Ciudadanía que viene de lo alto

Jesús nos dejó bien claro que los ciudadanos de su reino tampoco eran del mundo, pero sí habían sido enviados al mismo como el Padre lo había enviado a Él.

27 DE DICIEMBRE DE 2013 · 23:00

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Hasta hace poco tiempo pensaba que la palabra ‘inmigrante’ (utilizada para designar a los que vienen a España desde otras latitudes u otros sitios del orbe) tenía un sentido peyorativo, pues así todavía lo entiende alguna parte de nuestra sociedad. Me negaba a emplearla, prefiriendo ‘extranjero’, de todas partes, de ninguna… Me chocaba cuando así se llamaba a tanta gente que venía a buscar mejores condiciones de vida. Y cuando estás así, luchas, te desgastas, queriendo cambiar incluso el término que determina tu origen, y que determinará el trato que te darán, el porcentaje de dignidad al que tienes derecho; el grado de confianza a obtener… luchas persiguiendo una interculturalidad que no genere desconfianza. Luchas queriendo demostrar tu fidelidad, tu compromiso… Y curras, sudas, en ese intento. No obstante, constatamos que la Palabra dice que nuestra ciudadanía está en los cielos, o sea, que aquí solo estamos de paso: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador; al Señor Jesucristo…”. Quesomos peregrinos y que, según entiendo, no debemos apegarnos mucho a las posesiones, porque no nos las vamos a poder llevar a esa morada, que decimos, ha ido a preparar Cristo, pues no necesitaremos ningún bagaje. Entonces se me fue presentando una cadena de aclaraciones al leer que el apóstol Pablo prescindió de la importante ciudadanía romana; y más aún, no le importó ya nada ser judío de pura cepa. ¿Tuvo todo esto por basura? Con lo importante que es tener tantos títulos para que te consideren, te aventuras a pensar: ¿Quién va a confiar en mí si soy un errante que sale de sus fronteras y se arriesga? Y de pronto me acuerdo de Abraham, aquel que por fe lo dejó todo, parentela incluida, y salió rumbo al lugar que había de recibir como herencia; sin saber a dónde iba. Y moró en la tierra prometida como extranjero, en tiendas, sin desesperarse porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto es Dios. Aquel Abraham que con toda naturalidad dijo a los hijos de Het al pedir tierra para sepultar a Sara, su mujer: “Extranjero y forastero soy entre vosotros; dame propiedad para sepultar entre vosotros…”. Estaba de paso… A pesar de todo lo que sabemos, seguimos luchando por aferrarnos al terruño de turno, llámese como se llame.Pasamos por alto que estamos en este mundo con un propósito y un lugar en la misión de Dios. Así como el Padre envió al Hijo también nos envía para que continuemos lo que Él dejó. Y nos envía por un tiempo, somos sus misioneros. No nos avergoncemos, pues, de ser peregrinos, indocumentados para este mundo que a veces no nos reconoce, pero al que debemos entregarnos en la tarea de llevarles el mensaje de las buenas noticias de que el reino de Dios ya está aquí y ahora. Y que luego será muchísimo mejor. Y seguimos bregando contra la desconfianza por ser quienes somos; nos sigue preocupando conseguir los papeles que nos darán la ciudadanía. Craso error porque los papeles no hacen cambiar el corazón de los que nos circundan. Te olvidas que la misión es de Dios y no de los hombres. Que sólo Dios garantiza que seas nueva criatura y que todas las cosas sean nuevas para así poder ser un brazo o un pie, o boca en el Cuerpo, y tener un futuro glorioso. Pero no te librarás de la cola para empadronarte, ni alcanzar el peor sitio en el albergue. Quizá nos olvidamos que una Navidad como ésta, que estamos celebrando: José y María y un Jesús a punto de nacer tuvieron que empadronarse, hacer cola, cansados como estaban, y luego rogar por un albergue que los librara de las inclemencias del entorno, casi desahuciados como muchos de hoy en día. Bendecidos como estaban y no consiguieron una suite maravillosa, con agua caliente y una cesta de frutas para aplacar el hambre que de seguro traían. Cómo hubieran gozado en los albergues y comedores de la Cruz Roja o de Misión Urbana, entre otros muchos de nuestra actualidad. Y aunque