La última guardia del centurión

Segundo áccesit en la modalidad de Relato del Certamen Literario González-Waris, premiado en el 2014.

17 DE MAYO DE 2014 · 22:00

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Ya de por sí, se sabe que el tiempo es intangible y escapa además a todo esfuerzo humano de retención, ralentización o aceleración. Pero en Judea incluso llegaba a ser imposible de calcular. Existían días que parecían no haber existido jamás. Nacían con el primer sol de la mañana y morían a la luz de una luna pálida y un cielo tenebroso, antes de que se pudiesen, ni tan siquiera, apreciar. Sin embargo, había otros días que, en contra de todo empuje anímico y moral que el más fuerte de los hombres fuese capaz de dar, no lograban avanzar y resistían con firmeza su lento paso. Pocos meses me habían servido para darme cuenta de quienes eran los judíos, cómo vivían e impregnarme con su cultura, manteniendo siempre la distancia adecuada y prudente. Por aquellas gentes curiosas, de pelo rizado y nariz voluminosa, había abandonado mi casa, mi tierra natal, la patria que me había visto crecer. La Roma de los grandes templos y las maravillosas edificaciones había quedado atrás en pos de un paisaje campestre, repleto de tierras que trabajar y plagado de olivos. En ocasiones lo odiaba. Odiaba todo cuanto aquellos campos pudiesen producir y a todo el que en ellos habitaba. Pero en el fondo de mi corazón sabía a la perfección que Roma me había preparado y Judea me había convertido. Papá había sido un célebre arquero de los ejércitos del Imperio. Había combatido en los territorios del sur de la Galia donde se le conocía por su precisión letal. Mientras tanto yo me había criado sólo con mamá, en nuestra casa en las periferias de Roma, sin hermanos ni amigos con los que jugar o compartir infancia. Un día mi padre regresó de la guerra condecorado y ascendido de rango. El recibimiento fue sublime. Mamá y todo el mundo que lo conocía lo daba por muerto, así que se organizó una gran fiesta que duró semanas y semanas. Pero la vida de Indilio Casto, que así se llamaba mi padre, no era la misma. Tras aquellas semanas de celebración llegó su absoluta jubilación del ejército. Su única actividad era la de enseñar a los futuros arqueros a disparar correctamente en la arquería, donde solía pasar todas las tardes. Había colgado su arco en una especia de repisa tallada por el mismo y cada mañana al despertar lo contemplaba durante unos minutos. Su relación con su esposa se limitaba a algunos encuentros amorosos y poca cosa más. Y respecto a mí, no dejaba de mirarme como si fuese un extraño al que no reconocía ni en el más recóndito de sus recuerdos. Un día escuché un llanto por casa, pero no supe de qué lugar venía. Así que me puse a buscarlo, con la sorpresa de escucharlo más fuerte cada vez que pasaba junto al dormitorio de mis padres. Pese a mi escepticismo inicial me aventuré en la cámara hasta que pude distinguir la silueta de mi padre, sentada en su cama y de espaldas a la puerta. Sostenía su viejo arco entre las manos y lloraba de manera desenfrenada. De pronto, giró su cabeza hasta que nuestras miradas conectaron ipso facto. — Nunca mates a nadie —murmuró entre sollozos—. Yo sólo he sabido hacer eso a lo largo de mi vida y pesa demasiado. Una semana después le sepultamos. Los médicos decían que había muerto por causas naturales pero yo sabía que la tristeza había diezmado su corazón hasta pararlo. El único recuerdo que pude conservar de él fue su arco, en el que había una inscripción que rezaba: Hoc telum cadit errant. Que esta flecha yerre al caer. Pocos días después del entierro quebré el arco y lo vendí a una ebanista por un par de dupondios. Aquel fue el final de mi relación con papá y el inicio de mi carrera militar puesto que me inscribí en la escuela de legionarios que había al lado de casa y cuatro años después embarqué rumbo a Judea. Mamá lloraba mucho en la despedida y no sabía muy bien qué hacer o cómo calmarla. — ¡Primero tu padre y ahora tú! —gritaba en mitad del puerto—. ¡Malditos seáis por abandonarme a mi suerte! ¡Malditos seáis! Aquellos gritos me acompañaron a lo largo de