Evangelización en la Reforma Española del XVI

01 DE DICIEMBRE DE 2013 · 23:00

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La semana pasada estábamos en vísperas del auto de fe del 22 de diciembre de 1560. En compañía seguimos de Constantino de la Fuente en nuestra Sevilla del XVI, aunque en este caso en compañía de sus restos que sacarán en público triunfo para ser quemados y así borrar su memoria. También han sacado los de Egidio, muerto y enterrado en gloria en la catedral como su canónigo tras su abjuración, pero desenterrados e infamado su nombre al descubrirse que siguió como maestro de la comunidad clandestina, de la Iglesia Chiquita. Con los cajones de sus huesos ponen un muñeco indicando al personaje al que pertenecen. Los muñecos asemejan a predicadores. Los que asisten a la celebración de la fe romana sabrán que allí están Egidio y Constantino, a éste especialmente lo señalan con su pose. “Sacaron señaladamente en dos púlpitos de lienzo pintado las estatuas pintadas, y metidas en los púlpitos, predicando en ellos… con sus corozas, con sus huesos delante de sus ataúdes, que ponían grandísimo espanto a todos los que veían. Y así estuvieron en lo más alto del tablado de los condenados”. Estos son maestros, predicadores, evangelizadores, que trabajaron y murieron aquí. Nuestro Reforma incluye otro sector de maestros y predicadores que vivieron en el exilio (en muchos casos, también entre otros exiliados), en lo que se puede llamar la Reforma de los Refugiados, peculiar, sin lindes de intereses locales. Debe decirse que los nuestros no encontraron siempre adecuado cauce de integración en las otras “Reformas” en Europa. (Ni aquí, ni allí; ahora en nuestro presente será el tiempo cuando se viva aquí, y será una bendición allí.) Lo mismo debe decirse que Calvino y otros reformadores sí recibieron y ampararon a los nuestros; pero cuando la Reforma en Europa se hizo más “nacional”, con sus propios intereses, y la teología se olvidó de la libertad de la Palabra y se tornó escuela de maestros, dando lugar a un nuevo escolasticismo, uno de los primeros síntomas de su sequedad fue la actuación miope y de tanto estorbo al Evangelio de, por ejemplo, T. de Beza. (Aunque su sucesor, nada que ver con el talante de Calvino.) Un modelo de estos que salieron es Francisco de Enzinas (1518?-1552), que forma parte de los que se van a otros lugares más propicios, como el mismo Juan de Valdés, aunque no está libre Enzinas de peligros y persecuciones. A Calvino escribe, al conocer amenazas contra su persona, que “no me dan mucho miedo, porque sé que tengo a Dios por protector, a cuyo deseo y voluntad me entrego completamente, para que actúe sobre mí”. Sin embargo, es su modelo uno de procurar evangelizar España desde una actividad externa. Calvino escribiendo a Francisco de Enzinas (pensando que su hermano había sido quemado en auto de fe), le dice que “ojalá se extiendan estos divinos incendios por todas las esquinas de España y las mentes más elevadas, removidas quizá con este ejemplo, se arrepientan al fin de la impiedad en que ahora viven”. [Cito de Jorge Bergua Cavero, 2006] Pensamos ahora de la evangelización dentro, por gente de aquí; y sus consecuencias. Ni siquiera me paro en esos más conocidos, Egidio y Constantino, sino de una mujer, de la que la semana anterior cité extenso de su proceso inquisitorial: Francisca de Chaves. En ella encontramos el modo evangelizador de la fe, la obediencia a la fe. Pero siempre debe asumirse que evangelizadora solo lo será quien posea primero el Evangelio, y éste le llega de gracia, por eso lo proclama también de gracia. Quien piense que mereció el Evangelio y por eso le llegó, solo puede ser portavoz de un “evangelio” de méritos. Reconoce Francisca que tuvo sus maestros, como vimos, en Egidio y Constantino. De Egidio, en carta explicativa de testigo jesuita enviada 5 días después del auto de fe, se afirma que, según la sentencia, “había dicho, después de haber sido retractado de sus errores los años pasados, que, aunque le hubiesen quitado el predicar, no dejaría de aprovechar a la iglesia chica (que es la suya), con cartas, comunicaciones, escribiendo, y que así lo hacía…”. Este mismo testigo afirma de Constantino que “se descubrieron algunas de las muchas sutilezas que tenía en el predicar su secta, las cuales entendían los de ellas, y no los otros.” También que tenía escondido “cartapacio escrito de propia mano, donde se conoció bien quién era, del cual refirieron algunas pocas cosas, dejando las demás por no ofender las pías orejas de los católicos. Llamaba a la Iglesia romana reino papístico, señorío tirano… [otro tratado] que decía cosas horrendas contra el Santo Oficio”. Efectivamente, el Evangelio que Egidio predicó incluía la declaración específica de la condena de otros evangelios con los que se engañaba a los oyentes. Nunca lo uno sin lo otro. