El libro que dio forma a la literatura

La Biblia no fue escrita para ser demostrada científica o empíricamente, sino para establecer una comunicación, restablecer un diálogo.

14 DE SEPTIEMBRE DE 2014 · 05:10

Foto: Patrick Goethe.,libros, literatura, preferiría no hacerlo, el libro que dio forma al mundo
Foto: Patrick Goethe.

En abril de 2014, dentro del encuentro de la Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos (ADECE), pude exponer algunas ideas acerca del arte narrativo de la Biblia, y Dios como Autor, en la conferencia “Escrito en piedra”, cuya redacción espero concluir pronto para su publicación. Para una parte de la conferencia empleé como referencia el libro de Vishal Mangalwadi El libro que dio forma al mundo: Cómo la Biblia creó el alma de la civilización occidental. A modo de avance del texto completo, y aprovechando para reseñar el citado libro, pongo a disposición de los lectores de nuestra columna este extracto.

Para mí, la literatura es una mirada a la vida desde una ventana, es decir, el libro. Desde el interior no podemos observar el resto del edificio, y el punto de vista está al mismo tiempo limitado, encuadrado, definido. Depende de cada escritor elegir qué es importante destacar desde su situación y ángulo de visión; si dejará entrar más luz en la estancia, si es importante mantener el interior ordenado, a qué horas ocurren cosas interesantes que mirar; si se centrará en una área determinada o tratará de abarcar todo lo posible, si le importan los detalles cotidianos o las cosas que suceden, si será exhaustivo y qué aprenderá de lo que contempla, si debería compartir lo que está observando o se lo quedará para sí.

Empleo esta imagen porque me encanta observar por la ventana, porque nos proporciona el motivo de narrar, y además explica una de las razones por las que la Biblia nos habla a través de historias. La Biblia, si bien fue redactada por varios autores, y tuvo una gestación lenta y llena de historias paralelas, sigue una estructura, una trama planeada por su Autor, contiene su inspiración y su revelación. De otro modo, no podría ser ese libro que lee nuestras vidas y nos muestra que somos copia, lenguaje y expresión de Dios; el lenguaje adquiere sentido a imagen y semejanza de aquél que nos ha creado, parafraseando aquella cita de George Steiner: “creamos porque hemos sido creados”.

Este es el propósito de la Biblia: no fue escrita para ser demostrada científica o empíricamente, sino para establecer una comunicación, restablecer un diálogo. He de confesar que las reflexiones más enriquecedoras sobre la Biblia no las he hallado en los libros de teología, sino en la Biblia misma. No existe otro libro que pueda interpretarse a sí mismo, ni del modo en que la Biblia lo hace consigo misma.

“La literatura es algo que interpretamos”, dice Vishal Mangalwadi, filósofo indio. La revelación también nos interpreta y nos evalúa a nosotros. Se abalanza sobre nosotros y nos juzga. En la Biblia, la revelación entró por medio de la literatura (el Verbo), convirtiéndose en un estándar trascendente que promovía la autocrítica y la reforma, llegando a destruir las falsas ideologías que la gente edificaba alrededor de la revelación. Por medio de la revelación la humanidad podía conocer simultáneamente el amor y el castigo de Dios. Dios habla al hombre con preguntas, lo interroga y cuestiona. Sin embargo, por cada respuesta que se nos ocurra dar, surgirán otras docenas de preguntas sin resolver, de ahí que Dios nos hable mediante un proceso, en el centro de las encrucijadas y en los instantes que menos útiles nos parecen. Dios habla a su creación, pero siempre en continuo movimiento. Y cuando Dios tiene que decir a alguien una cosa muy importante, él se lo dirá directamente. También es cierto que el hecho de haber empleado una zarza ardiendo no significa que tengamos que presenciar necesariamente un milagro semejante para escucharle. Más allá de esto, lo que hallamos en los textos bíblicos es una invitación: a meditar, a compartir una oración (que solo es posible si el Creador es una persona, puesto que orar incluye conversar de manera racional); también se nos invita a escuchar una historia, discutir un aspecto que muchas veces varía dependiendo del lector, dependiendo del momento vital de ese mismo lector.

