Ángeles en misión especial

Cuando Ginger temía que su esposo volviera a caer en su semi inconsciencia, ojos cerrados y labios en silencio, ocurrió.

15 DE JUNIO DE 2013 · 22:00

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El 29 de mayo recién pasado se cumplieron dos años desde que mi amigo y hermano John Mills, de Greenboro, North Carolina instaló su nueva residencia en el cielo. (1) Se fue solo, como suele ocurrir. Ginger, su esposa, que en quieta esperanza vela por su turno, sigue añorándole como el primer día aunque este tiempo le ha servido para reorientar su vida y darle un sentido de servicio que no lo había desarrollado antes. Ginger acaba de escribirme una nota en la que me dice: «¿Puede creer que han pasado dos años desde que John falleció? Lo extraño pero sé que él está en un lugar mucho mejor». ¡Un lugar mucho mejor! Esta frase de Ginger trajo a mi recuerdo algo que ella me contó hace, precisamente dos años y que hasta ahora solo había compartido en conversaciones privadas. Pensando en contar esta experiencia a un público lector más amplio, le pedí que me resumiera de nuevo lo que ocurrió aquella mañana del domingo 29 de mayo de 2011 en el cuarto del hospital desde donde John fue «rescatado». (2) SON OCHO John había entrado en una etapa de semi inconsciencia. Era evidente que su fin estaba cercano. Sentada junto a la cabecera de su cama Ginger clamaba: «Dios, haz que abra sus ojos y me mire». Pasaron unos segundos sin que nada ocurriera. Silencio en el cuarto. Nadie hablaba. No había mucho que decir, solo esperar. Como el enfermo no requería atención médica especial inmediata salvo alguna emergencia que no se preveía, solo su esposa y otros familiares ocupaban sus sitios en el cuarto. Ginger, tomada de la mano de John, esperaba una respuesta a su oración. No era mucho pedir. Solamente que su esposo abriera los ojos y le dedicara una mirada. Quizás la última. Por la mente de Ginger pasaban innumerables escena de su vida junto a John. Había sido toda una vida de felicidad sin olvidar las etapas de profunda pena que habían vivido. Pero ahora, nada ocurría. Hasta que de pronto, John abrió los ojos y posándolos en su esposa, le brindó la sonrisa más amorosa que Ginger recuerde. No hubo palabras. Solo una mirada y una sonrisa. Todo parecía haber comenzado allí y nada hacía suponer que no terminaría allí. Ginger no pedía más. Esos ojos que tanto amor le habían brindado a lo largo de años, volvían a decirle: «¡Te amo!» Y esa sonrisa que parecía originarse en lo más profundo de su corazón, parecía decirle: «¡Tranquila, que todo está bien!». Cuando Ginger temía que su esposo volviera a caer en su semi inconsciencia, ojos cerrados y labios en silencio, ocurrió. John desvió la mirada y sus ojos empezaron a posarse en puntos fijos en el espacio dentro del cuarto. La sonrisa no desapareció de su rostro sino que más bien se acentuó. John seguía con la mirada algo que se movía quedamente por el espacio dentro del cuarto. Nadie, salvo él, veía nada. Ginger le preguntó qué estaba mirando; qué era lo que veía. En una hoja de papel y un lápiz que le puso en la mano, John dibujó el número 8. Y lo hizo así durante tres veces. Se le preguntó qué quería decir con ese número 8. John alzó sus manos y con los dedos, volvió a indicar 8; lo hizo en fáticamente, como si los demás en el cuarto no tuvieran dificultad para entender lo que eso significaba. Y luego habló, evidentemente dirigiéndose a una sobrina que estaba de pie junto a la ventana del cuarto: «¡No dejen que ninguno salga por esa ventana!» Al recordar ese hecho tan extraño, Ginger dice: «Nosotros, los que acompañábamos a John en ese cuarto, siempre hemos creído que lo que él veía y que no era visible para nosotros, eran ángeles que Dios había enviado para llevarlo a Casa. Estaban ahí, esperando, visibles para él, invisibles para nosotros; sin embargo, creo que John creía que nosotros estábamos viendo lo mismo que veía él». Después de eso, John volvió a cerrar los ojos y su rostro, en lugar de la sonrisa que había brindado a su esposa, adquirió ahora un dejo de paz que solo un espíritu satisfecho puede generar. Poco después, expiró. Era la mañana del domingo 29 de mayo de 2011. Esta es la historia de John y Ginger Mills, de Greensboro, North Carolina. Los lectores pueden o no creerla. Mucho se ha hablado, escrito y especulado acerca de ángeles deambulando por aquí y por allá en medio de los hombres. Nosotros creemos que cuando los ángeles salen de su hábitat celestial lo hacen, exclusivamente, en cumplimiento de una misión especial y específica encargada por el mismísimo Dios. Y que una vez cumplida la orden, regresan al seno del Padre. Por lo dicho, nos ubicamos en el lado de los que creen. Ginger finaliza su nota diciendo: «Mi vida ha sido ricamente bendecida por quien fue mi esposo. La vida para mí no volverá a ser la misma. Lo echo de menos con todo lo que tengo dentro de mí. Y espero el día cuando volvamos a estar juntos. Siempre recordaré el brillo de sus ojos y la sonrisa de aquel domingo por la mañana. Doy gracias a Dios por darme aquel regalo tan precioso. Reconozco cuán misericordioso fue Dios al no permitir que la enfermedad de John se prolongara hasta perder totalmente sus capacidades físicas. Aquel hombre, una vez fuerte y robusto, había perdido mucho en ese último año de su vida. Pero ahora está más vivo y saludable que nunca y, además, en la presencia misma de Jesús, su Señor y Salvador. Y todo, porque en un punto de su vida puso su confianza en Él». ---------------------------------------------------------------------- (1) John Mills había sido diagnosticado con Esclerosis Lateral Amiotrófica, ELA, o Mal de Gehrig. ELA es una enfermedad que ataca las células nerviosas en el cerebro y la médula espinal que controlan el movimiento voluntario de los músculos del cuerpo. Aunque no afecta la capacidad cerebral, es una enfermedad degenerativa y progresiva para la cual la ciencia no ha encontrado aún cura. Y se la conoce también como Lou Gehrig Disease o, Mal de Gehrig, por haberla padecido este famoso beisbolista de los Yankees de Nueva York, fallecido el 2 de junio de 1941 a los 38 años de edad. (2) La idea de “misión rescate” la trabaja Billy Graham en su libro “La razón de mi esperanza” actualmente en proceso de traducción y que aparecerá próximamente en forma simultánea en ambos idiomas, inglés y español. Se refiere a las acciones militares que de vez en cuando debe llevar a cabo el ejército para “rescatar” de alguna prisión a civiles o soldados detenidos.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El escribidor - Ángeles en misión especial