Mitos sociales dentro de la iglesia

Quizá sea conveniente plantearse la necesidad de una nueva reforma que nos haga volver a beber las aguas cristalinas de la Palabra de Dios.

07 DE DICIEMBRE DE 2013 · 23:00

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¿Es posible que en la actualidad todavía subsistan ciertos mitos sociales propios de la modernidad y que influyan en las creencias religiosas de las personas? ¿Hay síntomas de tal persistencia mítica en el seno del mundo protestante? En mi opinión, la mayor parte de los mitos sociales que hemos venido tratando en esta sección no han desaparecido de ciertos ambientes evangélicos sino que, por el contrario, brotan con fuerza en la actualidad originando ideas, doctrinas y actitudes que se alejan de la ortodoxia bíblica o que son claramente contrarias al Evangelio de Cristo. El extraordinario desarrollo de las comunicaciones que está en la base del actual proceso globalizador, hace hoy posible que tales errores o comportamientos equivocados se difundan con rapidez traspasando las fronteras y anidando en el seno de muchas congregaciones locales. En este sentido, el mito maquiavélico de creer que el fin justifica los medios empleados hilvana desde el influjo consumista que se detecta en cierta música y literatura religiosa dirigida por mentes no creyentes, hasta el sensacionalismo, la publicidad engañosa o la creación de tantos fetiches pseudoespirituales como anidan por doquier. Con la utilización indiscriminada de cualquier medio de comunicación de masas para presentar el mensaje evangélico ocurre lo mismo. Es cierto que la proliferación de teleevangelistas famosos ha servido para llevar muchas criaturas a los pies de Jesús, pero lamentablemente ha fomentado también la sustitución del culto en la iglesia local y la fraternidad entre los hermanos, por el incremento del individualismo espiritual que provoca la ceremonia televisada. El surgimiento de ciertas estrellas de la predicación virtual ha hecho que en muchas ocasiones se dé más valor al mensajero que al propio mensaje transmitido. Todo esto converge en el surgimiento de un cristianismo exclusivamente vertical, egoísta, generador de ídolos y apartado de la solidaridad con el hermano, que conduce al sentimiento equivocado de que no es necesario cambiar los males sociales porque, al fin y al cabo, Cristo viene pronto. Si el mito cartesiano de la razón influyó de manera decisiva en la aparición de la teología racionalista moderna con su tendencia a la desmitologización del texto bíblico, no cabe duda que las tendencias actuales se han pasado al polo opuesto. Hoy se experimenta todo lo contrario, el auge del mito del sentimiento que inunda casi todos los ambientes cúlticos. La liturgia de la mayoría de las iglesias protestantes se ha visto afectada por una ola de emocionalismo religioso. La alabanza ha adquirido un papel preponderante sobre la doctrina. La música religiosa y sentimental se ha transformado en un negocio floreciente para los empresarios avispados, desplazando a la literatura cristiana de calidad que es la que permite la reflexión personal y el crecimiento en la fe. La afición a cierta escatología-ficción y la búsqueda exclusiva de temas como la guerra espiritual está provocando el desarrollo del esoterismo y la superstición pseudobíblica en algunas comunidades evangélicas. Esto conduce finalmente a una religiosidad idolátrica y superficial, que es característica de la época postmoderna, pero que no es capaz de transformar radicalmente a la persona ni de disminuir la corrupción social de los pueblos. La conversión se queda así sólo en un cambio externo que no llega a modificar significativamente la interioridad del ser humano. La estética predomina sobre la ética y sobre el comportamiento personal. El desinterés de otros sectores evangélicos por las cuestiones sociales y políticas en las que viven, contribuye a la proliferación de iglesias “ghetto” preocupadas solamente por el “más allá” y ciegas a la realidad social del “más acá”. Esta tendencia actualiza de alguna manera el mito de Hobbes acerca del contrato social, ya que tal despreocupación política permite la inmunidad de ciertos soberanos y les da vía libre para gobernar despóticamente, convertirse en dictadores corruptos o comerciar con el ser humano como si éste fuera un simple medio y no un fin en sí mismo según indica la Escritura. Por otra parte, las ideas de Locke sobre la propiedad privada se evidencian también hoy en esa preocupación exclusiva por el triunfo personal, tanto en el ámbito profesional como en el espiritual, que reduce el Evangelio a mero “exitismo” o búsqueda ansiosa de todo tipo de bienes. El dolor, la pobreza y la injusticia se ignoran como si no formaran parte de la realidad o como si siempre fueran el resultado de la pereza o la indolencia. Tales actitudes pasan por alto la especial sensibilidad social que mostró siempre el Señor Jesús en su relación con los pobres, enfermos y maltratados de aquella época. El mito de la sociedad culpable mediante el que Rousseau pretendió desculpabilizar al ser humano, asegurando su bondad natural, mientras estigmatizaba a la vez cualquier creación de la sociedad, ha calado en el mundo evangélico. La única modificación a tales ideas es que ahora la maléfica sociedad ha sido sustituida por el maléfico Satanás. Éste sería siempre el culpable de todo, el único responsable del pecado y la maldad humana. La criatura volvería a ser inmaculada y buena por naturaleza. De ahí la imperiosa necesidad de expulsar al príncipe del mal de sus múltiples fortalezas físicas: el pico del Everest en la cordillera del Himalaya, la ciudad griega de Tesalónica, el monumento a las Cibeles en Madrid o la pirámide de Teotihuacán en México. Tales exorcismos a Satán vendrían a aliviar o eliminar la responsabilidad moral y espiritual que tiene cada persona delante de Dios. Este mito transformado levanta la carga del pecado de la