Los hombres de la guerra arrodillados

03 DE MAYO DE 2014 · 22:00

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Llevaba de la mano a su hijo de cinco años. El cura le había recomendado que fuese a la iglesia donde se congregarían los vecinos del barrio. Quizá sería el momento de limpiar su alma de los sucesos vividos durante la guerra civil. Quizá Dios le sería favorable, quizá ya era el momento de romper el silencio muerto clausurado tras los tres años de prisión franquista al finalizar la guerra. Silencio en su trabajo, silencio en su familia, silencio en su alma. Allí estarían con él los perdedores de la guerra, los únicos que debían arrepentirse, porque los ganadores también tenían sus silencios que acallaban reprimiendo a los vencidos. Quizá viese en el cura un alma amable, acogedor, un padre en definitiva, un curador de almas. Le estaba costando llegar hasta la iglesia. ¿Quién estaría allí? ¿Le mirarían como un claudicante? Él, un rojo auténtico, un cabo del ejército republicano, un socialista anticlerical, ¿cómo se estaría viendo camino de la iglesia? ¿Iba a consumar su condición de perdedor humillándose hasta el extremo de caer a los pies del cura? Pero su alma estaba rota, necesitaba restitución. ¿Cómo olvidar las invectivas del capellán durante su paso por prisión en que decía a los presos con regodeo “queráis que no queráis vendréis a las nuestras”? ¿Cómo olvidar que la iglesia católica se alineó con los golpistas? ¿Cómo olvidar el sometimiento ancestral contra el pueblo español por parte de la iglesia Católica? ¿Cómo tener que reconocer que aquel intento del pueblo español de sacudirse por fin el fardo católico había fracasado? Y de nuevo renovaban su señorío sobre el pueblo, esta vez amparados tras la espada franquista. El niño vio cómo su padre abrió la puerta de la iglesia en medio de la noche y tras ella descubrió el interior iluminado. Unos hombres arrodillados y con los brazos en cruz, unos hombres cantando aparecieron entre los bancos. Unos hombres, los perdedores de la guerra estaban allí. Mi padre cerró la puerta, la cerró de golpe, la cerró por fuera. “¡Vámonos Antoñito!”

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