Los días siguientes al Gran Estallido

Primer áccesit en la modalidad de Relato del Certamen Literario González-Waris, premiado en el 2014.

10 DE MAYO DE 2014 · 22:00

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1. El impacto El universo se rompió en mil pedazos mientras todos dormían. Como si la vida estuviera hecha de eslabones, un ejército de luciérnagas huyó en todos los sentidos posibles a lo profundo de la noche. Un segundo después el silencio era espantoso. Solo algunos curiosos se asomaban a las ventanas indagando en la oscuridad. Quienquiera que lo hubiera hecho tuvo oportunidad de escapar por alguna calle lateral sin ser visto por nadie. Cuando aquellos pocos curiosos volvieron a sus camas, una sensación de vacío que hasta ahora nunca había conocido, se apoderó de toda las fronteras de su cuerpo. El dibujo de su silueta flotaba, suspendido por finas láminas de estaño, entre las otras piezas del vitral destrozado por el golpe. Sintió como el viento frío de la noche se le colaba hasta el alma, y se estremeció. Un gato gris como la ceniza pasó por su lado, y desde el alero donde caminaba, le miró con tanto interés, que se estremeció nuevamente. Por primera vez quiso no haber sido creada, por primera vez sintió dolor en lugar del amor planificado, y temió. Pero este no era un miedo infantil, sino un temor adulto —irreversible— que le inflamaba los pensamientos y no le dejaba siquiera sollozar. Hasta hacía solo un momento, el mundo era totalmente seguro, pues a pesar de sus impulsos, ella solo callejeaba en su mente. Ahora le resultaba inevitable sentir la culpa, toda la culpa, cada una de las culpas… y solo podía recordar sus ojos. ¿Fue él o fue ella? No lo sabía. Cualquier chico o chica de los que se sentaban en el pequeño parque de la esquina podría haber sido el causante. En la oscuridad hay cosas que no son tan sencillas de definir; y eso, aunque cualquier estrella lo sabe desde su nacimiento, le es muy difícil de recordar a cada quién cuando llega el momento. Aquellos ojos que recordaba eran una mezcla de avidez y resistencia, de invitación y apatía. Le hacían sentir la admiración que tanto le faltaba, la aceptación que buscaba desde su rincón. Sus ojos tenían una seguridad felina, una independencia a precio de rebeldía, el dulce fraude de la experiencia callejera, ¡todo un carnaval de virtudes desconocidas en su celeste mundo! ¡A tal punto llegaba el hechizo, que temía no reconocer tampoco el timbre de su voz si le escuchara! Sin embargo, sus sentidos continuaban sojuzgados por aquella miel derramada en su alma, por sus agresivas e irreverentes promesas, por las canciones que masticó justo en su oído y sus ideas desconcertantes y bohemias. En ellas flotaba para olvidarse de sí misma. Sus palabras llegaron a ser su cielo. ¡Y eso que el cielo en que se encontraba era el prodigio de los alrededores! ¡El universo entero había sido construido de puros cristales coloreados! Como sorpresivos remolinos de un inmenso lienzo pintado por Van Goth, su resplandor y la de otras estrellas, habían envuelto, desde su confección, el paisaje rural que se desplegaba a los bajos del inmenso vitral que adornaba la pared este de la iglesia. Aquella sinfonía silenciosa descomponía la luz en cortas pinceladas ante los ojos de todo el pueblo y sus visitantes… Mas, ahora era solo un agujero por el que las impetuosas olas de aire frío pasaban hacia el interior de la edificación. ¡Seguro que al otro día hasta los bancos de madera estarían helados! Entre más entumecida se sentía, sus ideas le resultaban más confusas; incluso le llegó a parecer que su desdicha había comenzado mucho antes… desde siempre. Y aquí fue cuando perdió el conocimiento. 