‘Encyclopédie’: una empresa para un siglo de ‘pocas luces’

Lo cierto es que para ser la época donde reinó la razón, sus mayores partidarios eran poco razonables.

23 DE FEBRERO DE 2013 · 23:00

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Philipp Bom, autor de "Encyclopédie, el triunfo de la razón en tiempos irracionales"

Los acontecimientos culturales e intelectuales más importantes de la humanidad tienen la particularidad de que cualquiera puede utilizarlos a su favor por el solo hecho de citar pasajes más o menos contundentes, fuera de contexto. Es fácil tomar un extracto de Kant, Schopenhauer, Pascal, o de cualquier otro escritor o pensador de la historia, un texto generalmente ambiguo, y pretender que fue escrito para apoyar una opinión personal. La enciclopedia no es una excepción. No hace falta más que mirar la cantidad de perfiles de Facebook o tweets donde se incluyen citas de Diderot hablando sobre la última manifestación, o las frases de Voltaire apelando a la desobediencia civil. Pregunta retórica: ¿se debe a la universalidad de sus palabras, o no será que a veces leemos las cosas desde un punto de vista un poco subjetivo? A muchos les parece que el trabajo de Diderot, D'Alembert y compañía no pudo haberse realizado sin la aportación de los jesuitas o los intelectuales de fe protestante. Por otra parte, también hay quien afirma que la enciclopedia es una especie de demostración de que el mundo ya llevaba mucho tiempo pidiendo el fin del cristianismo, una conclusión discutible. Para todos va esta obra documentada y enriquecedora. La impracticable tarea de recopilar todo el saber en unos tomos estaba condenada a la leyenda cuando un librero y un vago escritor inglés rompieron su contrato a puñetazos y entró en escena Denis Diderot para concluir un soso trabajo de traducción. A partir de aquí se inauguró toda una galería de aventuras intelectuales, agonía de escritos, acusaciones y referencias cruzadas, controversias teológicas con una pluma como sable, tentativas de regicidio, fallos garrafales y ensoñaciones antes de tiempo, horas ociosas, torturas y mutilaciones brutales. Este ensayo (“Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales”, de Philipp Bom) está escrito con ese pulso narrativo de los grandes historiadores anglosajones que dan la impresión de leer algo mucho mejor que una docena de novelas ambientadas en la época, convirtiendo en fascinante lo que en la escuela nos pareció aburrido hasta la muerte Blom nos acerca a la misantropía de Rosseau, al provocador D’Alembert, a la figura casi divina de Voltaire en su exilio, y nos hace enamorarnos de la figura de Madame d’Épinay, interesantísima mecenas. Pero también nos descubre que las ambiciones y envidias de la clase literaria, la especulación económica, y el abuso del poder vivían en la vieja Europa antes del estallido de las Grandes Revoluciones. Los autores de aquellos artículos recogidos en los 27 tomos, tenían su doble cara; por ejemplo Diderot, el principal emprendedor, "miraba todos sus años de trabajo con una amargura y decepción que ya nunca le abandonarían", cuenta el escritor austriaco. Lo cierto es que para ser la época donde reinó la razón, sus mayores partidarios eran poco razonables. Y desde luego la razón nada puede hacer cuando ocupa el primer lugar entre todo lo demás; se convierte en traición y contradicción. Si nos fijamos, los ejemplos de la razón máxima en aquellos años eran tipos encantados de conocerse a sí mismos, tenían en común tanto talento como vanidad y una propensión más que evidente al dogma del didactismo y la unidad de decoro predominante en las piezas teatrales de entonces. Sigue diciendo Blom: "Lo que hizo tan fascinante a la Encyclopédie fue el hecho de que Diderot no tuviera ni la ambición ni la mentalidad sistemática de un coleccionista de datos: que fuera, en vez de ello, un artista. La obra fue un vehículo para sus ideas, le dio unos ingresos y le daría fama, dignificó temas que nunca habían merecido una página impresa; pero una meticulosidad sistemática, que lo abarcara todo, jamás le interesó". Es por eso que