Los asesinatos y sucesos de Ahualulco

A continuación damos espacio al escrito que daba cuenta de las atroces muertes de Stephens e Islas.

13 DE SEPTIEMBRE DE 2013 · 22:00

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El caso fue conocido en muchas partes de la geografía nacional porque resultó asesinado un misionero norteamericano. El 2 de marzo de 1874 cayó abatido John L. Stephens, en Ahualulco, Jalisco. Junto con él perdió la vida Jesús Islas. Ambos desarrollaban trabajos para la consolidación de la Iglesia congregacional en el poblado. En 1872 inician actividades en Guadalajara, capital de Jalisco, tres denominaciones protestantes: bautista, metodista y congregacional.[i] A ésta última pertenecían David Watkins y John L. Stephens. A su llegada establecen contactos “con quienes a causa de su rivalidad ideológica y política con la Iglesia [católica] o, por ser extranjeros podían brindarles el apoyo que necesitaban para comenzar la difusión de sus creencias religiosas y enfrentar la oposición del clero y los católicos”. Es así que entre sus primeros contactos “figuraron los liberales, los masones y uno que otro sacerdote apóstata, es decir que había abandonado públicamente su religión”; y también extranjeros protestantes (principalmente alemanes y estadounidenses) residentes en Guadalajara “se encargaron de introducir a los recién llegados en el círculo de militares y políticos [liberales] que detentaban el poder”.[ii] Watkins y Stephens conforman la Sociedad de Católicos Reformados en julio de 1873, y para diciembre del mismo año el grupo tiene diecisiete conversos. Los misioneros y los nacionales abren al culto público la Iglesia evangélica congregacional de Guadalajara, a la que llaman El Mesías, la Navidad de 1873.[iii] Es importante subrayar que las actividades de los ministros congregacionales tienen lugar en una sociedad en la cual ciertos sectores de la población mostraban algo de apertura a ideas distintas a las del catolicismo dominante. Al respecto es acertada la observación de Alma Dorantes: “Por lo menos cuatro décadas antes del arribo a la capital jalisciense de los primeros misioneros protestantes […] el clero mostraba ya preocupación por los cambios que percibía en la manera de pensar y de comportarse de los feligreses”. Tales “cambios los apartaban de las normas y creencias del catolicismo, haciéndolos más proclives a aceptar doctrinas condenadas por la Iglesia, entre ellas, las protestantes”.[iv] Por invitación de algunos de sus habitantes Watkins inicia visitas a lugares cercanos a Guadalajara, como Tlajomulco y Tlaquepaque. En tanto que Stephens “viajó diez horas en diligencia para llegar a Ahualulco en noviembre de 1873.[v] Sobre los acontecimientos de Ahualulco se reprodujo en distintos periódicos del país un escrito que dio cuenta del hecho. Por ejemplo, el periódico liberal El Monitor Republicano, que se publicaba en la ciudad de México, dio espacio a la crónica originalmente dada a conocer en La Lanza de San Baltasar (o Baltazar, como también aparecía en el impreso).[vi] A continuación damos espacio al escrito que daba cuenta de las atroces muertes de Stephens e Islas: Con profundo sentimiento y muy justa indignación, tomamos la pluma para consignar en nuestras columnas la narración sencilla y verídica de los acontecimientos que tuvieron lugar en Ahualulco en la madrugada del día dos del presente. Si durante esta penosa tarea que nos hemos impuesto, se escapare de nuestros ojos alguna lágrima, sea ella ante Dios y ante la sociedad un testimonio de la verdad y buena fe con que escribimos. En la madrugada del penúltimo lunes [2 de marzo], hacia la una de la mañana, se situaba un pequeño grupo de hombres al parecer algo ebrios, frente a la casa del Sr. D. Antonio del Llano, la cual recientemente habitaba el joven misionero cristiano D. Juan Stephens. En medio de aquel grupo tocaban