2. Cuestión de estilo Despertó veinte horas después, justo para ver una chica que se había detenido frente a ella. Podía notar su ojo derecho cuajado de lágrimas al verle. Su aspecto cadavérico le hacía pensar que tal vez a ella también le habían apedreado, pero su enguatada rosa y negra seguro disimulaba el agujero. Aquella chica medio-ojo le acarició sus bordes con infinita lástima. Esa lástima miserable que nunca sabe si se duele por quien mira o por sí misma. Masticó con fuerza su chicle por última vez en el día y lo sacó de la boca, pegándolo cuidadosamente en una parte de su agujero. —Mañana traeré más para rellenarte —le prometió y partió… Dos días después llegó nuevamente, esta vez a media tarde, escurridiza y con aire de simpleza más que de amistad. Pudo entonces ver mejor la mitad de su rostro cubierto de aquel pelo plástico y negrísimo que de seguro le impedía ver el mundo en su amplitud —o que le impedía al mundo verle a ella tal cual era—. Le trajo más chicle, por supuesto. Esta vez el chicle no era rosa, pero sirvió igualmente. Se había demorado, pero había sido fiel. Así sucedió durante toda la semana siguiente sin la menor diferencia. La chica no hablaba mucho, y de vez en cuando venía acompañada de una amiga que se quedaba esperándole en el parque mientras ella cumplía su compromiso —con la que sí parecía hablar hasta por los codos—. Un día, mientras la medio-ojo intentaba arreglarle la nueva amalgama de chicle su acompañante se acercó, mirándole tan de cerca los bordes que le hizo temer. Temió como una niña pequeña al soltarse de la mano de su padre en medio de una enorme feria. —Jamás podrás arreglar algo de esa manera —le aseguró a la medio-ojo, apartándole para hacerse cargo. Pasó su dedo anular por el color rosa con cubría sus labios y lo frotó encima de la parte más endurecida de la profana compostura. Sin pensarlo mucho, sacó luego un labial de la cartera y continuó pintándole con suavidad. La medio-ojo, mientras, se sentó —amoscada— en el parque. La nueva artista, después de algunos trazos, miró la punta de su labial, lo devolvió nuevamente a la cartera y en su lugar tomó un pomo de pintura de uñas para continuar el relleno. —Como comprenderás, me importas mucho, pero no puedo gastarlo todo en ti —aseguró pestañando con descaro. —¡Claro, claro! —le respondió con simpleza la beneficiada, dispuesta a comprender cualquier cosa de alguien que tan generosamente había gastado medio centímetro de labial fresa en ella. Mientras continuaba su labor la desconocida del labial fresa le contó con precisión sus intimidades y se interesó en cómo había ocurrido su accidente. Le preguntaba todo, aunque parecía saberse su vida al dedillo. Intentando estar a la altura, ella le agradeció su interés vaciando todo su corazón, ¡y hasta inventó algunas mentiras que realzaran su personalidad en aquellas partes que pudieran parecer comunes! Fue este el momento en el que comenzó a creer que todo iba a cambiar, ¡y que la fresa era un poderoso anestésico! Comenzó a flotar nuevamente sobre las palabras. Palabras para conocer palabras, palabras para sacar palabras y palabras para olvidar palabras. Cuando ya estaba a punto de oscurecer, su nueva enfermera le reveló el secreto de su filosofía: —No es un asunto de remiendos querida, sino de imagen —¡y se lo estaba diciendo directamente a ella!—. Debes parecerte siempre a lo que más quieres, creértelo con fuerza y desaparecerán tus angustias. Le pareció maduro y genial. La-del-labial-fresa parecía saber lo que decía. Era una mezcla de juventud y experiencia. Una gurú de las emociones. Lo llenaba todo, y lo único que quería en aquellos instantes era Vivir tan intensamente como ella lo hacía. Asumir riesgos enormes sin siquiera pensar. Al fin y al cabo, pensar le había dado más dolores de cabeza. 3. El oportunista Aquel gato gris como la ceniza le miró otra vez fijamente mientras paseaba por allí, pero esta vez se le acercó y clavó sus uñas en el borde del estaño que dibujaba sus contornos. Algunos pedazos de vidrio, los más flojos, se desprendieron con aquel ligero pero firme estremecimiento. —Puedo convertirte en una puerta, ahora que no sirves de estrella —alardeó. Ella calló, apretando sus cristales todo lo que pudo, desde el extremo de las puntas hasta su pecho. —Si te faltan unos vidrios, mejor que te sobren otros —continúo el gato arañando los cristales más oscuros de su alrededor, mientras trazaba un perfecto círculo que encerraba sus puntas—. De qué te sirve que todos te vean incompleta... El asunto es