La Constitución al natural
La Constitución ni es el franquismo, y por eso habría que liquidarla por fin; ni es un constructo de la pureza democrática.
14 DE DICIEMBRE DE 2014 · 06:20
La acción política, que forma también parte de nuestra manera de vivir, conviene que la afirmemos en conceptos claros, de eso se trata aquí, pero como estamos aquí en nuestro contexto, pues les anoto unas cuestiones sobre la Constitución, de la que estos días se ha hablado y discutido por su 36 aniversario. Y esto enlazando con la reflexión de la semana anterior sobre la naturaleza del franquismo, pues, de un modo u otro, la Constitución significa el paso ulterior a ese franquismo.
Sigo con el referente de las propuestas del profesor José Luis Villacañas en el libro ya indicado, y por ello con la necesidad de señalar algunos pasos para acercarnos con mejor pie a la reflexión sobre la Constitución. Esta reflexión no es un ejercicio teórico vacío, sino algo muy necesario para hacer nuestro deber político con la responsabilidad apropiada en nuestro día a día.
Para comprender la situación en la que nace la Constitución se tiene que pasar antes por las etapas en las que se mueve el franquismo. Ya dijimos sobre la primera, ésa de miedo, pobreza y represión de todo lo que no fuere propio del pueblo santo, donde más claramente se aprecia que “el Estado franquista era un medio instrumental para alcanzar los fines propios de una sociedad católica”. Esos medios como ejercicio del modelo inquisitorial, ya se ha dicho. Se creó una sociedad donde la pedagogía del miedo había dado todos sus frutos, frutos que son el cimiento de la entidad religiosa que la sustenta (nada que ver con la cruz del Redentor).
Pero la nueva situación que el paso del tiempo trajo requería nuevos modos. “Para la nueva época, marcada por los pactos con Estados Unidos y el reconocimiento internacional de España, se requerían nuevas élites, mentalidades y estilos. Franco comenzó a prescindir de militares [el ejército no solo había dirigido la política de justicia, sino también la política industrial] en el gobierno y a colocarlos en puestos menos visibles y más lucrativos. Entonces se vio que era el momento de aplicar, en su integridad, el proyecto de Ramiro de Maeztu: un capitalismo católico, hispánico, surgido de una admiración por Estados Unidos de América. Eso ofrecieron al régimen los hombres del Opus Dei, que mantuvieron durante décadas las ideas de Acción Española, a partir de 1950 difundidas a través de la editorial Rialp.”
Por supuesto hago mías las posiciones del profesor Villacañas en estas cuestiones, también cuando matiza algunas de las declaraciones del historiador del franquismo Edward Malefakis, ya que “para calificar el régimen de Franco con un adjetivo que manifieste su capacidad de producir dolor, no es preciso llamarlo `fascista’: [cita de Malefakis] El fascismo no fue la única fuente de maldad de nuestro turbulento siglo XX. El mal también surgió de manera independiente, como sucedió en los primeros años de la España de Franco. Para mí [cita de Villacañas] ese origen independiente es bastante español. Se trata del dispositivo inquisitorial de la sociedad católica forjada por los Reyes Católicos. Esta imitación [la de la inquisición] no tenía que ser reinventada, porque había estado vigente hasta el siglo XIX. Todavía en 1870 los carlistas, una de las fuentes inspiradoras de Franco, la celebraban y alababan como santa, pura y necesaria para un gobierno adecuado. Solo así se explica que en 1940 hubiera doscientos sesenta mil presos en España”.
En esta nueva época, recordemos, con la influencia de gente del Opus Dei, España entra en el FMI y en la OECE. Con la ayuda de asesores americanos, la política económica se sometió a las directrices del FMI. Pero esos asesores requerían nuevos interlocutores, que se les ofrece en el grupo vinculado al Opus. Con ello se fue silenciando a la antigua guardia de los Propagandistas y de la Falange. “Así se dio por concluida la primera etapa del régimen, la de crear un pueblo puramente católico, y se pasó a la segunda fase, la de fundar un capitalismo católico. La dimensión instrumental del Estado no se alteró, pero se amplió a la construcción de un capitalismo católico, que en la España de 1957 no se podría forjar a partir de una sociedad civil liberal, dinámica, emprendedora e innovadora”.