dos músicos de violín, lo cual parece que no tenía otro objeto que el de señalar la hora en que debían reunirse los facinerosos, destinados para cometer en nombre de la religión uno de aquellos crímenes que deshonran a la humanidad, y de que el mundo se horroriza. El grupo que al principio fuera pequeño, muy pronto quedó convertido en una gran multitud, de entre la cual se lanzaban los gritos de “¡Viva nuestro párroco!” “¡Mueran los protestantes!”, arrojando al mismo tiempo varias piedras hacia la puerta y ventanas de la casa, y disparándose algunos tiros, todo lo cual ponía en alarma a la población, particularmente a la parte céntrica, pues que en ella se ignoraba la causa de aquel inesperado motín. Tan luego como se hubieron reunido más de doscientos hombres, la chusma atacó frenética la puerta de la casa para franquear la entrada y consumar el atentado. Cuando el joven Stephens comprendió que aquello no era un simple escándalo producido por los vapores del vino sino que realmente se trataba de sacrificársele, pues así lo demostraban los asaltantes con sus hechos y más aún con sus palabras, entonces, con la abnegación y reposo que sólo puede inspirar una conciencia tranquila y ajustada, tomó una Biblia, y dijo a D. Severino Gallegos y a otra persona que le acompañaban, que procuraran salvarse. Gallegos subió a la azotea con suma dificultad, y así escapó; la otra persona logró salir a la calle, salvando algunas bardas por detrás de la casa; pero el desgraciado Stephens, mal oculto sobre un tejado, esperó los acontecimientos. Los bandidos por fin habían abierto la puerta, fracturando una parte de ella, y rabiosos, electrizados, endemoniados, se lanzaron al interior de la casa en busca de sus moradores, blandiendo sus armas: mosquetes, pistolas, puñales, machetes, palos, hachas, etc., gritando siempre “¡Viva nuestro párroco!” “¡Mueran los protestantes!”. Una parte de aquellos malvados había penetrado al corral, mas como entre ellos andaban mezclados los auxiliares del mismo pueblo, Stephens vislumbró un rayo de esperanza, y descendiendo del lugar donde se encontraba, se les presentó a éstos pidiéndoles socorro… y la protección que se le dio fue… disparar sus armas sobre él, atravesándole el pecho y despedazándole el cráneo, dejándole muerto en le acto. El desgraciado Sr. Stephens cayó, con su Biblia aún en la mano, y sus labios no profirieron una sola palabra contra sus verdugos católico romanos. ¡Su alma purificada por el martirio voló al seno de Dios! ¿Qué experimentó Stephens en aquellos momentos de terrible emoción y de suprema angustia, al contemplar cerca de sí, solo, abandonado, la triste suerte que le esperaba? Indudablemente que a su alma se agolparían en tropel mil recuerdos y pensamientos que más y más amargaron aquellos instantes. El recuerdo querido de la patria, la memoria santa y carísima de sus padres, de sus hermanos y de sus amigos… así como a sus más queridos recuerdos, y a sus más caras afecciones. ¡La muerte le asestaba el golpe seguro, inevitable! Mientras tenían lugar las escenas referidas, en el interior de la casa se perpetraba otro crimen cerca de ella, en la persona de un hombre llamado Jesús Islas. Este vivía en la cochera de aquella, y como hubiese ocurrido a alguno de aquellos asesinos penetrar por la habitación de Islas y este se resistiese a satisfacer sus malditos deseos, le asesinaron luego sin piedad, a puñaladas y machetazos. Tan luego como Stephens cayó, le desnudaron del todo, y la turba satisfecha de su obra, saboreando aún su crimen, por el cual obtendría algunas indulgencias plenarias, abandonó la casa después de robar o destruir cuanto en ella encontró. Una parte de los asesinos se dirigió a las iglesias y con dos repiques a vuelo solemnizó el glorioso triunfo que un puñado de apaches católicos romanos acababa de obtener, sacrificando dos víctimas inocentes. Entre tanto, otra