La despedida poética de Javier Sicilia

Reconocido desde siempre como el “poeta religioso” de su generación, la de los 50, ha asumido tal condición con los poemas que entrega en cada volumen y con un libro en el que reflexiona profundamente sobre las relaciones entre la poesía y la religión, “Poesía y espíritu”.

27 DE SEPTIEMBRE DE 2013 · 22:00

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Porque larga es la noche y todo es ya imposible[1] J. Sicilia Desde Cariátide a destiempo y otros escombros (1980), aunque él consigna como su primer libro Permanencia en los puertos (1982), hastaVestigios (2013), Javier Sicilia (México, 1956) ha dado testimonio de sus dos fidelidades: por un lado, a su fe cristiana inquebrantable y militante y, por el otro, al ejercicio continuo de la poesía; al mismo tiempo, ha desarrollado una notable labor periodística y cultural. Desafortunadamente, a partir del asesinato de su hijo José en la ciudad de Cuernavaca (sur de la ciudad de México) en marzo de 2011,[2]su trabajo literario comenzó a sufrir una transformación que preludiaba lo que ahora viene a ser una realidad: su adiós definitivo a la poesía como género de su preferencia. Muy dolido por su tragedia, y luego de un retiro espiritual por Francia, encabezó el Movimiento por la Paz con Dignidad y, como parte del mismo, al cual se unieron muchas iglesias, viajó a Estados Unidos en una caravana. A principios de abril, anunció que abandonaba la poesía y que publicaría su último libro en unos meses. “La poesía ya no existe en mí”, dijo en una reunión con seguidores, amigos y ciudadanos leyó uno de los textos, dedicado a su hijo, que integrarían el nuevo poemario: “Ya no hay más que decir/ el mundo ya no es digno de la Palabra/ nos la ahogaron adentro/ como te asfixiaron/ como te desgarraron a ti los pulmones/ y el dolor no se me aparta// Sólo pervive el mundo por un puñado de justos/ por tu silencio y el mío/ Juanelo”.[3]Con estos versos, deudores de T.S. Eliot por su alusión al desprecio por la Palabra, concluye Vestigios. Reconocido desde siempre como el “poeta religioso” de su generación, la de los 50, ha asumido tal condición con los poemas que entrega en cada volumen y, también, con un libro en el que reflexiona profundamente sobre las relaciones entre la poesía y la religión, Poesía y espíritu, publicado por la UNAM en 1998. Los 35 poemas que conforman Vestigio tienen un aliento bíblico y profético, una veta que ya había explorado en Vigilias (1994) y que continuó en otros poemarios. Dedicado a Juanelo, el epígrafe de Bram van Velde también es elocuente: “Es necesario tratar de ver, donde ver ya no es posible o donde ya no hay visibilidad”. “Época”, con una referencia a Lucas 15.20 (“Y levantándose partió hacia su padre”), es un poema-pórtico donde parece recuperar los diálogos perdidos, acaso con el hijo que partió antes de tiempo: “a veces reconozco/ el aroma del vino de la infancia/ el sabor del hogar” (p. 11). “Génesis”, que toma como consigna la cita de Juan 1.18(“Y puso su tienda entre nosotros…”) reelabora un recuerdo que proyecta al hablante a “la alegría del ser que acampaba en los labios/ y en la carne” (p. 15). “La caída” es un poema erótico que aun así alude a la caída del Edén y cuyo final recuerda las palabras de Teilhard de Chardin en el Himno al Universo: “¡Báñate en la Materia, Hijo del Hombre!, que Sicilia ocupó en una sección de la primera edición de La presencia desierta (1985), título con el que reunió toda su obra dos veces más (1996 y 2004): “y caímos desnudos/ como un saco de plomo/ en la múltiple oscura presencia de las cosas” (p. 16). En “Jacob”, el poeta alude a la escalera del sueño del personaje homónimo y atrae la imagen hasta el presente en un espacio cotidiano. “Horeb, “Logos” y “Adviento (I y II)” continúan con esta línea bíblica, pues en el primero habla del Dios que quiere ser un “tú” (“como se habla a las cosas/ con un tú/ a mí desde el vacío te decías/ tú a mí/ en el rumor del árbol”), en el segundo, alude al carbón que selló los labios de Isaías, el profeta y señala, en referencia a sí mismo: “Pero el carbón se incendia/ como llaga en mi boca,/ como pústula abierta”, y relaciona ese furor con el fulgor amoroso que lo quema “al fondo del misterio de sus labios”. El tercero, dividido en dos partes, la primera en homenaje al teólogo luterano alemán Dietrich Bonhoeffer, es un poema breve donde la espera de alguien anuncia la llegada de otro con la puerta cerrada y el cerrojo puesto, pero que “sólo puede abrirse desde adentro”. En la segunda, al encender la cuarta vela, las sombras resplandecen de luz “sobrepasando la espera”. Aquí se hace lugar una serie de poemas relacionados con el nacimiento de Jesús, pues “La espera o la tercera Anunciación”, “Cuarta Anunciación” (donde recuerda a Czeslaw Milosz), “Salmo para una Quina Anunciación” (que le permite sumar a santas-creyentes-poetas de varias épocas en una nueva procesión y cierra con una profunda exclamación: “diles a todas: ‘¡escuchen!