Siendo fundamental este aspecto, el del capitalismo católico, creo que no se le presta la atención debida, cuando incluso sus consecuencias están todavía en nuestro modelo social, y que es el encargado de urbanizar las parcelas donde luego se construye la Constitución.
Esa nueva etapa ya tiene el previo de un apoliticismo “y una desconfianza de cualquier ideología” [con cautela especial a la ideología falangista]. Apoliticismo referido a cualquier cultura de libertad política, pues todavía quedaba la “política” de los santos, la de la sumisión al papado como identidad del individuo, de la familia y de la sociedad santa española. Además, ahora se podía hacer la publicidad de esa sujeción, no con las muestras terribles de la pobreza de los primeros años, sino con una mejoría económica. “Fue un discurso nuevo que, sin cuestionar la legitimidad de origen del franquismo, fue proyectando la idea de una nueva legitimidad de ejercicio más pragmática. A partir de entonces, la bondad del régimen se mostraba no solo porque había restablecido el pueblo católico, sino porque estaba en condiciones de ofrecerle un bienestar desconocido en España. Poco a poco, la paz y el progreso, y no la guerra y la victoria, fueron las divisas del régimen”. Anoten, anoten, que ya se está cultivando el árbol del que luego se sacará la madera de la Constitución.
Por supuesto, desde dentro del régimen no se asumía que el progreso económico fuere inercia del exterior, sino logro de su gestor. “Por eso Franco se hizo visible con sus medidas de autoridad. Su aspiración fue dejar claro que el régimen no había cambiado y que era él, y no la ayuda ni la coyuntura europea, el que generaba la riqueza. Su aspiración era que la nueva cultura económica no desnaturalizara al régimen. [Ese objetivo era imposible de cumplir]”.
Efectivamente, los cambios ya eran imparables, aunque se anunciaban como de natural propio del régimen franquista. En 1966 se hizo el referéndum de la ley orgánica del Estado, con la forma monárquica para España. Aparece una cultura política dentro del régimen. Incluso se había manchado con quitaojeras de saldo impuesto por los nuevos técnicos económicos, y se admitió una peculiar libertad religiosa. “Así, los primeros falangistas se convirtieron en liberales; los primeros propagandistas, en demócrata cristianos organizados en cenáculos políticos, y los más cercanos al Opus Dei, en un grupo empeñados en reducir el alcance de las ideologías en la vida pública, en lucha con la Falange. Luego estaban los monárquicos y las fuerzas tradicionalistas que habían apoyado la ´cruzada’. Cada uno contaba con su propio medio de comunicación –los propagandistas el Ya, los monárquicos el ABC, los falangistas Pueblo y la cadena de periódicos provinciales, los catalanes La Vanguardia Española, y los hombres del Opus Dei la cadena SER y el diario Madrid, al tiempo que generaba la élite del periodismo del futuro con la facultad de Navarra–, lo que daba al franquismo un aspecto de pluralidad interna que, sin embargo, dejaba en pie, como clave de bóveda, la figura personal de Franco.”
Anoten, anoten, que ya ha venido el capitalismo católico, con sus sindicatos y todo. Queda por maquillarse la nueva figura, sin el tinte franquista, que es más estorbo que otra cosa en los nuevos espacios económicos. El salón de estética del Vaticano II ha traído la nueva marca de “la democracia como el régimen adecuado a la doctrina eclesial”. No todos están dispuestos a salir a la calle con la nueva pinta, pero la cosa ya pinta bien. Con paz y prosperidad, ¿quién se para en asuntos de política? Es más, la política es un estorbo; ¿no se acuerdan? Por la política vino la guerra civil. Los sindicatos propios de la nueva mayoría de clases medias, “forjadas por trabajadores cualificados, crecidos en las escuelas profesionales de los jesuitas, o en las universidades laborales impulsadas por el propio régimen”, no se preocupan de cambiar la estructura social, no les importa la procesión ni a dónde va, sino de que los caminantes tengan zapatos cómodos. El mismo pueblo católico propio de la identidad (la tradición dicen ahora) española, pero con los nuevos aires y los nuevos productos de estética que ha santificado el Vaticano II. Esto produjo fricciones y contradicciones en algunos puntos de la procesión, pero al final se sigue caminando.