porción de estos descendientes de Torquemada, entre imprecaciones, gritos y risotadas, hacían un auto de fe en la plaza pública, con varias biblias, libros y papeles de Stephens. Ahora bien, señores del clero romano, en vano os encaretais con el antifaz religioso; por vuestras obras sois conocidos, así como es conocido el árbol por sus frutos. Si el joven misionero cristiano Stephens se presentó en Ahualulco a predicar las doctrinas de la Iglesia evangélica, estaba en su derecho, pues le garantizaba la ley el ejercicio público de su religión y la predicación libre de su doctrina. El joven Stephens se había establecido en Ahualulco hacía tres meses, sus trabajos le hacían concebir halagadoras esperanzas. Había fundado una congregación religiosa, cuyos miembros en gran parte pertenecientes a la clase desvalida del pueblo, recibían instrucción frecuente, siendo notable la moralidad de los nuevos creyentes. Así mismo, había fundado también una escuela de niños, en la cual eran tratados estos por Stephens con el cariño de un padre o con el afecto de un amigo. Con frecuencia repartía libros, opúsculos y otros varios impresos, buscando en todo el adelanto intelectual, moral y religioso de sus hermanos. Siempre afable y dulce, él abría sus labios para consolar al que sufría y extendía su mano para aliviar las penas del menesteroso. Díganlo por nosotros los buenos hijos de Ahualulco. Ahí están los muchos indígenas con quienes Stephens repartía su pan, con la sinceridad y dulzura que sólo puede inspirar la moral verdaderamente cristiana. Ahí están los niños pobres, que aún cubiertos de míseros andrajos, eran acariciados por el cristiano misionero, quien mil veces los sentó sobre sus rodillas durante algunas explicaciones, como lo hiciera un padre con sus hijos. Le hemos visto en el fin de sus días, en los momentos más solemnes y angustiosos de la vida, procurar la salvación de sus compañeros, y el entregarse en brazos del destino, confiando en la Providencia. Si el martirio prueba cuando menos la buena fe del apóstol, Stephens con su sangre ha sellado la santidad de su misión. El Stephens se notaba un desarrollo precoz de grandes virtudes, como que estaba destinado por el cielo para sufrir el martirio, apenas en la flor de su vida. ¡Que su alma, en unión de la de Islas, reciba en el seno de Dios el premio de su sacrificio! ¡Que la sangre de estas víctimas inmoladas por la ferocidad del catolicismo romano, caiga, no sobre los instrumentos de su martirio, no sobre los inmediatos asesinos, sino sobre los que decidieron y prepararon la comisión de tan infame atentado! Si el Sr. Stephens fundaba sus doctrinas en su Biblia, ¿por qué no le atacasteis con vuestra Biblia, mediante una discusión franca y leal? Porque vosotros sois los antípodas de la luz. ¿Si sois los poseedores de la verdad, para qué apeláis a la calumnia? ¡Si tenéis de vuestra parte la razón y la justicia, para qué echar mano de un crimen espantoso? Porque sois hijos de Caín y descendientes de Fr. Juan de Torquemada. ¿Si vuestra doctrina es hija del cielo, para qué la defendéis con el puñal? Porque vosotros en los grandes conflictos santificáis todos los medios. ¡Si tenéis la asistencia del Espíritu Santo, para qué empleáis asesinos? Porque vosotros confiáis mejor que en el Espíritu Santo, en la lógica del asesino. Lo repetimos, en vano os encubrís con el antifaz de la religión: vuestras obras os denuncian. Las épocas más luctuosas de la historia de la humanidad, están señaladas por vuestros hechos. Desde que os habéis separado de la doctrina pura del Evangelio, os venís dando en espectáculo al mundo, y por eso el mundo os conoce bien. Una palabra más y os dejaremos confundidos del todo ante vuestros mismos creyentes. En primer lugar, notaremos la diferencia que existe entre la doctrina católica romana y la doctrina cristiana evangélica. La Iglesia romana sostiene