John Locke, propiedad privada y Antiguo Testamento

La Biblia nunca antepone la propiedad privada a las necesidades de los pobres, y sus leyes pretenden siempre velar por la igualdad económica de todos y una sociedad justa.

07 DE DICIEMBRE DE 2012 · 23:00

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Las Sagradas Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, priorizan siempre las necesidades de las personas sobre los derechos de propiedad. Las leyes israelitas se preocupaban ante todo por favorecer más a los individuos que a las posesiones. Esto se detecta en numerosos pasajes, como por ejemplo en los que se insta a realizar préstamos libres de interés a los necesitados: “Cuando prestares dinero a uno de mi pueblo, al pobre que está contigo,no te portarás con él como logrero, ni le impondrás usura.” (Ex. 22:25). “Y cuando tu hermano empobreciere y se acogiere a ti, tú lo ampararás;como forastero y extranjero vivirá contigo. No tomarás de él usura ni ganancia, sinotendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo.” (Lv. 25:35-36). “Cuando haya en medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos enalguna de tus ciudades, en la tierra que Jehová tu Dios te da, no endurecerás tucorazón, ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu manoliberalmente, y en efecto le prestarás lo que necesite.“ (Dt. 15:7-8). “No exigirás de tu hermano interés de dinero, ni interés de comestibles, nide cosa alguna de que se suele exigir interés.” (Dt. 23:19). De la misma manera, las deudas debían perdonarse si después de siete años no habían podido ser satisfechas (Dt. 15:1-3); los sueldos tenían que ser justos y debían pagarse puntualmente (Dt. 24: 14-15; Lv. 19:13); es verdad que Israel tuvo esclavos, pero les ofreció siempre mayor protección que cualquier otro pueblo del Cercano Oriente antiguo y sus leyes contemplaban la posibilidad de devolverles la libertad al cabo de seis años de trabajo (Ex. 21:20-27); los pobres poseían el derecho a rebuscar en los campos ajenos (Ex. 23: 10-11; Lv. 19:9-10; 25:1-7; Dt. 24:19-22; Rt. 2:1-23); y, en fin, la tierra había que devolverla cada cincuenta años (Lv. 25:8-17). Todas estas disposiciones tenían como fin prioritario atender las necesidades de las personas y luchar contra la pobreza. Pero también demuestran indirectamente que el mantenimiento de la propiedad privada posee sólo un interés secundario en la Biblia, en relación con los requerimientos humanos. El pueblo de Israel que había superado la experiencia del éxodo, es decir, el paso de la esclavitud en Egipto a la libertad y la posesión de la tierra prometida, era una comunidad que había aprendido el valor del ser humano. Los diez mandamientos reflejaban esta importancia de las personas como “imagen de Dios” y procuraban proteger su integridad. Como era propio de un pueblo de pastores que había pasado cuarenta años deambulando por el desierto, su economía era de tipo comunal. Los rebaños y las tierras se entendían como patrimonio de toda la comunidad porque, en realidad, pertenecían a Jehová. Ningún individuo debía considerar el terreno que cultivaba como algo exclusivo o privado. Si el pueblo obedecía a Dios y era responsable de sus actos, la tierra se mostraba generosa y producía abundantes cosechas; si por el contrario, le daban la espalda al Creador y se iban en pos de los ídolos paganos, los terrenos perdían su fertilidad y eran conquistados por potencias extranjeras. Al principio, las parcelas se distribuían y estaban sujetas a una rotación periódica. Más tarde, pasaron a ser propiedad de las familias aunque los individuos no podían deshacerse de tal herencia familiar. Si una persona moría sin dejar descendencia, su pariente más próximo tenía que comprar la tierra del difunto para que ésta no fuera a parar a manos de extraños (Lv. 25: 23-34). En este ambiente, el mandamiento contra el robo no se entendía como una ley para preservar la propiedad privada, ya que las posesiones más importantes pertenecían a toda la comunidad, sino como algo que atentaba contra la sociedad y la ponía en peligro. De manera que la propiedad individual no se consideraba inviolable, las personas no tenían un derecho sagrado a la posesión de la tierra, lo verdaderamente inviolable eran los seres humanos, el pueblo en su conjunto. El delito de robar se consideraba una falta grave porque quien lo cometía estaba adueñándose de algo que pertenecía a Dios y, en usufructo, a todo el pueblo. Era atentar contra el Creador y contra la comunidad para favorecer los intereses egoístas del ladrón. La prohibición de robar estaba destinada, en contra de lo que tantas veces se ha dicho, a proteger a las personas, especialmente a las más débiles, y no a los bienes materiales. La Biblia nunca antepone la propiedad privada a las necesidades de los pobres o de los desposeídos, sino que sus leyes específicas pretenden siempre velar por la igualdad económica de todos y mantener así una sociedad justa y equilibrada. Ningún israelita podía privar a otro de los bienes necesarios para llevar una vida digna. El ladrón tenía que recompensar a la víctima con una cantidad