que valgas para algo. No tiene importancia para qué. La estrella ni se atrevió, ni supo qué responder. El gato gris, aprovechó la ventaja de su silencio y puso cara de consejero experimentado: —Es imposible sobrevivir así y sola. ¿No estarás esperando que te rescaten? ¿Verdad? —Algún día… —comenzó la estrella en un intento de parecer segura. —Algún día puede ser demasiado tarde —le interrumpió el gato—. Mírame bien: yo soy el atajo que necesitas. Si quieres, llenaré todo ese vacío. Puedo pasar dentro de ti y salir cuando quiera. Soy príncipe de la noche, me conozco cada sombra en cada esquina. —Aléjate —gimió ella llena de temor. —No puedes hacer nada para que me aleje —le mintió él con descaro—. Además he notado cómo me sigues con la mirada mientras paseo. Mi habilidad de desaparecer en la penumbra es lo que envidias. —En realidad no es que quiera desaparecer… —se justificó la estrella sintiéndose atrapada. —Es verdad: no quieres y quieres, pero ni siquiera sabes lo que quieres —jerigonseó con desprecio—. Necesitas con urgencia ser tú misma si no quieres parecer lo que eres, bebé. —Yo soy… —Tú eras. Ahora solo puedes dejarte caer dentro de ti misma. En definitiva siempre has querido vivir tu vida sin tener que rendir cuentas a los demás, tomar de otros todo cuanto quieras sin deber nada, dominar el mundo que te rodea a tu manera. ¿No es que quien hace lo que desea quien tiene el control? —filosofó el gato, y sus palabras, extrañamente, se parecieron a la-del-labial-fresa—. Mírame a los ojos y te daré lo que realmente quieres... La estrella, temblando de puro pánico, le miró, seducida por sus ojos claros y misteriosos. En el interior del gato había un agujero más profundo que en el de ella. Un abismo sin fondo que le atraía como el imán al hierro, pero con olor a azufre. Un precipicio que, por el momento, decidió no evitar. Entonces sintió mareos y un fuerte dolor de cabeza. —¡Por favor! —rogó. —¿Por favor, qué? —le presionó el gato. —Enséñame… —rogó. Mientras el gato pasaba, sintió sus arañazos en la garganta de su vacío. Es horrible tragar un gato gris cenizo aunque su espeso pelaje te peine el dolor. Al otro día, cuando despertó, se asustó al recordar la pesadilla. 4. La intención detrás de la intención Otra de las noches en que despertó, percibió un cuchicheo debajo de sus puntas meridionales: —Me la llevaría para siempre —escuchó decir la primera voz. —¿Así, tan destrozada? —pareció extrañarse una segunda. Intentó mirar hacia abajo, pero el amasijo de chicles se lo impidió. —Destrozada es como más me gusta. Cristal a cristal podría armarla para adornar mi cuarto. A las estrellas rotas lo poco que se le da le parece mucho, y suelen dar todo lo que tienen a cambio de cualquier pequeñez. ¡Y lo mejor es que lucharían hasta la muerte fingiendo creer que lo poco que obtienen es el universo entero! Por eso la puse así, a punto de caramelo —y rió por lo bajo. —¡¿Fuíste tú quien lanzó la piedra?! —¿Y a ti qué te importa? Métete en tus asuntos. —Hay mil gentes que te buscan. —Que no se hagan los santos y se busquen sus estrellas, que yo me busque la mía. —Entonces, ¿te la llevarás para siempre? Trató de poner mayor atención, pero las voces se escuchaban tan sisiantes que no podía definir el sexo de quienes hablaban. Sofocada por su propio pulso, como se ahoga el público antes de que el equilibrista haga el número de mayor peligro, esperó llena de una rara esperanza femenina… —Tampoco exageres —continuó la primera voz. —Pero fuiste tú quien dijiste que te la llevarías para siempre… —le reprochó la segunda. —Déjate de ingenuidades. La vida necesita de frases para parecer interesante… y tú sabes que hablar es una de las cosas que se me dan bien. Además, "para siempre" es demasiado tiempo. De repente volvió a sentir mareos, ganas de vomitar y no pudo continuar escuchando. Abajo, las sobras parlantes se escurrieron, llevándose con ellas la ilusión de que todo aquello, por duro que fuese, tuviera algún sentido. 