que un Papa, aun cuando sea el hombre más criminal del mundo, es no obstante el vicario de Cristo y está constantemente asistido por el Espíritu Santo, como si fuese compatible la asistencia del Espíritu Santo con la obstinación en el pecado. La Iglesia evangélica no admite que el papa sea el viceregente de Jesucristo en la tierra. La Iglesia romana prescribe el culto de las imágenes. La Iglesia evangélica no admite otro culto, sino el que solamente el que se debe a Dios y a Jesucristo. La Iglesia romana tiene siete sacramentos, por cuya administración se hace pagar conforme a los aranceles establecidos por los obispos. La Iglesia evangélica tiene menos de de siete sacramentos y condena la costumbre y el mandato de pagar por recibirlos. La Iglesia romana no quiere que el pueblo lea la Biblia, sino que solo oiga lo que se le quiere explicar. La Iglesia evangélica pretende que el pueblo lea la Biblia y escuche su explicación. La Iglesia romana admite la existencia del purgatorio como lugar de expiación para las almas, del cual pueden salir en virtud de los medios de Cristo, y cuyo beneficio se obtiene o bien por medio de las indulgencias que se ganan practicando algún acto religioso, o comprando algunos objetos benditos, con la precisa condición de pedir el exterminio de todos los que no sean católicos romanos, o bien mediante la aplicación de misas, por lo cual loo menos que se da al ministro es un peso. La Iglesia evangélica enseña que el alma del hombre que muere perdonado por Dios nada tiene que expiar y va al cielo; pero si muere sin ser perdonado sufrirá un castigo eterno. La Iglesia Romana ha declarado artículo de fe la concepción inmaculada de María. La Iglesia evangélica nada dice sobre este punto, sino que lo deja a la voluntad de sus creyentes, pudiendo creerlo o no creerlo, lo mismo que sucedía en la Iglesia romana antes de la definición hecha por Pío IX. Señaladas las principales diferencias entre la Iglesia romana y la Iglesia evangélica, de la que era ministro Stephens, bien se ve que sus puntos de desacuerdos no afectan la esencia del cristianismo. Una y otra Iglesia creen en el mismo Dios, admiten a Jesucristo como hombre y Dios y redentor de la humanidad, tienen en su doctrina los mismos misterios, el mismo Evangelio y la moral. ¿Qué razón puede bajo algún aspecto justificar los asesinatos de Ahualulco, cometidos en la persona inofensiva y ejemplarmente virtuosa, sólo porque era un misionero cristiano de la Iglesia evangélica, en la de un pobre y honrado hijo del pueblo, neófito de la misma Iglesia? ¿No hacían uso de un derecho sagrado e incontrovertible, el uno para predicar su doctrina y el otro por creer? La libertad de conciencia, la libertad de cultos, importan una necesidad imperiosa, precisa e imprescindible. Si la religión en general es una exigencia para el hombre sobre la tierra, no por esto tiene un hombre derecho para imponer por la fuerza a otro hombre una creencia determinada, Desde el momento en que una religión se impone por la fuerza, se convierte en un yugo pesado. Nosotros creemos que en el globo no existe religión alguna mejor que la que fundó Jesucristo; pero si aún esta religión debiera imponerse por la fuerza, sostenerse por el abuso y defenderse con la hoguera, el veneno o el puñal, Cristo habría mentido cuando dijo: “mi yugo es suave, mi carga ligera”, y nosotros abjuraríamos de ella. Si fuera de Dios los hombres no pueden reconocer otro Creador y Padre común, todos los hombres son hermanos entre sí. En consecuencia, un hombre no puede ver en otro hombre sino un hermano, sea cual fuere su patria, su raza, su color, sus creencias y aún sus obras, así como Dios no ve en él sino una criatura suya. Si en hombre instruido y virtuoso vemos un hermano que va por el buen camino; en el hombre pervertido, ignorante y vicioso no debemos ver sino un hermano extraviado, y así, sobre