superior a la robada que, en ocasiones, podía ser de hasta cuatro o cinco veces más. Pero, a diferencia de las naciones vecinas, el pueblo hebreo no aplicaba la pena capital por delitos de hurto. Como mucho, si la sustracción había sido importante y el delincuente no podía pagar, se le podía vender como esclavo pero nunca se exigía su muerte (Ex. 22:3). Las personas eran demasiado sagradas como para ser ejecutadas por delitos contra la propiedad. En este mismo sentido se expresa Robert Gnuse: “Las leyes nos hacen ver también que Israel no conocía el derecho inalienable a la propiedad privada; lejos de eso, las necesidades personales tenían prioridad sobre los bienes privados” (Gnuse, Comunidad y propiedad en la tradición bíblica, Verbo Divino, Navarra, 1987: 36). Es evidente que tales costumbres pretendían minimizar las diferencias económicas, evitando los excesos y abusos, así como las desigualdades injustas. Sin embargo, el Antiguo Testamento está repleto también de citas contra la pereza y la falta de diligencia de algunos individuos. En especial el libro de Proverbios hace un importante énfasis en este asunto poniendo de manifiesto que tan injusto es aquél que se enriquece a expensas de su prójimo, como quien se empobrece por ser un vago y no querer trabajar (Pr. 6:6; 10:26; 13:4; 15:19; 19:24; 20:4; 21:25; 24:30; 26:14). La justicia social a que aspiraba el pueblo de Israel se fundamentaba en la diligencia y en la responsabilidad de cada persona delante de Dios. La sociedad israelita del Antiguo Testamento poseía importantes instituciones cuya finalidad principal era conseguir la justicia económica entre las personas. Las leyes sobre el derecho de espigar y rebuscar se oponían frontalmente al concepto moderno de la propiedad privada, ya que de esta manera los pobres participaban de las cosechas de los ricos (Dt. 23:24-25; 24:19-22; Lv. 19:9-10; 23:22). El que tenía hambre podía comer todo lo que quisiera de los campos del vecino y ésto no se consideraba delito. Lo que sí se veía como hurto era que quien no lo necesitaba hiciera también lo mismo. De manera que el robo no se entendía en relación a los derechos de propiedad sino en relación a las necesidades humanas. Otra institución importante era la del diezmo para los pobres que en el libro de Deuteronomio se describe así: “Al fin de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo guardarás en tus ciudades. Y vendrá el levita, que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, el huérfano y la viuda que hubiere en tus poblaciones, y comerán y serán saciados; para que Jehová tu Dios te bendiga en toda obra que tusmanos hicieren.” (Dt. 14:28-29). La idea era que mediante una distribución sistemática de alimento se cubrieran las necesidades de la población, se alcanzara bienestar para todos y se ayudase a quienes tenían problemas económicos a salir de su marginación. Esto contribuía a mantener el carácter igualitario del pueblo. De la misma manera, el año del barbecho o de descanso de la tierra supone otro intento para lograr justicia económica: “Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os doy, la tierra guardará reposo para Jehová. Seis años sembrarás tu tierra, y seis años podarás tu viña y recogerás sus frutos. Pero el séptimo año la tierra tendrá descanso, reposo para Jehová; no sembrarás tu tierra, ni podarás tu viña. Lo que de suyo naciere en tu tierra segada, no lo segarás, y las uvas de tu viñedo no vendimiarás; año de reposo será para la tierra. Mas el descanso de la tierra te dará para comer a ti, a tu siervo, a tu sierva, a tu criado, y a tu extranjero que morare contigo; y a tu animal, y a la bestia que hubiere en tu tierra, será todo el fruto de ella para comer.” (Lv. 25:2-7). Mientras para los pueblos paganos esta práctica del barbecho se realizaba con el fin de apaciguar la ira de los dioses y conseguir así mejores cosechas en el futuro, el pueblo de Israel la consideraba como un regalo de Jehová, un acto solidario hacia el débil, una costumbre que ponía a prueba la responsabilidad del ser humano. La tierra era de todos porque pertenecía a Dios y, por eso, sus productos debían compartirse también entre todos. Sin embargo, los cananeos tenían concepciones muy diferentes que se parecían más a los modernos principios capitalistas del derecho a la propiedad privada. Según las leyes cananeas aquellas tierras que quedaban dentro de las aldeas o ciudades amuralladas no podían volver a comprarse, ni ser devueltas a sus propietarios originales. Esto marcaba cada vez con mayor intensidad las diferencias entre ricos y pobres. No obstante, la auténtica raíz del problema fue de carácter religioso. Así como los israelitas se reconocían monoteístas y creían que Yahvé era el único Dios, que a partir de un pueblo de esclavos en Egipto había hecho una sociedad de hombres libres e iguales ante él, la religión cananea por el contrario era politeísta, concebía numerosos dioses que constituían jerarquías celestes. Por tanto, resultaba lógico que si en el cielo había un sistema de clases también lo hubiera en la tierra. Si en las alturas los dioses fuertes dominaban a los