5. El Vidriero Era un día caluroso cuando reparó en aquel señor que merodeaba por allí, de casa en casa, como vendiendo algo. Caminaba con seguridad, pero sin altanería; como si conociera cada calle al dedillo, a pesar de no ser del lugar. Le pareció haberle visto algunos días atrás, desde la esquina oeste de la plaza, mirándole, como calculándole el desastre, y se inquietó. Contuvo el instintivo miedo de ser apedreada nuevamente y siguió observándole con atención. Momentos antes del atardecer, el forastero vino directo a ella. —¿Qué haces escondiéndote bajo esa pintura rosada? —le preguntó, para su sorpresa. —No me escondo. Es un adorno. Se usa. No soy la única —se justificó, un poco molesta. —Pues a mí me pareces demasiado única para que te ocultes debajo de toda esa melcocha —continuó el extraño sin muchas intenciones de ejercer diplomacia. —En realidad tú no me conoces —se defendió, tuteándole desarmada. —Pero tú si te conoces, ¿verdad? —le confrontó él, devolviéndole el tuteo. Ella calló. —¿No te molesta estar así? —Sobrevivo. —¿Te parece suficiente? —Usted no entiende. Solo soy una estrella rota. Una estrella vacía. Y ni siquiera recuerdo quién era antes ni qué se sentía cuando no estaba así —y le pareció raro que lograra franquearse con un extraño. —No creo que seas una estrella rota: eres una estrella… —¿Y qué importa? —le interrumpió—. Lo que usted piensa no cambia la realidad. —Si lo que digo es solo una opinión personal, es cierto que no tendría tanta importancia; pero si resulta ser la verdad, sería suficiente para cambiarlo todo. No creo que te convenga arriesgarte. No puede vivirse de espaldas a la verdad. "La verdad", pensó la estrella para sí. Aquel extraño decía la verdad. Estaba segura aunque quería negarlo. —Tus sentimientos son los que no pueden cambiar nada —continuó el señor—. Ellos ni siquiera te indican la verdad. Solo son el eco de lo que llegas a creer. Así que, si tus sentimientos te impulsan a ser o pensar algo incorrecto, sin lugar a dudas que ya has creído alguna cosa equivocada. —Pero, ¿de qué puedo servir así, y qué arreglaría creer lo que dices? —se desesperó la estrella, que no se decidía por fin entre tutearle o tratarle como un desconocido. —Has notado que ni las noches más oscuras pueden evitar que tus pedazos sean un jardín de reflejos —le forzó a razonar el forastero—. Tu rotura es ocasional. No naciste para estar quebrada toda la vida. ¡Ah! Y sobre ese vacío del que hablaste. De eso me encargo yo. Mi oficio es llenar el vacío que otros no pueden llenar. A eso me dedico. —¿Y cuál es ese oficio tan raro? —preguntó ella por curiosidad. —Yo soy vidriero —le respondió con una sonrisa. —¡Un vidriero! —se mortificó ella sin disimularlo—. ¡Menos mal que ni siquiera me ilusioné! ¡Solo un vidriero y pretender repararme! ¡Anda vidriero, regresa a donde viniste! Toda esta maravilla, por si no lo sabes, lo hizo un verdadero maestro. ¡Un artista! Por eso nadie intenta componerlo. Dicen que fueron tres años enteros de labor. ¡Noche y día! No me pongas las manos encima, que terminaré estando peor, gracias… Al menos así soy una estrella rota. El señor vidriero tomó su maleta del suelo y se despidió: —Hasta mañana —le dijo en su mejor tono. —¿A dónde vas? —le preguntó extrañada ella. —Si no lo notas, acabas de echarme —le indicó él ladeando su cabeza. Y se marchó. Al otro día por la tarde, el vidriero regresó. Esta vez la tomó por sorpresa, pues caminaba desde la derecha del vitral, y ella había pasado todo el día intentando distinguirle entre la gente de la plaza. —¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó el vidriero a manera de saludo. —Como todos los días, gracias —respondió ella algo avergonzada por la actitud del día anterior. Él la miró largamente hasta que la hizo sentir incómoda. —Te parece que sufrir es maduro, pero solo se madura aprendiendo a ser feliz —le soltó sin ningún tipo de miramientos. —¿Cómo puede saber cuán feliz soy? —protestó ella algo frenética. —¿Cómo puedes dejar de imaginar cuán feliz puedes ser? —el vidriero volvió a responderle con una de esas preguntas suyas. Ella se quedó quieta. Era una buena pregunta esa. —Si te interesa tanto una ayuda verdaderamente profesional, ¿por qué te has puesto en manos de impostores? —¡Dejé que