todos y cada uno de los demás hombres pesa de una manera imperiosa y precisa el deber de tenderle la mano para volverlo al buen sendero, pero nunca el de nunca arrancarle una existencia que no le dimos, sin más razón que el no creer lo que nosotros creemos. Al que vive en el error se le persuade; pero no se le mata. Nadie en el mundo está autorizado por Dios para que en este caso haga sus voces. El hombre que dice: “yo soy santo”, miente. El que dice: “yo soy justo”, miente. El que dice: “soy infalible, miente, más aún, blasfema. Porque quien dice: “yo soy santo, justo e infalible”, dice: “yo soy Dios”, y el que dice “yo soy Dios”, es un miserable mentiroso, es un blasfemador. A los hombres que se creen autorizados para atentar contra la vida de sus hermanos, porque sean hijos de otro suelo o porque tengan distintas creencias religiosas; así como a los obispos y aún a los mismos papas, que sin caridad lanzan el anatema, en vez de lanzar la luz sobre el hombre extraviado, les diremos lo que Jesucristo dijo a los hipócritas que perseguían a la mujer adúltera: “El que de vosotros esté limpio, que arroje la primera piedra”. ¿Y si no hay razón para imponer por la fuerza religión alguna, menos la hay para asesinar al que no cree lo que nosotros creemos. Por consiguiente, las instigadores y autores de los asesinatos de Ahualulco, son reos de un crimen inmensamente grave. Han comprometido el buen nombre de México en el extranjero, en donde nos calificarán de hotentotes; han ultrajado la sociedad en sus más preciosas garantías, asesinando a su vista a dos personas a quienes aseguraba la ley el ejercicio de sus derechos. Han atacado, lastimado, herido la gran reforma que el pueblo conquistó con diez años de sacrificios terribles, desde 1857 hasta 1867. Han retrocedido trescientos años por lo menos, para sacrificar dos víctimas y arrojar sus cadáveres mutilados al gran Partido liberal, en señal de un desafío a muerte, han pisoteado la ley y escarnecido la justicia en desprecio del gobierno. La sociedad, justa y profundamente alarmada, reclama la reivindicación de sus derechos, hollados por una chusma desenfrenada de fanáticos embrutecidos por la esclavitud y la ignorancia, por una asquerosa gavilla de asesinos religiosos, por una horda de apaches hijos de Roma, y para quienes las leyes de la hospitalidad y aún los sentimientos más comunes de compasión son desconocidos. ¿Hará el gobierno pronta y cumplida justicia? Se trata de salvar el honor nacional ante las naciones civilizadas del mundo; se trata de salvar la existencia de las instituciones; se trata de salvar las grandes conquistas del pueblo; se trata de saber si el capricho de una funesta bandería es superior a la ley; se trata de castigar la insolencia con que se levanta el vandalismo religioso desafiando el poder del gobierno mismo; se trata de saber si los malvados imponen las ley a los hombres de bien. ¿Tiene el gobierno poder? Sí. ¿Tiene voluntad? Pronto lo veremos. Por lo que a nosotros toca, si por el solo hecho de haber escrito estas líneas se decide nuestra muerte por el directorio católico romano, estamos resueltos a perder estoicamente la vida. ¿Quiere la hidra sacrificar más víctimas? Aquí estamos nosotros. Juramos ante Dios no retroceder ni un paso. ¿Quiere destruir otra existencia? Aquí está la nuestra. No tenemos ni su puñal, ni su veneno. ¿Quiere verter más sangre? Aquí está la que circula por nuestras venas. Nuestro corazón no tiembla delante de sus sicarios. Dios nos hará justicia. Nosotros no somos protestantes, no; tampoco somos romanos; nuestra religión se reduce a los preceptos del Decálogo y a la moral del Evangelio. Si para ser un buen católico romano es preciso ser un buen asesino, ¡maldito sea el catolicismo de Roma! Tampoco por esta vez defendemos religión alguna, defendemos sólo los fueros de la justicia, los derechos de la sociedad, las