Las profecías del juicio final

Marco Antonio Gómez, Francisco Domínguez, Carlos A. Guzmán y Yohana Díaz. Grupo Editorial Tomo, México D.F., 150 páginas.

04 DE JULIO DE 2014 · 22:00

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las profecías del Juicio final, Juan Antonio Monroy, reseña

Cuatro autores mejicanos se dan la mano para ofrecernos esta obra en la que especulan con las principales profecías que se han dado sobre el hipotético fin del mundo desde el primer siglo hasta nuestros días. Digamos que todos los que escribieron sobre este tema, que sólo Dios y nadie más que Dios conoce su desenlace, quedaron en ridículo al comprobarse que nada de lo que anunciaban como seguro se cumplió. Fue el caso de quienes diagnosticaron que el mundo llegaría a su fin el 25 de diciembre de 1999 y más tarde el 25 de diciembre del 2012. Las fatalidades anticipadas nunca tuvieron lugar y el mundo siguió y sigue su marcha, aunque por lo que estamos viendo en este 2014, de mal en peor. En la breve lista de profecías que anunciaron el fin del mundo para fechas determinadas, los autores incluyen al Apocalipsis, último libro de la Biblia, revelado por Jesucristo en la isla griega de Patmos al apóstol San Juan, se cree que en alguna fecha entre los años 90 y 95 de la era cristiana. Pero los centenares de comentarios escritos sobre éste libro no ven en él profecía alguna sobre el fin del mundo. Aciertan los autores cuando dicen que “los escritos de San Juan eran revelaciones llenas de esperanza para los cristianos perseguidos, para que supieran que el triunfo y la justicia de Dios siempre se encontrará por encima de la crueldad y la maldad”, pero considero absurdo incluir el Apocalipsis en la misma relación de los muchos falsos profetas que en el mundo han sido. Nostradamus, en realidad Michel de Notre Dame, fue un médico y astrólogo que nació y murió en Francia en el siglo XVI. Escribió en latín unas 1.100 cuartetas anunciando catástrofes mundiales. En una de ellas, la número 72, anunciaba el fin del mundo para el año 1999. Quince años han pasado y el mundo sigue girando, como en el tango de Carlos Gardel. Nostradamus no puede pedir disculpas. Hace nueve siglos que yace bajo tierra. El periodista italiano Pier Carpi recogió en un libro los textos que se conocen como LAS PROFECÍAS DE JUAN XXIII. Se refiere al Papa de nuestros tiempos, el promotor del Concilio Vaticano II, el de la supuesta apertura ecuménica. Según éste Papa, el fin del mundo llegará cuando escuchemos truenos en Oriente. Entonces, agrega, “la Virgen Santísima descenderá a la tierra. Traerá de las tinieblas una palabra que todos comprenderán. Habrá llegado la hora de las cartas”. Los truenos procedentes de Oriente han venido martilleando el mundo desde siglos, desde los hermanos Macabeos, desde la caída de Jerusalén el año 70. Quien no ha aparecido en lugar alguno de la tierra es la madre de Jesucristo. ¿Para qué? ¿Para repetirnos que hagamos lo que nos diga el Hijo? La Virgen está bien en su morada celestial. Aquí hay demasiada basura, mucho barro. Los autores de LAS PROFECÍAS DEL JUICIO FINAL analizan los vaticinios mayas, las tribus aztecas. Dicen lo que dijo un personaje misterioso de aquella tribu, Quetzalcóatl, a quien se atribuye la profecía de que el juicio final y la desaparición de la tierra tendrían lugar el año 2000. Descanse en paz ese sacerdote, o caudillo, donde quiera que esté. Aquí todo sigue igual. O peor. El 19 de septiembre de 1846 en La Salette, pequeño pueblo francés, corrió la voz de que la Virgen se había aparecido a dos niños pastores de 14 años, Melania la niña, Maximino el niño. Parece ser que la supuesta Virgen aparece siempre a pastores analfabetos, jamás a un científico o a un filósofo. Dicen que la Virgen dijo a los dos niños que los últimos tiempos estaban cercanos. “La luna no reflejará más que una débil luz rojiza. El agua y el fuego causarán en el globo terrestre movimientos convulsivos y horribles, terremotos tragarán ciudades enteras”. ¿Alguien ha presenciado tales catástrofes en nuestros días? Terremotos los ha habido siempre, desde que Adán nació del barro en el Edén. En la primera mitad del siglo XI nació en Jerusalén un monje benedictino conocido como Juan de Jerusalén. También éste se metió a profeta. Se cree que fue uno de los fundadores de la Orden de Los Templarios. Sus cuarenta profecías las inicia con la frase “cuando llegue el año mil que sigue al año mil”… Inteligente, Juan de Jerusalén no señaló una fecha concreta para el fin del mundo. Sus intérpretes especulan con hechos y concluyen que el monje señalaba el fin del mundo y el día del juicio para el año 2000, el mil que siguió al mil. No podían faltar los primitivos habitantes del continente descubierto (¿descubierto?) por Colón. Los antiguos Hopis también reclamaban espíritu profético. En uno de sus escritos, interpretado y conservado en Arizona, se lee: “Un día habrá una carretera en el cielo y una máquina pasará por ella y dejará caer una calabaza de cenizas y destruirá a la población y hará hervir la Tierra”. ¿Hay carreteras en el cielo? ¿Cultivan allí calabazas? La gran pirámide de Keops, en Egipto, ha sido tan interpretada como la Biblia. En la actualidad se nos dice que la pirámide guarda una profecía según la cual el final del mundo ocurrirá el año 2030. ¡Qué alivio! ¡Aún nos quedan 16 años en este valle de lágrimas! Más famosas son las profecías de Malaquías, llamado san Malaquías. Nació en Irlanda del Norte cuando acababa el siglo XI. Se le atribuyen una serie de profecías referentes a los papas. Algunos estudiosos de la figura del supuesto profeta y vidente sostienen que las tales profecías no las escribió él, sino un tal Arnoldo de Wion, quien las publicó cuando Malaquías llevaba 400 años muerto. En cualquier caso, ninguna de las profecías ha tenido cumplimiento. En el último capítulo del libro los autores presentan una lista de los falsos profetas que más han destacado. Podrían haber ahorrado las páginas. No ha habido más profetas verdaderos que los que figuran en la primera parte de la Biblia. El fin del mundo y el día del gran juicio final sólo Dios los conoce. En palabras de Cristo: “Del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles del cielo, sino sólo mi Padre” (Mateo 24:35).

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