El origen del ateísmo de Freud

Freud tuvo dos tipos de experiencias en la infancia que hicieron germinar su marcado carácter antirreligioso, a lo que se añade la relación que tuvo con sus padres, claramente de carácter edípico.

07 DE SEPTIEMBRE DE 2013 · 22:00

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El día 6 de mayo de 1856 nació Sigismund Freud en Freiberg de Moravia (hoy Pribor, de la antigua Checoslovaquia). Fue hijo del tercer matrimonio de Jakob Freud con Amalia Nathansohn. Cuando acabó el bachillerato se cambió el nombre de Sigismund por otro alemán muy parecido, Sigmund, que en hebreo correspondía a Salomón. Freiberg era una pequeña ciudad de unos cinco mil habitantes mayoritariamente católicos. Sólo el dos por ciento eran protestantes y judíos. Su padre, Jakob, un comerciante de tejidos de origen judío, se trasladó junto a su familia a Viena por motivos laborales. En aquella época Sigmund sólo tenía cuatro años de edad. Más tarde, en la escuela fue instruido en Sagrada Escritura y en hebreo por el profesor Hammerschlag, hombre por el que Freud sintió siempre un profundo cariño y respeto. Sin embargo, pronto tuvo dos tipos de experiencias que hicieron germinar en él su marcado carácter antirreligioso. La primera fue a causa de la relación con la anciana niñera checa que lo cuidó durante sus primeros años de vida. Se trataba de una mujer inteligente y rigurosa pero también vieja y fea, en opinión del mismo Freud, que le inculcó las ideas católicas acerca de la bondad del cielo y los horrores del infierno, con los que le amenazaba cuando no se portaba bien. Cada domingo lo llevaba obligatoriamente a misa, lo cual provocó en él una neurosis infantil. Freud sentía aversión por las ceremonias y por las doctrinas religiosas. En cierta ocasión la niñera fue sorprendida robando y se la condenó a diez meses de prisión. La asociación entre el ritualismo católico que practicaba tal cuidadora y su comportamiento hipócrita e inmoral, influyeron negativamente en la concepción religiosa del pequeño Freud. Además era consciente de que la niñera se ocupaba de él porque su joven madre tenía que cuidar de su recién nacida hermana Ana. Todo esto fue muy desagradable para Freud que se vio así desplazado del cariño de su madre. La segunda experiencia negativa fue el descubrimiento del antisemitismo católico que se respiraba en su época. Freud fue marginado por su origen judío tanto en la escuela primaria como en el gimnasio y la universidad; tuvo que soportar todo tipo de humillaciones por parte de los “cristianos” antisemitas y prácticamente careció de amigos entre los no judíos. Siempre fue consciente de ser “un sucio judío” para aquellos cristianos que decían tener “consideración para con el prójimo”. Cuando tenía doce años su padre le contó una mala experiencia que le había ocurrido tiempo atrás durante su juventud. Mientras paseaba en domingo por una calle de Freiberg, bien vestido y con una gorra nueva sobre la cabeza, un católico con el que se cruzó le quitó la gorra y la arrojó al arroyo gritándole: “¡Bájate de la acera, judío!”. A la pregunta del pequeño Freud: “Y tú, ¿qué hiciste?”, el padre respondió tranquilamente: “Dejar la acera y recoger la gorra”. Esta actitud no le pareció demasiado heroica al muchacho y, según confesó años después, la sustituyó en su imaginación por otra que respondía mejor a sus sentimientos. Aquélla en la que Amílcar Barca, el padre de Aníbal, hizo jurar a su hijo que se vengaría de los romanos. A partir de ese momento el personaje histórico de Aníbal tuvo un primer lugar en las fantasías de Sigmund Freud, aumentando su odio y sus deseos de venganza, a la vez que se forjaba la convicción de que la fe cristiana carecía de toda credibilidad. Por tanto, vivió entre dos mundos religiosos que nunca le satisficieron; de una parte la situación de inferioridad del judaísmo oprimido que profesaban sus padres y de la otra, el catolicismo opresor de la nación en la que se educó. La relación que tuvo Freud con sus padres fue claramente de carácter edípico. Esto llegó a reconocerlo él mismocon mucha sinceridad mediante estas palabras: “también en mí comprobé el amor por la madre y los celos contra el padre” (Freud, 1972, Obras completas, 9 vols., Biblioteca Nueva, Madrid, (9): 3584). La madre, Amalia, era una mujer simpática, presumida y mucho más joven que su marido, Jakob, quien le doblaba la edad. En cierta ocasión el pequeño Sigmund la vio desnuda y esto contribuyó a su eterno deseo de reunirse con una madre amada e idealizada. Para él, su madre representaba el principio del placer mientras que el padre era el rival autoritario y terrible que se la arrebataba exigiendo a la vez respeto y sumisión. Freud vivió su propio complejo de Edipo al experimentar esa tendencia a eliminar a quien le privaba del cariño de su madre. Durante toda su existencia trató de superar tales inclinaciones y llegó a la conclusión de que las relaciones con los padres en los primeros tres años de la vida eran decisivas y condicionaban a todas las personas. Sin embargo, la incapacidad para superar esta ambivalencia afectiva hacia su padre le acompañó durante toda la vida. Incluso llegó tarde al funeral del mismo y después se reprochó frecuentemente su conducta negligente. Hans Küng explica así estas complicadas relaciones familiares: “[...] el padre de Freud, tras la muerte de su segunda mujer y con dos hijos, teniendo más de cuarenta años y siendo abuelo, contrae matrimonio con una joven judía que aún no había cumplido los veinte años y que un año después trae al mundo a Sigmund como primogénito de ocho hermanos. Así, Freud, nada más nacer, ya es tío, y su compañero de juegos, el hijo de su hermanastro Emanuel, casi de la misma edad, pero más fuerte que él, es su sobrino y llama abuelo a su padre. Cuarenta años más tarde, muerto ya su padre, constata Freud en su implacable autoanálisis el clímax de una neurosis: una inconsciente rivalidad y repulsa contra su padre, que había sido para él la encarnación de la autoridad, la prohibición y la coacción, a la par que una pasión por su juvenil madre; en una palabra: ¡lo que él llamó complejo de Edipo!” (Küng, 1980, ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid, 370). El análisis psicológico que Freud hace de sí mismo le lleva a la opinión de que tales tendencias edípicas constituyen un rasgo humano universal. También cree que ser el favorito de la madre proporciona una seguridad especial que puede conducir al éxito en la vida. Sin embargo, cuando no se supera del todo el complejo de Edipo -como sería su caso- puede resultar imposible aceptar en la vida a los demás ya que se les ve como eternos rivales. Si no se admite al padre, si se recela continuamente de los otros, resulta muy difícil aceptar al Otro, a Dios como realidad trascendente y Padre del ser humano. Este fue el principal problema de Freud que está en la base de su manifiesto ateísmo y su apasionamiento por los fenómenos ocultos. A pesar de los esfuerzos de su madre Amalia por introducirlo en la fe judía, Freud creció sin creer en Dios ni en una existencia después de la muerte y, de la lectura de sus escritos, tampoco se desprende que en algún momento encontrara a faltar esta clase de fe.

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