garantías individuales, el respeto a la ley y las conquistas del gran Partido liberal. Hasta aquí La Lanza de San Baltasar. La narrativa de lo reproducido informaba no solamente de las violentísimas muertes de John Stephens y Jesús Islas, sino que además nos revela el estado de las ideas en personajes contrarios a la intolerancia contra los protestantes. Cabe mencionar que el autor del escrito fue el ex sacerdote católico romano Felipe de Jesús Pedroza, editor de La Lanza, “periódico de tendencia anti clerical, que puso su imprenta a disposición de los misioneros” congregacionales.[vii] Pedroza tiempo después “pidió perdón a la Iglesia católica y regresó a las filas del clero; en adelante, a la imprenta se le conoció como Imprenta evangélica”.[viii] Por deducción de lo que informa en su estudio Gerardo Gutiérrez Cham, La Lanza de San Baltasar comienza su circulación en mayo de 1873.[ix] El periódico se presentaba como “el azote de las lumbreras clericales de la capital de Jalisco”.[x] En sus páginas sostuvo intensas polémicas con su contraparte católica, La Religión y la Sociedad. El editor fue el sacerdote Agustín de la Rosa, quien inició la primera época del periódico en 1865, “cuando Guadalajara estaba en manos de autoridades civiles y militares del Segundo Imperio” encabezado por Maximiliano.[xi] Una de las razones que provocó “la aparición de La Religión y la Sociedad fue el aumento en la circulación de biblias protestantes, como lo denunció el arzobispo [de la diócesis de Guadalajara, Pedro] Espinosa”.[xii] De regreso al caso de John L. Stephens y Jesús Islas, el asunto concluyó judicialmente con la captura y encarcelamiento de varios de los involucrados en los asesinatos. El cura Reynoso, señalado como el principal responsable de haber llamado a no permitir la presencia de los protestantes en Ahualulco quedó exonerado de todo cargo. No así cinco de los participantes en los crímenes, que fueron sentenciados a muerte y ejecutados.[xiii]

[i] Alma Dorantes González, “La llegada del Evangelio protestante”, en Patricia Fortuny Loret de Mola (coordinadora), Los otros hermanos. Minorías religiosas protestantes en Jalisco, Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Jalisco, Guadalajara, 2005, p. 62. [ii] Ibíd., p. 63. [iii] Ibíd., p. 66 y María Guadalupe García Alcaraz, en Carmen Castañeda García, Luz Elena Galván Lafarga y Lucía Martínez Moctezuma, Lecturas y lectores en la historia de México, “Las niñas lectoras de la Escuela Evangélica de Guadalajara”, CIESAS-El Colegio de Michoacán-Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2004, p. 265. [iv] Alma Dorantes González, “Lectores católicos, secularización y protestantismo en el siglo XIX”, Estudios del Hombre, núm. 20, 2005, p. 157. [v] Alma Dorantes González, “La llegada del Evangelio protestante”, loc. cit., p. 66. [vi] El Monitor Republicano introdujo así, en su edición del 28 de marzo de 1874, la pieza periodística: “El notable artículo que hoy publicamos en seguida, tomado de La Lanza de San Baltasar que se publica en Guadalajara, contiene más pormenores acerca de los asesinatos cometidos en Ahualulco”. [vii] Alma Dorantes González, “La llegada del Evangelio protestante”, loc. cit., p. 69. [viii] Ibíd. [ix] Gerardo Gutiérrez Cham, “Argumentación falaz en dos periódicos religiosos de Jalisco, siglo XIX”, Relaciones, vol. XXXI, núm. 124, otoño de 2010, pp. 234 y 241. [x] Miguel Ángel Castro y Guadalupe Curiel (coordinadores), Publicaciones periódicas mexicanas del siglo XIX: 1856-1876 (Parte I), UNAM, México, 2003, p. 66. [xi] Alma Dorantes González, “lectores católicos, secularización…”, loc. cit., p. 169. [xii] Ibíd. [xiii] Alma Dorantes González, “Una guerra religiosa de papel (impresos católicos del siglo XIX sobre protestantismo)”, Religiones y Sociedad, núm. 8, enero-abril de 2000, p. 94.

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