Aparecen sectores de ese pueblo puro que se presentan como “izquierdas”. Los curas obreros. Las reuniones en parroquias. Ese pueblo tradicional tiene ahora un sector que no quiere el retrato antiguo; se han unido a los nuevos cosméticos, pero todos siguen en la procesión. El cura obrero dice misa, y fabrica la eucaristía, igual que el de misa en latín. Las mismas Comisiones Obreras han devenido de las Juventudes Obreras Católicas y organizaciones parecidas, pero ninguna repudia al santo patrón. Las romerías siguen, incluso apoyadas como tradición “popular” por las nuevas izquierdas. Se ha quitado la presencia del cura carca, pero sigue el catolicismo de la santa tradición.
Emerge una población con bienestar económico, que desea conservarlo. Las proclamas de cercanía a Europa en cuanto a libertades políticas no pasan del sonido, pero el suelo que no cambie. Se quiere retirar, eso sí, los viejos cuadros que recuerdan el franquismo de la posguerra, pues es duro de asumir que se está en un mismo barco. No hace falta decir que los pocos que “mantenían la conciencia política fiel, conectada con los actores de la Segunda República y la guerra civil” mostrasen gran enfado, reconociendo su condición minoritaria frente a los que ya mostraban tan flaca memoria de las penalidades de la posguerra. Pero eso es lo que había producido el capitalismo católico español.
“Así, los españoles llegaron a la víspera de la muerte de Franco contemplando unas élites políticas clandestinas radicales y utópicas, y unas élites oficiales cínicas, observadas por la indiferencia de un pueblo carente de toda cultura política real”. Los que ya tenemos cierta edad, y vivimos esa época, certificamos.
Y llegamos al entierro de Franco, la Transición y la Constitución, que ya ha cumplido 36. Se la defiende, más bien se defienden con ella, presentándola como el Zeus todopoderoso, amparo y fortaleza de sus hijos; otros quieren deshacerse de ella como de un ébola. La tenemos, y ha sido útil instrumento de convivencia, no es poco. Pero como ya es mayorcita, tampoco pasa nada por mirar en los papeles cuál es su procedencia.
Será más fácil si reconocemos de entrada que ni es el franquismo, y por eso habría que liquidarla por fin; ni es un constructo de la pureza democrática tan nuestra. (El pasado domingo se afirmaba esto en artículo colectivo firmado en El País, entre otros, por Vargas Llosa, Cayetana Álvarez de Toledo, Fernando Savater…, que con el afán de neutralizar a los nacionalismos independentistas perdieron el tino en la afirmación de que la Constitución del 78 no “lleva el estigma de Caín del franquismo… [Lo que sería razón para arrumbarla].” Sino que “fue el resultado de un pacto entre demócratas, perfectamente legitimados por las elecciones del 15 de junio de 1977”; olvidando que la legitimación no es la participación en esas elecciones, sino el proceso de donde nace la legalidad de su convocatoria, y eso se sacó de la carne del régimen que había dejado Franco a su muerte. Guste más o menos.)
Sin entrar en otros pormenores, mejor decir de golpe que la Constitución es la construcción que realizan unos pocos, ante la mirada de un pueblo, y vuelvo a citar al profesor Villacañas, “como observador atento, y movido por dos objetivos: su aspiración a la homologación europea, sin correr riesgos de alterar el orden, la prosperidad y la paz de los que gozaban. Este doble objetivo es el que obtuvo expresión jurídica en una Transición que fue comprendida como el camino `de la ley a la ley’”. Aunque algunos no quisieron verlo, a la muerte de Franco quedó la historia de su mano, esa que sirvió de instrumento al catolicismo, como soporte invisible del pueblo que ahora hace la Transición. Eso significaba “una ausencia de cultura política propia de una ciudadanía activa”.
“Acostumbró a la población a la pasividad política y a la mentalidad plebiscitaria… [Esta población] Desde luego miraba con extrañeza a los políticos del franquismo… deseaba disponer de nuevos políticos a los que poder entregar su confianza, y que realizaran su deseo de ser como los demás europeos, pero no vio la política como un asunto propio y militante. Deseaba, es verdad, que los políticos fueran sus representantes, pero no vio en ellos a sus iguales, personas con quienes poder cooperar y participar en sus actividades y estructuras… La mayoría quería tener representantes políticos, pero ignoraba el precio que se debía pagar cuando la representación se cifraba sobre la pasividad plebiscitaria. Eso tampoco nos llevaba a Europa”. ¿Quién duda de que estas palabras se puedan aplicar perfectamente hoy?
