El pensamiento de Calvino sobre la ley

Lo importante de la ley, dice Calvino, no es tanto su contenido, ya que este varía según las circunstancias históricas, sino que sirva a los objetivos políticos queridos por Dios, es decir, a fines buenos y verdaderos.

08 DE FEBRERO DE 2015 · 07:20

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Seguimos en la reflexión, cada vez más urgente y actual, sobre política protestante. Y lo hacemos con otra sección del profesor Antonio Rivera, que titula “El pensamiento de Calvino sobre la ley”. De ese modo nos acercamos no solamente a la cuestión de la acción política, sino también a un buen entendimiento del pensamiento calvinista. Que si sobre lo uno existe ignorancia o confusión, no les digo sobre lo segundo.

Les copio de Antonio Rivera. La reflexión de Calvino sobre la institución [que vimos la semana anterior], sobre la ley y la autoridad constituye una buena muestra de la unión de lógicas heterogéneas a la que venimos refiriéndonos. En contra de lo que escribe Voegelin sobre el gnosticismo puritano, el cual se caracteriza por establecer una compacta representación existencial que suprime la diferencia/distancia entre nomos y diké, lex y ius [ley y justicia], nos parece que Calvino sí aspira a mantener la tensión entre esos conceptos y, en el fondo, entre inmanencia y trascendencia. De ninguna manera sacraliza la institución temporal; es decir, no hace inmanente la verdad, la justicia, porque nunca suprime la distancia entre la perfecta comunidad invisible y la visible.

No sólo el Estado, ni siquiera la Iglesia es perfectamente pura. Buscar tal comunidad sobre la tierra puede significar arriesgarse a la separación propia de una secta: “no busquemos –escribe Calvino-- una Iglesia sin ninguna arruga o mácula”, “pues es una peligrosa tentación pensar que sólo hay Iglesia cuando aparece en su pureza perfecta” [cita el comentario de 1 Corintios]. La advertencia contra esta tentación sectaria se puede leer ya en la versión de 1539 de la Institución, en el contexto de su controversia con el ala izquierda de la Reforma. La necesidad, de acuerdo con la Primera epístola a los Corintios, de excluir de la comunidad a los pecadores manifiestos, nunca puede servir de excusa para crear una secta.

Nos parece que, a partir de la obra de Calvino, se podría defender una modalidad de representación abierta a la trascendente justicia, pero sin hacerla inmanente. Muy distinta es la lógica moderna de la representación que, desde Hobbes, ha tendido hacia esa representación existencial compacta que rechaza Voegelin en su crítica de las religiones políticas. La filosofía política de la modernidad ha buscado un mecanismo constitucional o representativo, primero basado en la autorización hobbesiana y más tarde en la elección democrática, que hiciera presente al ausente, al pueblo, de manera que se pudiera decir que el pueblo como sujeto unitario actúa a través del representante. El problema es que, pese a la legitimación democrática, el sujeto colectivo no es el representante y sigue siendo, por lo menos en las situaciones ordinarias, una realidad ausente, trascendente. [Apliquen, apliquen, y analicen las proclamas que Podemos oír estos días.] Creo que la federalista representación semiótica, tal como la expone Bruce Ackerman, en el sentido de que el representante es sólo un signo de lo representado, pero no la misma cosa representada, [cita al Federalista, según el cual, la constitución norteamericana se caracterizaba por “la exclusión total del pueblo, en su carácter colectivo, de toda participación en el gobierno”.] conserva algo, pero en un plano por entero inmanente, de la iconoclastia reformada y de la crítica calvinista a la representación católica.

Acerca del complejo pensamiento calvinista sobre la ley, tan solo quisiera volver a reivindicar [el autor lo hizo en su libro Republicanismo Calvinista, 1999] la utilización, para comprender dicha teoría, de dos pares de conceptos que más tarde desarrollará la filosofía del derecho kantiana: legislación ética y jurídica, por un lado; y moralidad (obediencia voluntaria y libre) y legalidad (obediencia voluntaria y no libre) por otro.

La legislación ética, que legisla fines universales válidos para todos los hombres y todos los tiempos, puede ser equivalente a la Ley moral, de la cual nos dice Calvino que supone “un testimonio de la Ley natural y de la conciencia” impreso por Dios en el corazón de los hombres. Es asimismo “la verdadera y eterna regla de justicia” y contiene dos artículos: uno de los cuales ordena simplemente honrar a Dios por pura fe y piedad; y el otro, el relativo a la caridad, manda unirnos a nuestro prójimo por verdadera inclinación.

La legislación jurídica abarca tanto las leyes del Estado como las eclesiásticas, incluido todo lo relativo a la disciplina. Esta legislación positiva, cuyo autor es el hombre, supone, para Calvino, un conjunto normativo a-moral, pues las leyes humanas no constituyen por sí mismas el bien deseado. Este bien no reside en el contenido del precepto jurídico, sino en los resultados obtenidos tras el cumplimiento del deber normativo. A ello se refiere el reformador cuando señala que las leyes de la jurisdicción temporal son creadas para “mantener y vestir a los hombres”, y para que “puedan vivir con sus semejantes santa, honesta y modestamente”. Por eso, la racionalidad de las instituciones temporales ha de ser condicional. Lo cual implica, a su vez, que los mandatos de las normas jurídicas serán válidos en la medida que se muestren como medios adecuados para el logro de los fines justos perseguidos por la institución, por los asociados. Calvino, aun manteniendo la distancia insuperable entre la necesaria legislación moral y la jurídica que, en sí misma, permanece indiferente, aspira a restablecer una mediación entre ambas cuando señala que la ordenanza de la ley debe tener como único objetivo, regla y fin la equidad declarada por la ley natural.