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y queréis hacer sus obras. Esto se hacía claramente, también por Constantino, pero sabiendo dónde se predicaba, adaptando los modos y maneras. Fidelidad, no insensatez. Francisca creyó, creció, se edificó, y propagó la gloria de su Salvador. Con fidelidad. Por lo que conocemos, que no es mucho, lo hacía en su convento, también en otras reuniones en la ciudad. Seguramente uno de los centros de esa evangelización sería el Colegio de la Doctrina, que ella conocía muy bien. Queda claro que conocía la Escritura, y la explicaba, con todas las consecuencias. Sabía que quien recibiera ese Evangelio de vida podía morir a manos de la Bestia. Sabía que ella misma podía estar en esa situación, por eso cuando le llegó el tiempo, caminó con firmeza en su último discurso, su propia vida puesta en el fuego. Su preparación en los caminos de la fe, ineludible en todo quien quiera realizar obra evangelizadora, la lleva también a no negar el nombre de su Señor en medio del tormento, y negar el nombre de los otros miembros de la Iglesia; no pudieron sacarle ni una delación. Una mujer ejemplar, modelo de los que fueron en nuestra ciudad en el XVI. Manejaba literatura, leía. Conocía las obras de discusiones teológicas. Leía. Repartía esas obras, también se dice que había escrito algo. No lo conocemos. Apreciaba especialmente ese tratado de Consolación entre Cristo y su Iglesia Chiquita. Fíjense que nos centramos en su persona para mostrar la evangelización en nuestra iglesia en el XVI, pero no se puede centrar la mirada en ella aislada; evangelizar es propio de un “cuerpo”, y por eso al estar con ella, estamos con Egidio, con Constantino, con los que escriben fuera (Valdés, Enzinas, luego Juan Pérez, etc.). Cartas, predicación, visitas, acción personal, de todo vemos en el progreso evangelizador del que sale la ya conocida Iglesia Chiquita. Ese Evangelio, poder de Dios para salvación, que fructifica en el mismísimo corazón de las tinieblas, donde se asienta el Tribunal de la Bestia, llega por medios diversos, pero se asienta en la Palabra, de ella nace, con ella se consolida. Ya hemos visto cómo Egidio o Constantino enseñan, predican, comunican. Así lo hace Francisca. Todo porque esta iglesia en Sevilla levantada ha entendido que lo recibido por su Señor es para comunicarlo, y lo hace con lo que tiene, como puede, pero no cesa en la tarea. Luego está la acción providencial con la que el Señor del Evangelio mueve los vientos y el agua para que fructifique. Incluso este mismo auto de fe, con la abominación mostrada por el otro evangelio, el de la Bestia, es un modo de presentar ese Evangelio, y sigue hoy mismo con nosotros. (También sigue el otro, no se olvide.) Termina la carta este sujeto, el jesuita, dando gracias a la “divina majestad… que fue servido que se acabase ya de descubrir esta tan gran pestilencia que ha más de 25 años que se comenzó”. Antes confesó al ver estos sucesos (que los jesuitas habían propiciado con su actividad) “que tiene ya razón Sevilla de quedar humillada con este espectáculo… temblando de la justicia divina…” Aquí tenemos el claro “evangelio” de la Iglesia romana, para el que es abominación tanto las personas como la fe mostrada de Egidio y Constantino y Francisca. Cuando queman a nuestra hermana, cuando queman los huesos delante de un muñeco que muestra al predicador, están descubriendo su propia “predicación”. Y ese “evangelio” no ha cambiado ni un ápice, y es el que ahora pretenden revitalizar con la “nueva evangelización”. En ese auto de fe hay dos evangelios, dos predicaciones. Yo me quedo con uno, radicalmente en contra del otro, si no, no vale. Me quedo con nuestra Iglesia chiquita.

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