/ yo habito en sus vientres desde entonces”), “Visita” (que alude a la venida del “Otro”, en un motivo místico y sacramental: “el pan reluce sus dorados/ el vino sangra de destellos la noche”/ y en la palabra tú nos separamos enlazados”, p. 29), “La Serenissima”, “Natividad” y “Natividad II”, todos son poemas que actualizan la encarnación del Hijo de Dios en un mundo íntimo, cercano. “El camello” es la nota autocrítica, la confesión de pecado, de indignidad, de esperanza: “porque larga es la noche/ y todo es ya imposible”. “Gethsemaní” manifiesta la ignorancia, el no saber qué hacer “desde que el mundo es una multitud”, se pierde el suelo bajo los pies y lo único que salva, como concluye el poema es saber que: “Sólo nos queda ser elegidos”. La elección divina caminando al lado nuestro, en las cosas de todos los días. En “Gethsemaní II” se ve a sí mismo como al “crucificado en las tinieblas” y, nuevamente, el amor es capaz de poseerlo “como se posee a un muerto”. Eso lo hace “Alguien”, quien “ha perdido su nombre impronunciable en mi boca// me trae entre sus labios/ como yo entre los suyos” (p. 37). Aquí el verso libre y el misticismo consuman unas felices bodas verbales, aunque siempre conectándose con el verso tradicional, medido y exacto, sin sobrantes: “y no dirá ya más su nombre impronunciable/ sino en el fondo helado del silencio”. “Omnipotencia” toma la doctrina para hablar del cuerpo mirado, el cuerpo herido, visto de nuevo como desde tantos años atrás, en la construcción infantil de la fe. El Cristo aludido, no nombrado, se posa en la mirada memoriosa: …en esa oscura iglesia donde voy los domingos, idéntico, inmutable, clavado a mis pupilas como cuando era niño. No había nada distinto a no ser que en tus ojos emergía el amor y era un vacío, una nada salida del naufragio, más profunda que un templo, más pura que los dioses, idéntica al vacío en donde me contienes y contienes el mundo (p. 38) Sicilia aprendió magníficamente la lección de Gabriel Zaid, creyente a trompicones también, quien se dirige a Dios y le dice: “Agua mansa, buen Dios en jaula,/ ¡mal te conoce quien te compra!”. Por eso, en “Pentecostés”, dedicado “a la memoria de mi padre en Asís”, la unión padre-hijo se cumplió en la unión con San Francisco. “Emaús-Santa María de Ahuatepec” alude a la simplicidad de un lugar apartado “donde los nombres no se pronunciaron”. Y es en “Parusía” donde asume un lenguaje seudopagano: “Muy lejos está el dios/ y es difícil captarlo”. Hay una ruptura, un desasosiego por acercarse al dios que no se ve y es incomprensible: “nadie arroja una red/ al norte del futuro”. Con “Apocalipsis o el peso global concluye esta parte abiertamente religiosa, en donde se pregunta por su comunidad de fe en estos tiempos sombríos en que el leguaje eliotiano, nuevamente, le sirve para gritar sus denuncias de tono escatológico: uno se pregunta en esta densa atmósfera católica […] ¿dónde un lugar, un sitio, un cielo y un infierno que orienten la memoria, sino la misma calle en todas partes ¿Y la Iglesia, la carne de sus fieles, el ya pero aún no donde andamos a tientas como una tribu en marcha, un rebañito blanco en las manos del Padre paciendo entre veredas que recuerdan su nombre?; ¿dónde quedó la Iglesia, la alegre contingencia que la calle somete a su control simétrico?; ¿y la casa del Padre, las mil habitaciones en la casa del Padre? […] (p. 45) Métrica exquisita y feroz exigencia cristiana, al mismo tiempo. Versículo al acecho y una fe desbordada. El libro concluye con poemas situados, domésticos, y alusiones al Dios escondido (“Absconditus” I y II: “te escondiste en la nada y nos susurras/ como el pulso en el fondo de una arteria”, p. 50), además de toques celanianos (“reza Señor/ sigue rogando/ ruega […]// reza Señor/ di el mundo// ruega en nuestro polvo/ y sea”, p. 53). “Tiempo y sazón” viene directamente del Eclesiastés y se eleva como una oración y así llega a “Los restos” (“Del verano volvimos, del misterio…”) y el poema que concluye todo: el volumen, el aliento, y esta labor lírica que se anula a sí misma en el fuego de la pasión creyente que no niega las fuentes de donde proviene (Michaux, Hölderlin, Juan de la Cruz, Nerval, Dante, Lowry y los hermanos Grimm) pero que sigue alumbrando desde su más entrañable y voluntaria oscuridad.

[1]J. Sicilia, “El camello”, en Vigilias. México, Ediciones Era, 2013, p. 33.
[2]Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Fe y misticismo en la poesía de Javier Sicilia”, en Magacín, de Protestante Digital, 26 de junio de 2011, www.protestantedigital.com/ES/Magacin/articulo/3940/Fe-y-misticismo-en-la-poesia-de-javier-sicilia.
[3]J. Sicilia, op. cit., p. 61. Cf. David Monroy, “Sicilia anuncia que abandona la poesía”, en Milenio Diario, 3 de abril de 2011, www.milenio.com/cdb/doc/noticias2011/7124535617041c8e5402057a53ebb10d.

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