Carlomagno y la vuelta del Imperio

El papa León III bajó del trono desde el que presidía la misa, tomó una corona imperial y se dirigió hasta donde se encontraba el rey Carlomagno.

28 DE JUNIO DE 2013 · 22:00

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El vacío de poder en el Imperio Romano de Occidente durante los siglos V, VI, VII y VIII dejó paso a la formación de un nuevo imperio durante el siglo IX cuyo centro sería el reino de los francos. Carlomagno logró desbancar a los lombardos y dominar un vasto territorio de la Europa occidental. Los francos se habían acercado al papado con la intención de pacificar Italia y aumentar su poder. El rey de los francos sabía hasta qué punto el poder simbólico del Papa podía refrendar sus pretensiones de convertirse en el Emperador de Occidente. Por eso, en la Navidad del año 800, Carlomagno y su hijo asistieron la misa en San Pedro. En el corazón de la cristiandad católica estaba a punto de producirse un acto simbólico de vital trascendencia. El papa León III bajó del trono desde el que presidía la misa, tomó una corona imperial y se dirigió, supuestamente de manera improvisada hasta donde se encontraba el rey Carlomagno. Detrás de esta sencilla ceremonia había meses de negociación entre la iglesia y el estado franco, aunque ambos actores intentaron parecer lo más naturales posibles. El papa León III levantó los brazos delante de Carlomagno y colocó, en nombre de Dios, sobre su cabeza, la corona de oro del emperador, después dio a su hijo el título de rey. El pueblo de Roma saludó al Emperador al grito de: “¡A Carlos Augusto, coronado por Dios, grande y pacífico emperador de los romanos, vida y victoria”. Aunque la ceremonia parecía sencilla y el acto lógico, a la larga supuso una época muy oscura para Occidente y en especial para el papado. A partir de ese momento, el poder temporal comenzó a premiar sobre el poder espiritual. Si en ese acto un Papa nombraba al emperador en nombre de Dios, a partir de ese instante, los emperadores comenzarían a inmiscuirse en los asuntos de la Iglesia Católica. En primer lugar, manteniendo a uno de sus hombres de confianza de manera permanente en Roma, para controlar los actos del Papa. En segundo lugar, los emperadores comenzarían a influir en la elección de los siguientes papas, buscando siempre el más afín y dócil a sus ambiciones y deseos. Poco a poco, el primer gran cisma de la Iglesia Católica comenzaba a perfilarse, aunque aún pasarían muchos años antes de que la Iglesia de Oriente rompiera toda relación con la Iglesia de Occidente.

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