En la construcción de ese edificio donde asentar al pueblo de la procesión feliz, aparece un personaje clave, Miguel Herrero de Miñón, “el único talento digno de llamarse `padre de la Constitución española’ de 1978. Él guarda el sentido profundo del texto constitucional –sobre todo del título VIII, que preparó con la traducción del folleto de Georg Jellinek, Fragmentos de soberanía– y, lo que es todavía más importante, propuso el sentido profundo de lo que podía ser el orden jurídico de la Transición”. Ese orden lo había plasmado en El principio monárquico: un estudio de la soberanía del rey en las leyes fundamentales, (Cuadernos para el Diálogo, serie Divulgación Universitaria, 1972. Bolsillo, 159 p.) “una pequeña joya de inteligencia, precisión e ironía”. ¿Cómo va esto? Pues sacando de la situación anterior los cables con corriente de los que tomar fuente para la construcción nueva. Esos cables había que sacarlos de las Leyes Fundamentales que Franco dispuso. Mientras él vivió estaban bajo su única voluntad; pero al morir podían ser usadas para lo nuevo. Se partía, por tanto, de que ya existía un Estado de derecho, metido en el molde rudimentario de esas leyes. “Como jurista, a Herrero le parecía que lo mejor que podía suceder a la muerte de Franco era reclamar la validez del conjunto de esas Leyes Fundamentales, muy rudimentarias, y con las que se podía maniobrar de forma bastante previsible… Así que Herrero ofrecía tomar en serio las pretensiones constitucionales franquistas y defendió con sutileza que esa era la mejor estrategia para sepultarlo.”
Para que el barco llegara al buen puerto de lo que ahora tenemos, era necesario que conservara la bandera de la “constitucionalidad” del régimen de Franco. Los cables, ya pelados y que daban calambre por todos lados, requerían un núcleo imprescindible para que iluminaran la construcción nueva. Ese núcleo era el rey. Efectivamente, la legalidad continuaba solo en su persona. “El rey heredaba todos los poderes de Franco, organizados en las Leyes Fundamentales. Era preferible tratar con esa legalidad que con cualquier candidato a heredar el carisma de Franco.” Según esa legalidad, ahora “la representación nacional estaría concentrada en el rey. Este no era realmente el soberano político, pero sí el soberano jurídico… como monarca era el único que representaba la soberanía nacional y el principio activo de la unidad de la nación. La consecuencia principal fue que las Cortes de Franco no eran un cuerpo representativo de la voluntad nacional.” Con el añadido importantísimo para la construcción de lo que ahora recordamos ya con sus 36 años, que en consecuencia “ningún otro órgano del Estado podía convocar a la nación sino el que la representa… [Pormenores aparte] ninguna interpretación del franquismo podía reducir estos poderes regios sin hundir el orden jurídico completo.” Al final, vaya, resulta que el rey que Franco puso es el núcleo donde se sustenta la Transición. Mirado como se quiera, incluso el gobierno de Suárez que convoca las elecciones constituyentes, “era el gobierno del rey, y no tenía otra fuerza que la de contar con su confianza”. Esos cables iban a ser usados para construir lo nuevo, incluido un nuevo modelo de presencia de la monarquía. No olvidemos ahora que la que cumple 36 no es un hongo nacido a la humedad de nobles demócratas de toda la vida, sino una construcción, trabajosa, pero que ha servido y se mantiene en buena salud, que dependía en su primer germinar de unas leyes franquistas. Suene mal o bien. “Así que, a todos los efectos jurídicos y políticos, la Constitución de 1978 surge de una reforma de la constitución franquista y de sus Leyes Fundamentales”.
La próxima semana, d. v., seguimos, que ya se ha superado el espacio de este artículo con creces. Lo haremos con el contraste de política protestante respecto a ese pueblo de procesión, y con referencia a la situación en la Constitución de las naciones históricas.
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