mi viaje por el Mediterráneo. No pude arrancarlos de mi corazón, donde se habían clavado con fuerza y veneno. Hasta que llegamos a Cesarea. Una vez en suelo palestino comencé a olvidar todo lo relacionado con Roma hasta que cualquier recuerdo desapareció en mi mente, que tan sólo pensaba en conseguir convertirse en un soldado de élite. A los pocos meses de mi desembarco en aquella región alejada de la mano de alguno de los dioses de nuestra inacabable lista de divinidades, comenzamos a realizar expediciones por el territorio y a difundir nuestra más severa disciplina entre aquellos pueblos que todavía no acababan de acostumbrarse a la invasión. Pese a que las órdenes eran hablar de “culturización”, yo sabía que lo que habíamos hecho los romanos era invadir. Recuerdo una noche en una taberna, mientras bebía con unos compañeros, a uno de los “intelectuales” del imperio que agitaba sus brazos sobre su taburete y vociferaba ante los rostros ebrios de los soldados y el cansancio y la lejanía de las caras locales: — Desde Roma esparcimos la cultura y la civilización al resto de tierras habitadas por la rufianería de pueblos analfabetos y salvajes como este —escupía a un público enmudecido por el alcohol y el odio—. Debéis estarnos agradecidos, judíos. Era contrario a aquella liturgia envenenada y repugnante. Pero durante el día, por los campos y pastos, me hacía portador de su bandera, de su escudo, de su estandarte e incluso de su espada. Poco a poco fui conociendo muchas verdades sobre Roma que quedaban ocultas a los ciudadanos que, como yo, habían nacido y crecido entre las bellas flores plantadas en los balcones de la capital. Con el paso de los meses el batallón de legionarios al que pertenecía fue desplazado hasta Jerusalén por tal de proteger la ciudad y sus periferias ante cualquier síntoma de rebelión que pudiese surgir. Los zelotes habían adquirido muchos adeptos y seguidores en todas las poblaciones y en más de una ocasión se encargaron de organizar revueltas y sublevaciones contra el imperio. Gracias al dios que fuere, el prefecto Poncio Pilato se había mantenido firme y había logrado organizar sus tropas para resistir las embestidas de un pueblo despojado de su propia soberanía. Los comandantes y centuriones de las diferentes legiones eran los que en realidad se encargaban de mantener a los judíos en su condición de conquistados, semana tras semana. Pilato únicamente se preocupaba de la recaudación de impuestos y de las relaciones institucionales con los sacerdotes del templo. Recuerdo muy bien una noche en la que detuvimos a un confidente zelote en la ciudad. Nos vestimos de campesinos y enfundamos nuestras espadas entre los pliegues de las telas que cubrían nuestras cinturas. Éramos tres. La operación no podía fallar, bajo amenaza de castigo en tal caso. Un compañero se adelantó y llamó a la puerta de la casa mientras el segundo y yo esperábamos tras una esquina a abalanzarnos sobre el hombre y capturarle. Pero la puerta no la abrió el supuesto zelote sino una niña pequeña que debía ser su hija. El compañero adelantado no supo responder ante tal situación y empuñando su espada entró en la casa. El suave siseo del filo de la hoja se escuchó blandiendo a través del aire. Unos leves gemidos rompieron el silencio de la noche. Los dos que esperábamos a la retaguardia entramos en la casa y descubrimos los cuerpos de la familia desangrándose y apagando sus respiraciones. Al instante cogimos el cuerpo de nuestro compañero, que observaba inerte la escena que había sido fruto de sus propias manos, y lo presentamos ante nuestro comandante, quien no dudó en sentenciarlo a muerte. Tanto mi compañero como yo estuvimos presentes en su ejecución. Nos condecoraron a los dos pero dejamos de ser bien vistos en la compañía. Con el paso de los días aquel chivatazo fue pesando más y más sobre mi conciencia, pero sólo sirvió para que me endureciese todavía más. El pueblo judío era un pueblo inconforme y revoltoso. No les caíamos nada bien los invasores y no desaprovechaban ninguna oportunidad en mostrárnoslo. Los zelotes continuaban con su habitual programa de revueltas y actividades contra