espalda humana, la coloca en la del príncipe de las tinieblas y el hombre deja así de ser responsable del mal social que le rodea. ¿Es éste el auténtico mensaje de la Biblia? La imagen de Hegel se transparenta también a través de ciertas interpretaciones que conciben los desastres naturales, las epidemias o los accidentes que ocurren a diario como si fueran castigos enviados por Dios a la humanidad a consecuencia de su pecado y desobediencia. Así, la terrible enfermedad del SIDA, las guerras, los genocidios, el terrorismo, los terremotos, los huracanes o las erupciones volcánicas se convierten en armas arrojadizas de origen divino que pretenden contrarrestar la indiferencia espiritual o la pecaminosidad del ser humano. Tal sería el precio a pagar para que en el futuro pudiera alcanzarse el bien y se realizaran adecuadamente los planes de Dios. Su proyecto requeriría de las lágrimas, el dolor, la maldad y la muerte del ser humano. Esta equivocada teología del castigo entronca, en ciertos círculos, con el mito de que Dios usaría el mal para lograr el bien y realizar así su plan histórico. Nada más alejado de la verdad. Es evidente que el mito de los tres estadios de la humanidad con el que Comte pretendía liquidar la religión, asegurando que ésta desaparecería durante la época moderna, se ha estrellado contra el despertar religioso que se detecta hoy por doquier. Sin embargo, este resurgir postmoderno de la espiritualidad está preñado de reminiscencias esotéricas y gnósticas que no tienen nada que ver con el cristianismo. Por desgracia tales influencias han penetrado también en las prácticas y creencias que sostienen determinados grupos evangélicos. En este trabajo tendremos ocasión de analizar algunas de ellas para distinguirlas de la sana doctrina que se enseña en el Nuevo Testamento. Los últimos descubrimientos de la ingeniería genética constituyen una mala noticia para los racismos inspirados en el mito evolucionista. El conocimiento del genoma humano demuestra la inexistencia de bases genéticas sólidas sobre las que se pueda apoyar una clasificación racista de la especie humana. Desde el punto de vista de los genes, por ejemplo, puede existir mayor diferencia entre dos españoles blancos nacidos en Madrid que entre uno de ellos y un aborigen australiano. Esto confirma la idea bíblica acerca de que el racismo y la xenofobia no tienen razón de ser. ¿Qué sentido puede tener entonces la existencia de iglesias exclusivas para blancos o para negros? ¿congregaciones evangélicas de ricos y congregaciones de pobres? ¿la práctica del eugenismo espiritual que ve con malos ojos los matrimonios interraciales? El mito de Darwin sigue vivo en el ámbito de las creencias y continúa dividiendo a los hombres según su origen, incluso dentro de las mismas iglesias que se denominan cristianas. Quizá sea la idea marxista acerca de la redención del proletariado la que de forma más clara se haya visto frustrada a finales del siglo XX. A partir de la estruendosa caída del muro de Berlín ya nadie se cree que los pobres vayan a dominar la Tierra. Como se verá, los desposeídos de hoy son los excluidos del proceso globalizador que experimentan en sí mismos el incremento de las diferencias entre ricos y pobres. ¿Se ha contagiado a las iglesias evangélicas esta enfermedad de la resignación y la pasividad por la existencia de los excluidos? ¿no existe acaso una teología de la prosperidad que culpabiliza de manera automática al pobre por el hecho de ser pobre? ¿no se sospecha de cualquier acción social dentro de algunas iglesias o se la acusa inmediatamente de marxista y de ser partidaria de la teología de la liberación? El mito de Marx parece haber muerto pero las injusticias sociales que lo hicieron nacer siguen muy vivas. Por último, con Freud y su mito edípico la Iglesia se enfrenta al reto de la fe y la conducta. Estamos de acuerdo en que el cristianismo no es enfermedad neurótica sino liberación radical. Pero, ¿cómo vivimos la fe en la práctica diaria? ¿en qué consiste nuestra religiosidad evangélica? ¿no se manifiestan a veces, en el seno de ciertas congregaciones, comportamientos espirituales enfermizos? Dios no es un tirano dictador que se complace en hacer sufrir a sus criaturas o en castigarlas y hacerles pagar por sus deslices, pero tampoco es un criado del ser humano que está siempre esperando nuestras peticiones para realizarlas inmediatamente. La predicación que deifica al hombre o al diablo y que disminuye la acción de Dios o de su hijo Jesucristo, además de ser herética es capaz de generar deformaciones y desequilibrios del espíritu en los creyentes que la escuchan. A la vista de tal subsistencia de mitos en el interior del cristianismo protestante contemporáneo, quizá sea conveniente plantearse la necesidad de una nueva reforma que nos haga volver a beber las aguas cristalinas de la Palabra de Dios, la única fuente incontaminada capaz de saciar completamente la sed espiritual del ser humano. ¿Cómo puede hacerse esto en los inicios del nuevo mundo que la globalización está inaugurando? ¿En qué medida influye este proceso de internacionalización sobre la iglesias y los líderes cristianos? ¿Acaso la mundialización puede contribuir a la generación de nuevos mitos sociales en el seno de las congregaciones evangélicas? ¿Contra qué nuevas perversiones religiosas es menester luchar dentro del protestantismo actual? ¿Cómo afecta la llamada “sociedad red” al individuo, al creyente y a la familia? ¿Qué ventajas e inconvenientes puede aportar la globalización al cristianismo? ¿Nos dirigimos hacia la creación de una nueva ética globalizada? ¿Cómo será el cristianismo del futuro? Son muchas las inquietudes que se despiertan en esta nueva era de la comunicación. La semana que viene, empezaremos definiendo los conceptos fundamentales del proceso globalizador para terminar por sus posibles implicaciones religiosas.

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