le adoraron los fieles, los que de veras habrían creído que Él era el Mesías esperado, no hubo lluvia de aplausos ni clamorosa bienvenida con abrazos incluidos. Jesús, el inmigrante de Dios que vino por un tiempo, en busca de mejores horizontes para nosotros, no usó su superioridad para acceder a privilegios. Se humanó, humillándose. Tuvo que huir a Egipto como tantos perseguidos que huyen de la intolerancia de todo tipo. Llegó a tierra extraña donde otrora su pueblo había sido esclavo. Llega buscando asilo, y no nos cuesta imaginar que en esas condiciones su familia no tuvo facilidades a la hora de buscar vivienda, un trabajo, ayudas sociales. No se nos dice nada al respecto, pero sí que nunca hizo uso de sus privilegios divinos. Entonces imaginas la dureza de su estancia en la tierra del Nilo, como la de cualquier ciudadano de a pie. Y es que seguimos creyendo que somos los dueños de la Misión y que como tales debemos tener un trato de privilegio. Sin embargo, Él mismo no fue profeta en su tierra; los suyos no le reconocieron. ¿No es éste el hijo de…?, decían. Incluso querían matarle. Les cegaba el poder, las grandezas. Mas Él callaba porque sabía que su ciudadanía no estaba aquí en la tierra; sabía cuál era su cometido. Para darnos más ejemplo de humildad, el rey de reyes puso el mundo al revés y dejó perplejos a sus coterráneos con la parábola del Buen samaritano, en la que un pobre desclazado es asaltado en un camino donde lo más destacado de la clase religiosa del momento pasa de largo creyendo ganar puntos por cumplir la ley. En ella Jesús pone como ejemplo a un samaritano, un extranjero de la clase odiada. A uno que pasó por alto la regulación y decidió ensuciarse recogiendo al herido. “El seguimiento implica ensuciarse”, escucho por ahí. Y vemos que a Jesús no le importaron los patrones que se habían ido estableciendo como modelos sagrados, intocables entre el pueblo de Dios. Y agrupa a los líderes del orden sagrado con los ladrones y a lo odiado lo pone como ejemplo. El que vio y se implicó y actuó para resolver el problema. Y te sigues preguntando si debes seguir luchando por cambiar status o procedencias, o colores de piel, idiomas, sabores… Jesús, nuestro Buen samaritano, no escatimó en ensuciarse por nosotros; se hizo peregrino, inmigrante, dejando la gloria para curar nuestras heridas, para romper nuestras cadenas de esclavitud. Con su ejemplo, Jesús nos reta a prescindir de todo aquello que nos puede hacernos sentir seguros y hacernos depender solo de Él, como niños para que pueda decirnos que el reino de Dios es nuestro. Su modelo no es el nuestro.No valen nuestros esquemas, gentilicios, fronteras, salvoconductos. La hoja de ruta que nos dejó rompe con todas las barreras, muros y concertinas acuchillantes. Nos pone como ejemplos de solidaridad y de fe a los más pequeños y escasos de bienes. A los que no tienen donde recostar la cabeza. Nos dice que son los que más fácilmente podrían entrar en el Reino de los cielos antes que unos camellos cargados de alforjas entren por el ojo de una aguja (aquellas puertas de otrora). Una ciudadanía con todas sus regalías puede hacernos sentir más seguros, pero también puede quitarnos la inocencia de un niño y hacernos más independientes de Dios. Y nos cuesta más seguirle cada vez que nos afianzamos en nuestra ciudadanía de este mundo; por ello es acertado cuando nos dice: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí”. Quería decir que no utilizaría ningún medio para defenderse y obtener el poder pues su reino no dependía de ese poder terrenal. Nos dejó bien claro que los ciudadanos de su reino tampoco eran del mundo, pero sí habían sido enviados al mismo como el Padre lo había enviado a Él. Así que, como extranjeros y peregrinos de este mundo, debemos abstenernos de estar aferrados a tanto brillo, manteniendo más bien una ejemplar forma de vivir, siendo imitadores de Cristo, nuestro mejor modelo. Esta Navidad recordé que hace algo más de dos mil años, el Verbo se hizo carne y bajó a este mundo para después ascender a los cielos, garantizándonos así la ciudadanía del Reino. ¡Gracias!

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