A veces nos conmueve, pero otras nos desafía, pone patas arriba nuestra forma de pensar. Y aquí lanzo la pregunta: ¿Qué pasaría si elimináramos de la Biblia todo aquello que ofende nuestras sensibilidades? Pero Dios no nos elimina de su obra. Dios no nos aparta de la ecuación. No pretende que podamos ser arrancados de la cultura, justo al contrario de lo que hacemos con su punto de vista. Tolera nuestras dudas; fijémonos en Job: “la poesía bíblica incluye un penetrante cuestionamiento de Dios frente al sufrimiento y la injusticia (…) y él queda como única fuente disponible para darnos significado y derecho a dictar un juicio moral”, dice Vishal Mangalwadi en su excelente libro sobre cómo la Biblia contribuyó a crear el alma de la civilización occidental, desde el curioso punto de vista de un cristiano indio. Me gusta una confesión que realiza más adelante, muy pertinente sobre el tema que nos ocupa: “mis profesores sostenían que, aunque ellos escribían libros, su Creador nunca podría presentar su punto de vista. Hablaban como si, aunque ellos podían hablar, su Creador nunca podría hablar. Eso parecía arrogante. ¿Y si resulta que ellos escribían libros debido a que fueron hechos a imagen de alguien que originó el pensamiento y la comunicación?”. El diálogo entre Dios y el hombre, aunque nos parezca raro, nunca fue unilateral.

 

El libro que dio forma a la literatura

Vayamos a una historia de la Biblia que tiene que ver con el punto de vista de Dios acerca del lenguaje. Se nos cuenta en Génesis 11 la historia de la construcción de una ciudad con una torre capaz de alcanzar el cielo. La construcción de esa torre otorgaría dos cosas: fama, y evitar la desintegración.

Es un texto complejo, con lecturas a diferentes niveles, con un interesante matiz en esa palabra, Babel, cuya sonoridad recuerda al verbo hebreo que significa confundir. Pero lo que quería señalar ahora es la respuesta de Dios. “Confundir su idioma”, esa es su idea. Esa confusión a la que se alude aquí tiene mucho que ver con la idea de la dispersión. Es una nueva prefiguración de la temida diáspora. Imaginemos que rompemos un papel en pedazos y tiramos esos pedazos por la ventana. El viento arrastrará los fragmentos, y cada uno de ellos seguirá su propio trayecto. Imaginemos ahora que uno de esos fragmentos se queda por aquí, otro es encontrado al otro extremo del barrio, y uno más cubre tanto recorrido que llega a un lugar en el que nunca se ha visto nada semejante a esos dibujos extraños, porque allí lo que se habla no se recoge en un manuscrito. Ninguna de esas personas que encuentre cada fragmento podrá llegar jamás al origen, porque no podrán ver el momento en que hemos partido el papel. Sí encontrarán similitudes, sus nietos podrán estudiar y discutir el fragmento del otro, y sin embargo para cada uno tendrá importancia el suyo propio. No es exactamente así como ocurrió, pero se acerca la idea de confusión a la que se apunta en el texto.

El texto de Génesis 11 confronta la iniciativa del ser humano con la de Dios. A lo largo de la Biblia podremos comprobar que el hombre escribe sobre materiales poco duraderos: papiro, o bien barro. Dios es el único que escribe sobre piedra (Éxodo 31:18; Deut. 9:10). Y aún hay más: frente a la lectura que suele realizarse de este y otros textos que presentan a Dios como un ser caprichoso, vengativo y cruel, se nos muestra la realidad de que el castigo sobre los humanos en Babel es el de la pluralidad de lenguas. Qué curioso castigo, para tratarse de alguien vengativo: responder a la arrogancia con la diversidad, con la riqueza cultural. Así procede el Autor que escribe en piedra. Porque la escritura no es solo aquello que trazamos en un papel para no olvidarlo (eso lo fue en una época, pero no ahora). La escritura se produce sobre el corazón, es un intento de tocar la piel de un receptor, una alteración del terreno. La escritura siempre deja huella; de ahí el error de idealizar al escritor, que no es tan importante como aquello que escribe sobre una superficie caduca. Los seres humanos escribimos cuando empezamos a temer al olvido; lo hicimos sobre el agua, y antes en el aire e incluso sobre la carne cuando lo único con lo que apenas contábamos era la tradición oral; cuando quisimos conservar por más tiempo, no sé si por desconfianza o por pretensión de inmortalidad, fuimos del barro a la tablilla, del papiro egipcio al papel de arroz, del quarto al folio, del libro a la tinta electrónica. Y se especula de nuevo con la proyección del holograma en los nuevos dispositivos.

