Muerte en el corazón de los vivos

Vale más el buen nombre que el buen perfume. Vale más el día en que se muere que el día en que se nace. Vale más ir a un funeral que a un festival. Pues la muerte es el fin de todo hombre y los que viven debieran tenerlo presente. (Eclesiastés 7:1-2)

22 DE FEBRERO DE 2014 · 23:00

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En una época como la nuestra en que nadie quiere pararse a pensar y hablar de desgracias, porque bastante “sobraditos” vamos de eso, hablar particularmente de la muerte es casi un tabú. Al que tiene este tema presente se le llama agorero, como si a la muerte se la retardase por no mentarla, o como si se la atrajese sin remedio por mencionarla siquiera. Supersticiones aparte, lo que nadie puede negar es que ésta es de las pocas estadísticas de las que verdaderamente nos podemos fiar: el 100% de las personas morimos. Da igual nuestra condición, nuestro estado de salud en el momento en que la muerte nos encuentra, poco importa nuestro estatus socio-económico, o que queramos irnos o no. Si nos, toca, nos toca y nadie ha sido capaz de revertir esta dramática estadística. Sólo Uno, precisamente el más interesado en que nos concienciemos de que el asunto de la muerte es el verdaderamente urgente por tratar. Ese es, sin duda, el elemento más maravillosamente diferencial del Evangelio: Jesús no solamente entrega Su vida en beneficio por el pecador, no sólo permite que la muerte le arrebate durante unos días, sino que regresa para contarlo y para darle, final y definitivamente, “carpetazo” a la muerte. Otros que fueron resucitados, como Lázaro, sólo retardaron el momento de su muerte (de hecho, años después murió, como todo el mundo). Pero Cristo resucitó para ocupar a partir de entonces su trono como Rey de los tiempos, y de la misma forma que la muerte no pudo con Él, su victoria es la garantía de que la muerte ya no se señoreará más de nosotros. Nuestra muerte, nuestra partida de este mundo, es sólo el comienzo, para los que hemos creído en Cristo, del comienzo de una gloriosa vida en nuestro verdadero lugar: junto al Padre y junto al Hijo, nuestro benefactor. Sólo teniendo esto en mente parece cobrar sentido el texto de Eclesiastés. Porque de no ser así, lo que Salomón expresa parece la mayor de las locuras. Para quien no tiene esperanza en algo más, su esperanza termina y acaba aquí, por lo que el día de su nacimiento siempre resultará más relevante o importante. Igualmente, si pensamos que todo lo que tenemos verdaderamente está aquí y ahora, nuestro deseo será estar allí donde hay risa, alegría y fiesta, pero no cerca de la muerte o el funeral. Sin embargo, esos lugares donde la alegría no está presente, los espacios más oscuros y tenebrosos, nos hablan alto y claro al corazón acerca de nuestra necesidad de alzar la vista buscando la luz y de tener presente que no podemos quedarnos sólo en el plano de lo que vemos. Eclesiastés habla de la sabiduría que implica tener estas cosas presentes. Mirar para otro lado nunca sirvió de nada, ni para los pequeños problemas ni mucho menos para los de envergadura eterna. La muerte es el fin de todo hombre y los que viven debieran tenerlo presente. Así, como en tantas otras ocasiones en el texto bíblico, lo que gobierna aquí es una tremenda paradoja: reina más la vida y las posibilidades de disfrutar una de carácter eterno en el corazón de los hombres cuando éstos se ocupan y se preocupan de permitir considerar la muerte en esos mismos corazones. Y considerarla implica hacerse preguntas y contestárselas de forma contundente. Si no hallas respuesta para esas preguntas, es hora de buscar. No estarás perdiendo el tiempo ni malgastando tu vida. Tu corazón estará, simplemente, puesto en las cosas importantes, las que no son una distracción o un entretenimiento, pero marcarán tu eternidad.

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