Los fantasmas de Europa

Es una tontería pretender eso de “aprender de nuestros errores para no volver a repetirlos”, porque si algo caracteriza al ser humano es que le daremos a los errores un nuevo nombre.

30 DE MAYO DE 2014 · 22:00

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	Edgar Quinet Boulevard. Los ni&ntilde;os s&oacute;lo saben de juegos de guerra. Son futuros soldados esperando al enemigo. / Charles Lansiaux</p>
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Edgar Quinet Boulevard. Los niños sólo saben de juegos de guerra. Son futuros soldados esperando al enemigo. / Charles Lansiaux

Llevo mucho queriendo escribir sobre el advenimiento del centenario de la Primera Guerra Mundial y su celebración en Europa.El domingo pasado Jordi Torrents acertó mucho en su visión de nuestro continente desde el punto de vista literario con el análisis de Los Dukay, la novela de Lajos Zilahy. En los correos internos que nos intercambiamos semanalmente, le dije que yo llevaba tiempo en que había querido hacer otra lectura similar a partir de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez, quien además de ser uno de los primeros autodenominados escritores de best-sellers del mundo, fue un político comprometido y decente que supo observar con acierto el mundo que le tocó vivir. Hace un par de semanas, el laureado Jordi Évole entrevistaba al presidente de la república de Uruguay, José Mujica, y este señor, sentado en chándal en su rancho, decía que Europa estaba haciendo las cosas mal políticamente porque no se daba cuenta de su propia decadencia. Desde luego, en la publicidad que nos han hecho llegar en esta pasada campaña electoral, la imagen corporativa de Europa intenta ser todo menos decadente. O al menos intenta, por todos los medios, disimular su hálito apolillado y disfrazar sus viejos salones de té austrohúngaros bajo una capa de sofisticación y modernidad. Supongo que parte del desencanto y de la decadencia viene de los propios europeos, que la mayor parte del tiempo no se sienten como tales. Europa es una amalgama de culturas y pueblos desconectados que tiende, cada vez más, a la fragmentación. Es una paradoja que pretenda ser una unión. La Europa de hoy no es diferente a la Europa que hace cien años decidió ir a la guerra. Solo que ahora nos creemos más diplomáticos, y en vez de bayonetas se utilizan mecanismos de presión, leyes o sanciones económicas cuando algún país no hace lo que se supone que debe hacer en pro de la convivencia pacífica. La razón de ello es quelos viejos fantasmas que se conmemoran hoy con la Primera Guerra Mundial, los de una contienda que dividió el continente una vez más, resurgen con diferentes formas y el mismo contenido cada pocas décadas. Hoy la gente se sorprende del auge de la extrema derecha en Francia, de cómo, a pesar de que todos conocemos sus peligros, su semilla ha vuelto a asentarse y a brotar, y ha florecido otorgándole una mayoría nada desdeñable a Le Pen. Igual que Amanecer Dorado en Grecia. No es nada nuevo, y sin embargo, nos sigue sorprendiendo. Es una tontería pretender eso de “aprender de nuestros errores para no volver a repetirlos”, porque si algo caracteriza al ser humano es que le daremos a los errores un nuevo nombre, diremos que son fruto de un contexto determinado, y en cuanto se nos crucen los cables volveremos a lanzarnos a sus brazos con la excusa de su lejanía en nuestras conciencias. Con la excusa de que ya hemos aprendido y que podemos controlarlo. La misma excusa del que asegura que puede dejar de fumar en cuanto se lo proponga. Blasco Ibáñez, al comienzo de sus cuatro jinetes, muestra una escena en la que los jovencitos de clase alta, ilusos y felices, observaban desde las terrazas de los bares el avance de la guerra en los cartelones informativos de las plazas de la ciudad, esperando felices su turno de ser llamados a filas. No tenían ni idea de la realidad del frente, ni de los horrores de la guerra. La Primera Guerra Mundial fue el campo de pruebas de la primera munición moderna, de las armas biológicas, de la utilización de la población civil como elemento decisivo en la contienda. Aquellos jovencitos felices no sabían lo que se les venía encima, porque ellos tenían sus mentes adiestradas hacia el antiguo modelo, el de antes de la Revolución Industrial, antes del auge del comunismo, un divertimento de los ejércitos que ocurría en sitios donde nadie podía mirar. La Gran Guerra fue la primera que se llevó fotógrafos al frente, y ese fue un cambio definitivo para la conciencia de los espectadores. Entonces conocieron el horror, el dolor y el hedor de la pólvora del frente. Conocieron que sus gobernantes no actuaban a favor del pueblo, sino de sí mismos, de sus egos y de sus ansias de poder. Lo asombroso es que pocas décadas después, después de reyes derrocados, después de la Revolución Rusa, de la instauración de democracias y de repúblicas en toda Europa, el ego de los gobernantes y su ansia de poder volvió a brotar de los viejos lodos, esta vez de manos de Hitler. Como si nada. La cuestión de todo esto es que quizá sea un buen momento para plantearnos que nuestra visión de Europa, de sus alabadas virtudes y de sus cantos a la armonía en los videos de promoción del festival de Eurovisión, es una ñoñería ilusoria que nos oculta la verdad que hay detrás. Esa verdad tiene forma de un problema muy grande, y muy inevitable. Evitar mirar la decadencia de un modelo europeo que nunca ha llegado a florecer, excepto pequeños brotes esporádicos, no es una forma de evitarla. Más bien, es una forma de sumergirnos en ella. Como los niños que jugaban en París en 1915 a ser soldados sin darse cuenta de que la guerra venía a comérselos, primero a ellos y después a sus descendientes. [Fotografía facilitada por la Biblioteca Histórica de la Villa de París (BHVP) bajo el título "Edgar Quinet Boulevard. Los niños sólo saben de juegos de guerra. Son futuros soldados esperando al enemigo" tomada en el mes de abril de 1915 por el fotógrafo francés Charles Lansiaux (1855-1939) en París (Francia) durante la Primera Guerra Mundial. /CHARLES LANSIAUX / BHVP / ROGER(EFE)].

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Preferiría no hacerlo - Los fantasmas de Europa