para muchos la enciclopedia es una criatura fallida e innecesaria. Sin embargo, es un ejemplo de cómo la palabra escrita puede reflejar el pensamiento de su época. El libro de Blom nos enseña que todo va más allá de un acto de oposición a la religión, pero también nos habla en repetidas ocasiones de una positiva influencia del cristianismo en la sociedad y en el desarrollo intelectual de este ambicioso proyecto cultural. Para él "hoy en día, la mayoría de estos reflejos culturales ni siquiera los atribuimos a la herencia cristiana, creemos que son de sentido común y esto nos encierra en una cárcel que ni siquiera sabemos que existe”. El libro expone con claridad la imposibilidad que sus protagonistas tenían de abstraerse de la fe cristiana. Esta tenía que incluirse en el diálogo y en el discurso. De hecho, Diderot había sido religioso de joven, quería ser jesuita, aunque en su etapa adulta dijo que, en contra de su instinto, para él la religión no tenía sentido porque “no es verdad, degrada a la gente y los hace más miserables”. En cambio, abrazó sin demasiado esfuerzo la teoría de la bondad natural del hombre, que afirmaba que una persona conservaba de manera instintiva las virtudes de todo ser humano y, además, en caso de no haber sido contaminada por las convenciones sociales, actuará siempre siguiendo solo su emoción, de manera bondadosa y positiva. Los años recogidos en el volumen anunciaban que algo estaba pasando, que algún cambio radical podía acontecer. La población de París crecía imparable, el comercio se complicaba y aumentaba la inflación, fatal para los pequeños agricultores. Se destapó que el propio Luis XV (que casi nunca estaba presente y prefería vivir, cazar y mantener a su amante en Versalles) especulaba con las cosechas, lo que desató una ola de intensos alborotos en la ciudad. La burguesía no estaba dispuesta a perder parte de su influencia política para mejorar la situación educativa. La policía era violenta hasta límites insospechados (solía subcontratar y dar carta blanca a alborotadores para castigar a los desobedientes). Los dirigentes eran distantes con estas corrientes de protesta. Los filósofos racionalistas se esforzaron por imponer un espíritu de investigación y de puesta en duda de la enseñanza tradicional, lo que en principio no era malo, pero sí que sembró una pequeña semilla de rencor hacia la religión que provocó la observación del ateísmo como moda a seguir. Los creyentes tampoco ponían las cosas fáciles: se produjeron numerosos conflictos y movimientos disfrazados de diferencias teológicas que en realidad, según palabras de Blom, "representaban el conflicto entre la burguesía y la nobleza, entre ortodoxia y racionalismo, jerarquía y democracia". Yo añadiría (se alude a ello en otras partes del libro) que el otro conflicto existente se situaba entre jesuitas y jansenistas, es decir, entre una teología fundada sobre las buenas obras, y otra donde prima esencialmente la austeridad moral y la espera pasiva de la redención. En cualquier caso, la religión lo impregnaba todo, pero no de un modo excesivamente transformador y edificante, lo cual debe hacernos reflexionar sobre la conveniencia de la ubicuidad del aparato religioso en cada ámbito social, pero también sobre ese no tan reciente tesón en apartar de la vida pública la esencia de la fe, con la misma confusión reinante entonces de "fe igual a irracionalismo". Visto desde nuestra perspectiva, nos puede parecer obvio que no todo es blanco o negro. Pero en aquella olla a presión del París del siglo XVIII era difícil tener un minuto para pensar las cosas. En cierto modo, la descomunal empresa de la Encyclopédie sirvió para canalizar pensamientos de uno y otro lado del conflicto. En este sentido es interesante leer la definición de Filósofo, de la que reproducimos solo una porción: Nada es más fácil hoy que conseguir que lo llamen a uno filósofo; una vida en la oscuridad, unas cuantas frases profundas y unas cuantas lecturas bastan para atribuirlo a personas que no lo merecen en absoluto. Para otros, la libertad de pensamiento ha asumido el lugar de la