Hace siglo y medio salió un pequeño libro, llamado El fin de los libros, escrito por un inventor francés llamado Octave Uzanne, que ya anticipaba el fin de los libros tal y como los conocemos hoy; predecía que serían sustituidos por unos rollos sonoros que nos ahorrarían el esfuerzo de leer, lo que nos volvería más estúpidos y nos llevaría a otra nueva confusión. Su sentencia final era ciertamente escalofriante: los propios males del libro lo condenan. En cambio, el Hijo del Hombre despierta nuestra atención incluso con aquello que dejó escrito en la arena (en aquella situación con la mujer adúltera); no os podéis imaginar la de horas que he dedicado a pensar qué escribió, qué trazos imposibles… como nos recuerda una cita de Jacques Ellul, en la Biblia se nos habla precisamente con “lo que se ha dejado en suspenso, en los márgenes”. “Conozco a Dios en los márgenes de la fe”, decía también un verso suelto que compuso el poeta católico Carles Duarte.

Con las novelas que surgieron a inicios del siglo XX, tan imponentes y complejas, con su pretensión de reunir entre sus páginas el sentido y el rumbo de una nación, paralelamente a la aparición del fenómeno arquitectónico de los rascacielos, resurgimos a un nuevo Babel. Cuántas veces no hemos intentado etiquetar a un libro (bueno o malo, es indiferente) de la Gran Novela Americana. En la actualidad, nuestra confusión viene otra vez, afortunadamente, con la diversidad cultural y lingüística. La inmigración no es un asunto reciente. Evita nuestra arrogancia, y nos sitúa en el suelo. Desplaza nuestro querido ombligo occidental, al recordarnos que los conflictos cambian pero son los mismos, y que Europa no necesariamente es la solución a todos ellos. De hecho, si miramos nuestro mundo desde la densidad demográfica, veremos que ni mucho menos somos los más numerosos. Desde el punto de vista literario, el conocimiento y el número de traducciones cada vez mayor de narradores, digamos “extranjeros”, abre las posibilidades y las lecturas, nos permite descubrir nuevas tradiciones. En la actualidad, hay cantidad de autores de procedencia ajena al país en el que han nacido que buscan en sus raíces, ofreciendo en algunos casos visiones únicas de su propia patria extranjera. Y se produce algo muy curioso que apunta el triestino Claudio Magris (Premio Príncipe de Asturias en 2004) en su libro El Danubio (allí se escribe sobre la vida y la literatura nacida alrededor del gran río europeo): “para encaminarse hacia la verdad y el amor hay que desarraigarse, marcharse y alejarse de casa, desprenderse de cualquier vínculo inmediato y de cualquier religio de origen, como en la dura página del Evangelio en la que Cristo le pregunta a su madre qué existe entre ellos dos”. Y más adelante se nos imagina como europeos aventurándonos “por el desierto, cada vez más lejos de la Tierra Prometida”.

