre de Dios, que es lo mismo que su santificación personal, tiene su mayor alcance en la hora en que es glorificado el Hijo del Hombre (Juan 12:23), de manera que en el acto de la crucifixión el nombre de Dios consigue su mayor gloria y honra.

Santificamos el nombre de Dios cuando proclamamos con nuestros labios sus alabanzas. El salmista ora: Bueno es alabarte, oh Jehová, y cantar salmos a tu nombre, oh Altísimo; anunciar por la mañana tu misericordia, y tu fidelidad cada noche (Salmo 92:1-2). Hay personas a las que no les gusta cantar, quizá porque consideran que no lo hacen bien, pero cuando nos negamos a cantar, por las razones que sea, estamos dejando escapar una oportunidad de santificar el nombre de Dios. ¡Y recordemos que hemos sido llamados a esto!

Santificamos el nombre de Dios en el culto, cuando nos unimos al coro de los serafines, y cantamos con ellos a Dios: ¡Santo, santo, santo! (Isaías 6:3) y cuando con los cuatro seres viviente del Apocalipsis, cantamos: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir (Apocalipsis 4:8).

En relación con nuestro culto, debemos preguntarnos de qué manera puede llegar a convertirse en ese espacio donde el nombre de Dios sea santificado. Con esto nos estamos preguntando: ¿Cómo podemos darle más espacio en nuestra vida, de manera que nos sintamos más conquistados por la fuerza de atracción de su nombre?

Si así lo hacemos, todas las actividades en nuestro culto estarán orientadas a permitir que se manifieste el poder de Dios y las acciones sustitutorias, que sirven al objetivo de ocultar la ausencia de Dios, desaparecerán. La palabra y la acción, la liturgia y la diaconía, ya no estarán más enfrentadas. La división será reemplazada por un genuino oír y adorar comunitario que nos espoleará a la acción conjunta.

Santificamos el nombre de Dios cuando predicamos y enseñamos con claridad la palabra del evangelio de Jesucristo y la proclamamos en el mundo donde vivimos, nos movemos y trabajamos; cuando no escatimamos esfuerzos de ningún tipo en evangelizar y buscamos maneras diferentes para proclamar al mundo que Jesús es el Señor.

Santificamos el nombre de Dios cuando vivimos conforme a los mandamientos y enseñanzas de la palabra divina: Guardad, pues, mis mandamientos, y cumplidlos. Yo Jehová. Y no profanéis mi santo nombre, para que sea santificado en medio de los hijos de Israel. Yo Jehová que os santifico (Levítico 22:31-32).

¡Sí! Nosotros hemos sido “santificados” en Jesucristo. Los santificados son hombres y mujeres que han sido tomados en exclusiva para el servicio de Dios. De manera que siguiendo el consejo del apóstol Pablo ya no debemos vivir más para nosotros mismos, sino para aquel que murió y resucitó por nosotros. ¿Estamos realizando, o sea, viviendo, esta santidad en nuestra vida cotidiana? ¿Somos conscientes de que hemos sido escogidos, o sea, apartados para Dios por medio de Jesucristo?

Difícilmente viviremos esta santidad si no vivimos bajo la guía del Espíritu Santo. El Espíritu del que decía el profeta Ezequiel que regeneraría nuestra vida. Ese mismo Espíritu es del que nos habla el apóstol Pablo: Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu (Romanos 8:1).

Santificamos el nombre de Dios cuando mostramos al mundo que somos gente feliz, que los problemas de la vida no disipan nuestra esperanza, ni borran nuestra sonrisa, ni nos roban la paz interior, que ante el terrible drama de los casi seis millones de parados nos indignamos, clamamos y reaccionamos, pero no desesperamos. A esto se refiere Pablo cuando afirma que el ocuparse del Espíritu es vida y paz.

Lamentablemente, a veces los cristianos hemos sido acusados de ser gente triste y aguafiestas, gente que no sabe disfrutar de las cosas buenas que tiene la vida. Y no faltan motivo para estas aseveraciones; algunos cristianos van por la vida taciturnos, como si irradiaran amargura y dolor, preñados de tristeza. Nietzsche pone en boca de su Zaratustra las siguientes palabras:

no conocían (lo sacerdotes) otra manera de amar a su Dios que clavando a los hombres en la cruz. Pensaron vivir como cadáveres y vistieron de negro su cadáver; hasta en su discurso percibo todavía el olor malo de las cámaras mortuorias…Mejores cánticos tendrían que cantarme para que aprendiese a creer en su Redentor y más redimidos tendrían que parecerme sus discípulos.

Y es que, con demasiada frecuencia hemos definido nuestra fe en negativo. A la pregunta ¿cómo es un cristiano?, hemos respondido: Un cristiano es uno que no fuma, no bebe, no baila, no va al fútbol, no se mete en política… Y no, y no, y no… No; ésta no es la definición de un cristiano. Un cristiano es una persona que goza de “calidad de vida”, porque su Cristo le ha llenado el alma y su ser entero de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Esto hace que el cristiano esté más allá de la ley, pues como dice Pablo: contra tales cosas no hay ley.

Así que, además de todo lo dicho, el cristiano es un hombre libre. Libre para amar, libre para servir. Si con esto no somos felices, debemos preguntarnos qué clase de cristianos somos o, peor todavía, si somos de verdad cristianos.

El psicoanalista Erich Fromm somete a examen la fe cristiana, diciendo, en su propio nombre y en el del mundo pensante:

Si las enseñanzas religiosas contribuyen al desarrollo, fuerza, libertad y felicidad de los creyentes, veremos los frutos del amor. Si contribuye a la reducción de las potencialidades humanas, a la desdicha y falta de productividad, no pueden haber nacido del amor, diga lo que diga el dogma.

Israel pecó profanando el nombre de Dios entre las naciones (Ezequiel 36:23) por su mala manera de vivir, por sus injusticias sociales ¿Afrentaremos nosotros también el nombre de Dios viviendo de espaldas a las enseñanzas del evangelio y reflejando en nuestra vida los rasgos de hombres y mujeres que no tienen esperanza? ¡Dios nos libre! Por eso nuestra oración y nuestra vida han de conformarse a la primera petición del Padrenuestro: ¡Santificado sea tu nombre!

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - La claraboya - Santificado sea tu nombre