Porque es preciso pensar un derecho adaptado a la temporalidad, finitud o imperfección de instituciones temporales, la Iglesia visible y la res publica, el reformador de Ginebra relativiza el contenido de estas leyes y admite que pueden cambiar de acuerdo con las circunstancias históricas y la naturaleza de la sociedad considerada. A este respecto podemos citar como decisivos fragmentos de este tenor: “En cuanto a las constituciones y ordenanzas, como están ligadas a las circunstancias de las cuales en cierta manera dependen, no hay inconveniente alguno en que sean diversas, pero todas ellas deben tender a este blanco de la equidad… Se ha dejado a todos los pueblos y naciones la libertad para hacer las leyes que les parecieren necesarias, las cuales, sin embargo, están de acuerdo con la ley eterna de la caridad; de tal manera que, diferenciándose sólo en la forma [el contenido particular], todas tienden a un mismo fin”. (Institución, IV, xx, 15, 16.)

Lo importante no es tanto su contenido, mutable o adaptado a las variables circunstancias históricas, sino que sirvan a los objetivos políticos queridos por Dios, es decir, a fines buenos y verdaderos como la equidad o la caridad, que son los términos con los que Calvino se refiere a la justicia y al bien común. Siempre he pensado que esta relativización del contenido de las leyes, estrechamente unida a la insistencia de que las leyes de las instituciones provisionales no obligan en conciencia y, por lo tanto, no tienen nada que ver con lo necesario para la salvación y con la libertad del cristiano, es convergente con el desarrollo posterior del iusnaturalismo formal y con la moderna prioridad de la subjetividad, de la voluntad, en el ámbito de la moral y la política.

El otro par de conceptos al que aludíamos, moralidad y legalidad, sirve para discriminar si la obediencia es libre, y nos permite comprender el foro interno y la libertad del cristiano. Según Calvino, la legislación moral podrá obedecerse sólo legalmente como hacen los fariseos y los católicos o, además, moralmente como hacen los elegidos: los fariseos cumplirán el Decálogo por los premios que esperan recibir; los cristianos auténticos considerarán ya un premio el observar las Tablas. También la legislación jurídica podrá obedecerse porque el individuo encuentre en ella el instrumento adecuado para conseguir algún fin particular, y entre los cuales no es menor el fin de eludir el castigo. Sin embargo, un cristiano deberá obedecer de forma desinteresada la norma creada por el hombre, esto es, por razón del fin general, la caridad o el bien común, y no por su contenido en sí mismo indiferente para el elegido. Desde este último punto de vista, el ordenamiento jurídico también obliga indirectamente a las conciencias. No es otro el sentido que tiene este fragmento decisivo de la Institución: “Las leyes humanas, o las que han hecho el magistrado o la iglesia, aunque sea necesario guardarlas –me refiero a las leyes justas y buenas—sin embargo no obligan de por sí a la conciencia, puesto que la necesidad se refiere al fin general, y no consiste en las cosas que se han mandado. Muy lejos están de este camino los que prescriben nuevas formas de servir a Dios, y ponen como obligación cosas que son libres”.

Esto quiere decir que el cristiano obedece las leyes humanas “por motivos de conciencia”, pero no porque lo mande la autoridad civil o eclesiástica, sino porque su fin es justo o equitativo, porque es bueno para el otro. El reformador rescata de esta manera la importancia de la dimensión legal, jurídica o institucional. El elegido, el santo, quien dona todo al Otro y, por este motivo, ha de evitar el escándalo dado a los débiles, sabe que el derecho humano, a pesar de no hacer presente la auténtica justicia, resulta muy útil para los demás, para que los hombres imperfectos vivan en paz. De todas formas, Calvino nunca traspasa, como hace el iusnaturalismo material católico y la Reforma radical, el abismo entre la esfera externa o institucional y la interna, entre las reglas humanas y la verdadera justicia divina. Ni eleva las normas jurídicas positivas al rango de imperativos éticos, ni santifica el poder público, todo lo cual resulta compatible con decir que la divinidad aprueba y establece la autoridad. Tampoco suprime, como hacen las antropologías optimistas más revolucionarias, la diferencia –a la que tanto partido sacará Hannah Arendt en Sobre la revolución— entre los elegidos, los hombres moralmente buenos o capaces de respetar por convicción al Otro, y los condenados o quienes actúan por interés propio. La negativa a reconocer la corrupción natural, la imperfección humana, conduce a terribles consecuencias, a violentos estallidos revolucionarios. Por este motivo podría decirse que el derecho se funda en la más profunda heterogeneidad, hasta el punto de que la paz instaurada es la profetizada por Isaías (11:6-9), la de los lobos y corderos viviendo juntos y sin hacerse daño.

El pensamiento de la ley de Calvino nos permite pensar la relación entre la justicia y el ordenamiento jurídico-político sin exagerar sus diferencias, pero sin confundir dichas esferas, en un doble movimiento de aproximación y separación. La diferencia entre el derecho y la justicia resta insuperable: el ius nunca podrá ser alcanzado en su sentido más puro –frente a los gnosticimos políticos modernos que critica Voegelin--, y tan sólo podremos obtener de él una imagen o una simple representación. Es decir, ninguna autoridad humana podrá identificarse plenamente con la trascendencia divina. Esta justicia absoluta resulta inalcanzable en la tierra porque no se puede aniquilar la esencia finita del hombre que, como se sabe, es la causa profunda de la corrupción natural; pero, al mismo tiempo, y esto debe ser subrayado, el ius no es ajeno, como acabamos de comprobar, a la lex.

La próxima semana, d.v, más corto (para que respiren, y reflexionen), les pongo otra sección: “El paradigma del deber y la ordenación externa de la Iglesia”.

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