Búsqueda de la verdad científica

Muchas interpretaciones que pasan por ser científicas están constituidas, en realidad, por una parte científica, pero por otra mucho más especulativa.

16 DE MAYO DE 2014 · 22:00

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Planta, a través de un microscopio.

La teoría del diseño inteligente propone que las causas naturales por sí solas no pueden explicar la complejidad que muestran ciertas estructuras y funciones de los seres vivos. Acepta, sin embargo, que muchas otras características de la naturaleza han podido originarse mediante el concurso de la selección natural actuando sobre las variaciones al azar, pero niega que la realidad de tal selección elimine la necesidad del diseño. ¿Es posible poner a prueba el diseño inteligente? Para que una teoría se considere científica es necesario que sus predicciones puedan ser puestas a prueba. Si resulta que éstas no se cumplen en la realidad, la teoría debe considerarse falsa. Pero si lo hacen, y consiguen superar el filtro de la “falsación” sugerido por Karl Popper, entonces la teoría en cuestión es científica. Como es sabido, este famoso filósofo de la ciencia, que se educó en Viena a principios del siglo XX, vivió con intensidad las discusiones intelectuales de su época en torno a dos grandes temas. Uno procedente de la psicología -el psicoanálisis de Freud- y el otro de la política -la lucha de clases de Marx-. Después de escuchar a proponentes y detractores de cada una de estas “teorías científicas”, Popper llegó a la conclusión de estar perdiendo el tiempo. Quienes defendían el psicoanálisis, a pesar de su falta de evidencia, atacaban a los oponentes arguyendo que éstos necesitaban ayuda mental. Por su parte, los que criticaban la teoría económica de Marx eran tildados de burgueses orgullosos e incompetentes. ¿Acaso no había manera de comprobar la veracidad de una teoría? Fue precisamente una conferencia de Albert Einstein lo que le proporcionó a Popper la respuesta. Después de exponer su teoría de la relatividad general, Einstein no se centró en las evidencias que la apoyaban sino en todo lo contrario. Señaló aquello que, en caso de encontrarse, demostraría sin lugar a dudas que su teoría era falsa. Esta era la diferencia fundamental entre la teoría del gran físico y las de Freud o Marx. Para saber si una teoría es verdaderamente científica no basta con aportar evidencias que la confirmen, es menester también definir un factor clave que, suponiendo que se diera, sería capaz de refutarla por completo. Popper descubrió que esta cualidad de ser rebatibles caracterizaba las teorías genuinas de la ciencia. Una teoría que no presente ningún factor clave capaz de falsearla o rebatirla no puede considerarse científica. Podría tratarse, por el contrario, de una teoría metafísica. Por eso, el psicoanálisis y las teorías económicas de Marx sucumbieron al paso de los años, mientras la teoría de la relatividad general continua explicando la física del universo. Popper se dio cuenta en seguida que, según este criterio de la falsación, el darwinismo no era tampoco una teoría científica porque no se podía poner a prueba. Es decir, no era contrastable[1]. Y aunque él reconocía las aportaciones positivas de la selección natural al conocimiento científico, concluyó que también se trataba, en realidad, de una teoría metafísica, pues sus predicciones estaban por encima del poder demostrativo de la ciencia. En efecto, cuando el darwinismo afirma que algo pudo haber ocurrido de tal o cual forma, dicha afirmación no constituye una prueba. Únicamente traslada una hipótesis desde el ámbito de la especulación infundada al de la especulación fundamentada en algún dato concreto. Desde luego, podría haber sido así, pero dicha posibilidad no es en sí misma una demostración irrefutable. Desafortunadamente, con demasiada frecuencia, el darwinismo supone que al poder identificar una determinada forma, estructura o función, aunque ésta sea improbable, toda su especulativa historia evolutiva queda confirmada. Sin embargo, esto no resuelve el problema. Simplemente se trata de una posible explicación que necesita ser evaluada frente a otras interpretaciones. Los estudios que procuran reconstruir la historia natural suelen tropezar frecuentemente con la pobreza de documentación que sería necesaria para llevarlos a cabo de manera apropiada. Esta escasez de datos genera cierta tendencia perniciosa a recurrir a las grandes teorías, como el darwinismo, y verlas como si fueran leyes de la naturaleza que lo explican todo. Esto hace que muchas interpretaciones que pasan por ser científicas estén constituidas, en realidad, por una parte científica pero por otra mucho más especulativa. Aparecen así justificaciones de todo tipo al estilo de, por ejemplo, “es imposible observar los mecanismos propuestos por el darwinismo ya que ocurren lentamente a lo largo de millones de años”; “el registro fósil no muestra las transiciones necesarias pues es pobre e incompleto”; aunque no sea un buen ejemplo, pues se demostró falso, “el rápido cambio en las famosas polillas del abedul podría ayudar a los escolares a entender el darwinismo”; etc. Una de las críticas que suele hacerse al diseño inteligente es que no es tampoco una teoría que pueda ponerse a prueba. En opinión de sus detractores, al no hacer predicciones que puedan comprobarse no sería una teoría científica. ¿Se trata quizás de otra teoría metafísica como el darwinismo? La respuesta es negativa. El diseño inteligente que evidencia el cosmos, a diferencia del darwinismo, sí puede ponerse a prueba. Por ejemplo, si alguien fuera capaz de demostrar “detalladamente” que cualquier sistema irreductiblemente complejo -como los muchos que propone el biólogo Michael Behe- se han podido formar sólo mediante el azar y la casualidad, entonces el diseño inteligente habría sido refutado. El secreto está en la palabra “detalladamente”. No vale aquí decir, por ejemplo, que una determinada estructura que actualmente forma parte de un órgano irreductiblemente complejo -como el ojo, la coagulación sanguínea o el flagelo bacteriano, etc.- y que, por tanto, cumple una función específica en la célula de un ser vivo, podía cumplir otra función distinta en el pasado. Hay que demostrar también que las miles de estructuras y funciones, así como los genes encargados de controlarlas, que acompañan a dicho ejemplo en cuestión formaron parte también de otras cosas diferentes y que paulatinamente fueron cambiando al azar hasta convertirse en lo que ahora son. ¿Sirvieron todas las moléculas y células de un ojo para otras funciones ajenas a la visión? ¿Se transformaron gradualmente gracias a la selección natural en lo que son hoy? ¿Es posible demostrar “detalladamente” algo así? Si alguien lo hiciera habría acabado para siempre con la teoría del diseño inteligente. A diferencia del darwinismo, el diseño inteligente es experimentable. Es decir, se puede poner a prueba y ver si es falso o no. Cualquier investigador que demuestre que los sistemas irreductiblemente complejos no existen, o que se han originado al azar, habrá rebatido por completo la teoría. Pero si esto no se consigue, si determinadas estructuras de los organismos se empeñan en evidenciar diseño real, entonces resulta que es el darwinismo el que queda cuestionado. A veces, algunos biólogos afirman que la teoría de Darwin está tan sólidamente establecida como la teoría de la relatividad general de Einstein. Sin embargo, ¿cuántos físicos están dispuestos a decir lo mismo?

[1]Popper, K. R., 1977, Búsqueda sin término, Tecnos, Madrid, pp. 230-232.

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