razón, y se creen los únicos verdaderos filósofos simplemente porque se atreven a librarse de los sagrados lazos de la religión y han roto los grilletes con que la fe coarta a la razón. Orgullosos de haberse librado a si mismos de los prejuicios de su educación religiosa, desdeñan a los otros como almas débiles, mentalidades serviles, espíritus pusilánimes, que se dejan asustar por los resultados de la irreligión y no se atreven a salir del círculo del saber admitido, a caminar por nuevos senderos, y que finalmente caen dormidos bajo el yugo de la superstición. Francia tuvo que sufrir auténticas llagas en sus carnes con artículos como este, u otros de la misma obra donde se duda por ejemplo de la existencia del alma humana ("tenemos, pues, el alma instalada en la materia ósea, hasta que viene otro experimento y la desplaza una vez más"); se diserta largamente sobre referentes bíblicos como el fruto del árbol del Conocimiento o el tamaño del Arca de Noé; y se celebran las controversias teológicas ("nada conduce más a devolver a la verdadera fe a los descarriados", se afirma en el artículo sobre el tema). En determinados pasajes de la historia se llega a la conclusión de que era necesario que se produjera un acontecimiento de este calibre. Y es un hecho que el pensamiento público contemporáneo sería completamente diferente (y mucho más aburrido) de no haberse producido. No es menos cierto tampoco que se llegó a un punto en que aquella iniciativa filosófica, científica y racional solo acabó importando a su principal emprendedor: Diderot. D'Alembert estaba sometido a su educación escolástica (siempre fue reacio a enfrentarse abierta y directamente a la iglesia), y los autores restantes fueron apartándose poco a poco de la idea original de oposición al poder establecido, o bien discutiendo airadamente con el señor Diderot. No acaba aquí el asunto: Jaucourt, otro de los redactores, procedía de una influyente familia de largo historial de protestantes; Louis de Neufville, aunque acabó como eminente naturalista, había considerado seriamente la idea de formarse como pastor; el jesuita Berthier, editor del Journal de Trévoux, centró sus ataques periodísticos a los enciclopedistas no por divergencias teológicas sino porque una y otra vez rehusaron contar con su participación como redactor; el luterano Samuel von Pufendorf vio cómo algunas de sus ideas fueron recortadas u ocultas, no solo por los directores de la Encyclopédie, sino por las autoridades de la época, donde calaba la negación (trufada de referencias a las Escrituras) de cualquier tentativa de gobierno por derecho divino, sin llegar a rechazar completamente la figura de la monarquía. Por omisión o inclusión, la lista de sujetos relacionados con este tema que poseen antecedentes protestantes, o son portadores de un marcado carácter / sentimiento religioso es muy larga. Por no hablar de los que trataban de ser coherentes con su fe en un ambiente tan convulso, divididos entre su fidelidad a una tradición que todavía recoge cierto oscurantismo medieval y una lucha incansable por ese sueño de la libertad individual que aún había de instalarse. Para colmo, aquellos pensadores tuvieron que batallar con problemas como la piratería (tal cual la conocemos hoy: copias sin reconocimiento de su propietario intelectual), fracaso crítico, conflictos de orden literario, acusaciones y rumores de todo tipo. Esta apasionante historia nos recuerda que si tratamos de poner en orden nuestra vida espiritual y nuestras creencias por el intento de rellenar una necesidad de reconocimiento de los méritos propios, fracasaremos estrepitosamente. Pero también queda en evidencia que la responsabilidad de una mala experiencia con la fe es exclusivamente nuestra, ya que el empeño está dedicado única y febrilmente a confirmar una serie de teorías morales agradables a nuestro oído. ¿Será este empeño el que guió a Diderot a negar lo que su instinto le decía? ¿Cómo y cuánto hubiera cambiado la historia de este documento, y la de las revoluciones futuras, de haberlo escuchado?

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