la soberanía romana. Luego estaban los bandidos. Proliferaban con más fuerza y parecían emerger de un mundo escondido que era ilocalizable para cualquier soldado. Había un nombre que se había ganado el reconocimiento de la mayoría de ellos asesinando a legionarios y centuriones. Barrabás. Él sólo acaparaba la atención de toda mi compañía. El centurión, un tal Calosius, tenía organizada una búsqueda y captura a cambio de una valiosa recompensa, equivalente al salario de un legionario en treinta años de servicio. — ¡No me importa que me lo traigan vivo o repartido en mil trozos! —gritaba a su ayudante—. ¡Quiero a ese animal ante mí! Finalmente fue Barrabás el que cazó a Calosius. En una de las revueltas protagonizadas por los zelotes, el bandido había aparecido con sus hombres y se había enfrentado a los legionarios, reduciéndolos sin mucho esfuerzo. El centurión había resultado herido en una pierna y no pudo abandonar el improvisado campo de batalla. Al verle y reconocerle, Barrabás no dudó ni un solo segundo en acabar con su vida y regodearse en su sangre. De aquella manera fui ascendido a centurión. Sucediendo al cadáver del que había sido un ambicioso líder, quizás demasiado, no por méritos propios, sino porque era uno de los contados hombres de la compañía que no mostraban ningún temor ni piedad. A decir verdad, era incapaz de mostrar sentimiento o emoción alguna ante la barbarie de la lucha. Sentía que me había endurecido tanto como una roca. Muy lejos me quedaban ya los viejos juegos de niño con los que me divertía en Roma. A diferencia de Calosius, abusé de la retaguardia, el escondite y lo misterioso. Constantemente organizaba detenciones secretas de miembros zelotes y de bandidos. La presión a la que me habían sometido mis superiores para que capturase a Barrabás era insoportable y debía ir mostrándoles resultados hasta que lograse el gran objetivo. A los dos meses de ser nombrado centurión de la compañía mis hombres capturaron al famoso bandido en una emboscada. Sabía que nadie era perfecto y mucho menos aquel ladrón de tres al cuarto que en su tiempo libre se dedicaba a asesinar legionarios y soldados de Roma. Con Barrabás capturado y los zelotes reducidos comencé a ganar mucho respeto entre los hombres y los superiores. Pero entonces aparecieron los religiosos. Los sacerdotes judíos se acercaban a nuestro cuartel prácticamente cada día para denunciar las blasfemias que un hombre llamado Jesús iba diciendo. Fariseos, saduceos y el resto de sectas reclamaban lo que ellos consideraban justicia ante nuestras miradas exhaustas y pasotas. Desde el primer momento que les escuché hablar tuve claro que actuaban por envidia y que lo que menos les importaba era la integridad del pueblo. — Ese hombre destruye la moral de la gente y atenta contra nuestra sagrada ley — decían unos. — ¡Afirma ser el hijo de Dios! —explicaban otros. Yo observaba a los comandantes y superiores escucharles sin detenerse a pensar en aquello que decían. Después de la violencia de los zelotes y de Barrabás, ¿qué mal podían causar unas cuantas palabrerías dichas por algún lunático? Pero la tensión fue creciendo de manera desmesurada. Las quejas de los sacerdotes judíos iban ascendiendo en nuestro escalafón de rangos y cargos y cada vez ejercían más presión. Recuerdo que una vez me avisaron para prender a aquel hombre en el que nadie de nosotros encontrábamos una causa de preocupación. Al llegar al mercado estaba hablando con la multitud. Le miré y pude apreciar en sus ojos una mirada diferente a la del resto de humanos a los que había mirado. Rápidamente, los judíos le interrumpieron para preguntarle una cuestión sobre los tributos en forma de trampa, por tal de encontrar algún error en su discurso. — Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios —respondió. Los sacerdotes no pudieron hacer otra cosa que callar y regresar al templo rodeados de silencio e ira. Mis guardias regresaron con ellos pero yo me quedé observando fijamente a aquel hombre que, siendo un burdo carpintero, había enmudecido las lenguas de los que se hacían llamar doctos en la ley. Despertaba algo diferente en mí pero no podía