La Biblia es en esencia un intento de reconciliación con el Padre. Y no duda en emplear una amplia pluralidad de autores para un mismo mensaje esencial, para una misma revelación que depende de la única fuente del Autor que escribe en piedra. El intelectual indio nombrado antes lo explica con el ejemplo de una flor de loto: “Claramente dependía de la química y del clima. Era química. También era vulnerable a los insectos y a los seres humanos. Pero, ¿podría también ser obra de la mano de Dios? Cada uno de nosotros escribía lo que nuestros profesores nos revelaban. Mis notas eran diferentes a las de mis amigos, tal como cada flor de loto es diferente de todas las demás. Sin embargo, lo que mis amigos y yo escribíamos eran palabras y pensamientos del mismo profesor. ¿Por qué no podrían las palabras que llevan la firma de varios autores ser Palabra de un solo Dios? (…) Los filósofos de principios del Siglo de las Luces, como Descartes, cometieron un error sencillo. Dieron por sentado que, puesto que tenemos ojos, podemos ver por nosotros mismos sin ninguna ayuda no humana. Nuestros ojos son tan maravillosos como nuestro intelecto, pero los ojos necesitan luz. ¿Por qué iban a existir los ojos si no hubiera luz? Si el intelecto no puede saber la verdad, tal vez necesita la luz de la revelación. De hecho, el intelecto no puede saber nada sin revelación. Me parece que la existencia del intelecto requiere la existencia previa de la revelación y la comunicación. Descartar a priori la revelación era poner confianza en los ojos mientras se excluye a la luz”.

Otro aspecto del Gran Autor que encontramos en la Biblia es la formación de modelos. Podemos creer en las historias recogidas en la Biblia, sin embargo lo más importante de ellas, por encima de su verosimilitud, es la capacidad para crear modelos originales en los que fijarnos. Acordémonos, por ejemplo, del padre Mapple en Moby Dick, de Melville, quien destaca un elemento fundamental dentro de la historia de Jonás: su valor como modelo de arrepentimiento. O el carácter épico de la conversión de Saulo, equivalente a la metamorfosis que se produce en cualquier novelista cuando se enciende la bombilla. Ese concepto de derrota como forma de vida, tan presente en Cervantes, da sentido a la experiencia del lector que se acerca a las páginas del Libro esperando un atisbo de gracia. En la Biblia, uno encuentra una prosa de carácter concreto, cotidiano, corporal, tremendamente vital. Las preguntas tan definitivas, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? adquieren en el contexto bíblico un sentido concreto y claro, no carente de respuestas, pues tampoco falta una poética, esa reflexión sobre el significado de la creación misma, ese devenir de lo abstracto a lo concreto que encontramos en todos y cada uno de los personajes, desde Abraham hasta Pablo. Dice C. S. Lewis: “Sin posibles predecesores o sucesores conocidos, la Biblia se anticipó en siglos a la técnica propia de la narrativa moderna de ficción realista. Es cierto: solo a Dios podría ocurrírsele un clímax en el que él se ofrezca a sí mismo en la persona de Cristo, esa entrega de su hijo que convierte en perfecto el eje narrativo de la historia bíblica; ese abandono que Cristo hace de sí mismo, un abandono sobrenaturalmente humano y carnalmente espiritual, es asombroso en el más amplio sentido del término”. La negación del Verbo, la resurrección de la Palabra, no nos puede dejar indiferentes.

Se nos obliga a mirar y aceptar (como mínimo admitir) que a ninguno se nos hubiera pasado por la cabeza restablecer una relación por medio de un perdón tan sangriento y quieto que hace retroceder a la Muerte, a través de una resurrección abrumadoramente coherente. En la Biblia tenemos dos enfoques distintos. En el Antiguo Testamento, vamos a beber promesas. En el Nuevo, tenemos el cumplimiento, la asimilación. Si os fijáis, en el Antiguo se anuncia todo antes de ser hecho. En el Nuevo Testamento, lo que cuenta son los hechos. Y es por eso que el mensaje de Cristo funciona: él vino, estuvo entre nosotros, regresó con el Padre, habla de palabra (Antiguo Testamento) y con hechos (Evangelios). La validez de los textos bíblicos no dependen de una fiabilidad histórica o arqueológica (aunque la arqueología haya demostrado un par de cosas); dependen de la fiabilidad del que habla, y en ese sentido esa fiabilidad no puede ser refutada tranquilamente.

El libro que dio forma al mundo: Cómo la Biblia creó el alma de la civilización occidental, Vishal Mangalwadi, Nelson, 2011.

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