Cuando Dios hace un milagro, todo cambia

21 DE SEPTIEMBRE DE 2014 · 05:30

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Tal día como hoy, mi buen amigo Paco me contaba el grave pronóstico que le había comunicado su médico otorrino, respecto a la reproducción de un nuevo tumor en su único oído sano.

Tal fue el impacto que nos produjo la desdichada noticia de ese tumor corrosivo en su oído derecho, que nos pusimos a orar fervientemente a Dios una buena parte de nuestra congregación que, precisamente en esa fecha, se encontraba en unas jornadas de oración y ayuno.

El mismo día que recibimos la grave noticia de su alarmante diagnóstico que preconizaba una sordera total y unas secuelas que podrían derivar hasta en una posible meningitis, los ancianos de la iglesia, de común acuerdo con nuestro hermano Paco, pudimos ungirlo con aceite en el Nombre del Señor Jesús (tal como nos sugieren las Sagradas Escrituras).

Lo cierto es que inicialmente fuimos muchos los que tuvimos un gran pesar por él pero, a medida que transcurrían los días, el mismo Señor nos iba impartiendo una gran paz y una creciente confianza de que el milagro era más que posible. Especialmente nuestro querido hermano Paco se sentía totalmente invadido por una fuerte convicción de que Dios tenía el control de la situación y de que algo grande y poderoso iba a hacer el Señor en su maltrecho oído. Apenas unos días después, le practicaron de nuevo un T.A.C. completo y, poco después, su especialista le comunicaba, sorprendido por el milagroso cambio, la completa desaparición de ese peligroso tumor. Apenas se observaba una leve infección en su oído, que remitió rápidamente. Hemos de reconocer con sincera humildad, nuestra poca fe en el poder actual de Dios y, especialmente, en ocasiones donde se nos presentan este tipo de desafíos. Pero en esta ocasión podemos dar testimonio público de que el Dios nuestro ha obrado el milagro y por ello tenemos que reconocer que Él es grande y poderoso en gran manera y hacedor de maravillas como lo era antaño y, visto lo visto, lo sigue siendo también hoy.

Por lo tanto, a estas alturas y sin ningún recato, gritamos a viva voz un emocionado y jubiloso ¡Gloria a Dios!

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