reconocer de qué se trataba. Con el paso de los días y el advenimiento de la pascua, aquella fiesta ridícula para cualquier romano pero sagrada y muy importante para el pueblo judío, las discordias en cuanto al personaje de Jesús fueron en aumento y ya habían alcanzado un punto álgido del que no se podía retroceder. Las visitas de los sacerdotes de las diversas sectas más radicales se sucedían. Todos reclamaban la muerte de aquel al que yo tenía como un activista, un revolucionario de la paz. Una cierta noche se presentaron en el cuartel y me reclamaron unos cuantos guardias porque iban a capturarlo. Fue tanta su insistencia que por no escucharles más les cedí a seis hombres para que les acompañasen. Con ellos iba un tal Judas, uno de los hombres que había visto junto a aquel al que llamaban Jesús. Su rostro expresaba mucho miedo, pero no un miedo sincero, sino uno repleto de cobardía. Lo capturaron en el terreno que conocíamos como jardín de los olivos, llamado Getsemaní por los judíos. Cuando uno de los seis soldados regresó para dar la nueva de su captura explicó que uno de sus discípulos le había cortado la oreja derecha, pero que después Jesús se la había sanado con un simple gesto de sus manos. Me acerqué y contemplé la oreja del legionario. No se percibía ninguna cicatriz ni herida. Sin embargo, el tacto era como de piel nueva, de recién nacido. Llevaba años sin tocar algo tan suave. No pude ocultar mi sorpresa ante tal hecho, pero tuve que disimularla ante la continua y atenta mirada de los comandantes. No sé muy bien cómo sucedieron los hechos aquella noche. Cuando mis hombres volvieron explicaron que los judíos le habían estado interrogando e incluso algunos de ellos le habían golpeado. Después lo habían llevado ante el prefecto Pilato. Rápidamente me acerqué al palacio del representante de Roma en aquellas tierras. Estaba abarrotado. Se escuchaba un sonido como de látigo flagelando algo. Más tarde supe que aquel algo había sido la espalda del reo. Las voces de Poncio y de los sacerdotes se intercalaban en una intrincada discusión en la que éstos le reclamaban a la autoridad que crucificase a aquel hombre. El prefecto se negaba y explicaba que tanto el rey Herodes como él no habían hallado culpa alguna en Jesús. — Entonces también lo han llevado ante Herodes —susurré completando las lagunas que presentaban las informaciones de mis hombres. — Sí. Ese desgraciado lo tiene crudo —contestó un hombre que estaba junto a mí. No entendía el motivo, no sabía por qué pero las palabras de aquel viejo judío me habían causado un amargo dolor en el corazón. — ¡Dispérsate inmediatamente! —le grité echando mano al mango de la espada que relucía en mi cinturón. Rápidamente el hombrecillo corrió con las pocas fuerzas que le quedaban y quedé abrumado por una multitud sedienta de sangre, más que de justicia, que tan sólo parecía conocer la palabra muerte. Pilato, como solía hacer ante las situaciones de extrema presión, sacó un gran tazón cubierto en oro que contenía un poco de agua, y lavándose las manos cedió ante las peticiones de los sacerdotes y de la mayoría del pueblo judío que gritaba a una voz: — ¡Crucifícale! Cuando el hombre ya estuvo clavado en su cruz, la cual había tenido que cargar entre medio de insultos, maledicencias y arrebatos de odio, ya Barrabás liberado, me fue asignada la guardia de su cuerpo. Con un sentimiento que jamás llegué a comprender, me acerqué a los pies de aquel madero astillado por los muchos golpes recibidos y manchado con la sangre que sobre él se había derramado. El cielo se había oscurecido tenebrosamente. Lanzó un grito al cielo exclamando algo que no entendí y expiró. Al instante la tierra tembló y muchos de los que estaban por allí insultándole y riéndose de él se marcharon asustados. Yo que había visto cuerpos despellejados y cabezas cortadas, y que con mi misma mano había quitado vidas, sentí cómo la misma penumbra que había bañado el cielo se cernía sobre mi pecho. Entonces comprendí el significado de sus palabras. Entonces comprendí quién era él. — Verdaderamente este hombre era hijo de Dios.

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