me pintaran porque no sabía cómo sujetar mis pedazos! —gimió—. Pensé que cuando la cubierta fresa se secase encima, me sentiría nueva de paquete. Además, el color rosado está de moda. A algunas chicas parece irle bien con él. —Nunca se es nuevo de paquete a causa de nuestro exterior —sonrió el vidriero con cariño—. El envoltorio no hace al regalo… Eso lo sabes bien a pesar de tu corta edad. Como también sabes que los chicos y las chicas del barrio gustan de tirar piedras a las estrellas y luego conversar de ello. Ella se sintió tonta y desnuda de alma. Lo sabía, claro. Siempre lo supo. Y también estaba tan claro que dolía. Dolía fuerte adentro. Tanto como la pedrada. Dolía una enormidad. Ahora volvía a imaginar aquellos ojos, pero esta vez montados en la barcaza de una puñetera sonrisa de me-gusta-hacerlo-y-lo-haría-de-nuevo-solo-por-divertirme… —Lo sé —aceptó ella, aunque sabía que hubiera sido más cómodo mentir. Callaron juntos por un rato mientras la tarde se escurría y las sombras bajaban de las paredes a los adoquines de las calle. Por primera vez miró al vidriero a los ojos. Eran castaños y profundos. Fuertes como la caoba, pero amables a la vez. No había segundas intenciones en aquellos ojos. Si se miraban fijamente no se temía ninguna jugarreta. Parecía conocerle mucho más a fondo que la-del-labial-fresa, pero aquel conocimiento no parecía provenir de una desventura igual a la suya. Fue entonces cuando se dio cuenta que ella era mucho más joven que el vidriero, a pesar de ser una estrella. 6. El prodigio Para cuando el vidriero volvió a hablarle, ya había pasado una enormidad de tiempo. Él había permanecido haciendo compañía a su silencio como si no tuviese otra cosa más importante que hacer. —La pintura nunca puede hacer milagros porque los milagros ocurren en el centro mismo de las cosas —le aseguró como para que nunca lo olvidase—. Lo mejor de un libro no puede ser su cubierta, y si llega a ser así, ¡algo anda mal entonces! Lo más bello de tierra son las semillas que atesora, y lo especial de un violín nunca es su estuche. ¡Como tampoco se puede amar una casa por su fachada! —Entiendo… —y en verdad fue lo único que se le ocurrió decir. —Que tengas buenas tardes —se despidió el vidriero con amabilidad. —Espera… —le detuvo—. Puedes probar. —Yo no pruebo, yo me dedico a restaurar —precisó el vidriero—. Creo que ya te lo he explicado. —Pues hazlo entonces —consintió ella—. ¿Puedes ahora? A modo de respuesta, el vidriero abrió su maleta de viaje y como del sombrero de un mago hizo aparecer una banqueta plegable. Antes de que ella pudiera preguntarse qué era lo que tenía en mano, ya estaba armada y él sentado encima. Tomó un estuche de cuero del interior de su saco, y de este una pequeña regla de metal y un compás con los dos extremos de metal. Entonces, como si fuese un experto marino que calculase su ruta, comenzó a medirle cada vuelta, cada punta con extremo cuidado. Es asombroso que dedos tan gruesos colocasen cada cristal con tanta precisión. El corazón comenzó a latirle entre aquellas manos a ritmo de una marcha de tambores, de partido ganado. Como empuja la corriente de un río montaña abajo, así salían bajo las blancas cercas de una brocha aquellos pelos grises que se le habían enredado por doquier. Era un parto indescriptible. Un parto de sí misma. Un nuevo nacimiento. Toda una locura hermosa. Y se daba cuenta que no tenía nada que envidiarle a ninguna experiencia ajena. ¡Si la viera la-del-labial-fresa! —¿Hasta cuándo durará un arreglo así? —preguntó con un hilo de voz a su restaurador. El vidriero levantó su mano y señaló el amplio espacio que se abría sobre su punta norte. "Después del cielo", comenzó a asegurarle e hizo una pausa, buscando que intentara pensar una respuesta propia antes de escuchar la suya: "…siempre hay más cielo". Ella cerró los ojos y extendió sus puntas laterales flotando en la piscina de aquel vasto universo que comenzaba expandirse a todos lados, embelesada, como si planeara sobre aquella nueva verdad que descubría… Por primera vez volvía a confiar.

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