débiles, ¿no era justo que en las sociedades humanas ocurriera lo mismo? El sentido de los sacrificios cananeos era ante todo conseguir la fertilidad que proporcionaban tales divinidades. Los sacerdotes se entregaban a ritos sexuales con seres humanos y con otras especies para obtener de los dioses la fecundidad de personas, animales y plantas. Evidentemente todo esto contrastaba con la austera moral hebrea y sus elevadas normas éticas. Si los cananeos desarrollaron una compleja liturgia cultual y mostraron poco interés hacia las necesidades de las personas y los derechos humanos, los israelitas manifestaron en cambio una gran sensibilidad por los miembros más débiles de la sociedad, a la vez que practicaron un culto sobrio y poco recargado. Los reyes de Canaán, en base a la idea de la propiedad privada, tenían derecho a apropiarse de las tierras que desearan, sin ningún miramiento hacia las necesidades de los aldeanos pobres a quienes se las usurpaban; nunca perdonaban las deudas de sus súbditos; ningún esclavo podía salir jamás de su condición social; la solidaridad hacia los pobres y oprimidos era algo que prácticamente se desconocía; la riqueza estaba en manos de unos pocos y a las personas se las trataba como meros objetos inferiores en valor a los bienes materiales. El feudalismo era el sistema predominante en Mesopotamia y Canaán. Los reyes y los sacerdotes del templo eran los auténticos amos de la tierra, mientras que los labradores que las cultivaban lo hacían casi como esclavos. Sin embargo, en Israel el dueño del terreno era Yahvé porque sólo él había liberado a los esclavos de su pasado egipcio y les había proporcionado la tierra de la promesa. De ahí que este suelo de Dios se pudiera entregar a los pobres y a los antiguos esclavos para que lo trabajasen y vivieran como hombres libres e iguales entre sí. Por eso en el pueblo de Israel no se desarrollaron leyes para proteger la propiedad privada. No habían normas sobre el arriendo de tierras o la tenencia de las mismas, a pesar de que tales disposiciones eran muy frecuentes en los demás pueblos del mundo antiguo. Si en el Cercano Oriente los bienes materiales se podían arrebatar a las personas o a las familias, mediante la fuerza o la astucia, en Israel por el contrario los propietarios pobres estaban protegidos por los valores religiosos. La nobleza y humanidad de las leyes hebreas se debía a su carácter teológico ya que habían sido inspiradas por la autoridad de Dios, quien se las dio a Moisés sobre el monte Sinaí. Hasta la época de los jueces, el pueblo de Dios fue responsable con sus creencias y supo mantenerse alejado del sistema cananeo de la economía estatal. Las familias judías vivían en aldeas no amuralladas construidas en las regiones altas. Disfrutaban de igualdad económica, las propiedades eran compartidas, las estructuras sociales giraban siempre en torno a relaciones de parentesco y eran autosuficientes en la producción de sus bienes. Cada familia trabajaba su propio terreno pero era consciente de que, en última instancia, la tierra pertenecía a Dios. Sin embargo, progresivamente, todo esto se fue perdiendo en la medida en que la economía cananea fue introduciéndose en las comunidades hebreas. Con la amenaza militar de los filisteos y la introducción de la monarquía durante la época de Saúl, David y Salomón, empezó la asimilación de los valores cananeos en relación con la propiedad privada y la acumulación capitalista de riqueza. En la transición desde la vida pastoril a la sedentaria, los bienes comunales se fueron transformando en privados. Las familias empezaron a repartir sus tierras y a cultivar parcelas separadas. Si al principio las ganancias se distribuían equitativamente entre todos los miembros del clan, con el nuevo sistema monárquico el superávit obtenido fue objeto de impuestos destinados a pagar los gastos de la corte y esto contribuyó al incremento de la pobreza entre los aldeanos. Los derechos de los labradores pobres dejaron de protegerse como antes, para que la voracidad de unos pocos ricos en sus poderosas ciudades-estado pudiera ser satisfecha. La vuelta a la monarquía supuso también un regreso al paganismo cananeo con la proliferación de sacrificios inmorales, la relajación de las costumbres, así como el aumento de las desigualdades sociales, la injusticia y la opresión de los pobres. Todo esto socavó los sentimientos del pueblo israelita dejándole a merced de las potencias extranjeras. En palabras de Gnuse: “Las políticas sociales y económicas cananeas erosionaron la base de la sociedad israelita libre y destruyeron la clase media, reduciendo a los campesinosdueños de sus tierras a la condición de arrendatarios, de esclavos por deudas y de proletarios urbanos. Esta fue, probablemente, la causa principal de la incapacidad de Israel y de Judá para sobrevivir a los ataques de los ejércitos asirios y babilonios. En verdadero sentido político, los profetas se hallaban en lo cierto al anunciar que la decadencia de la nación se debía al pecado, ya que la adoración de divinidades extranjeras y la opresión de los pobres, que iba asociada, destruyeron el alma de lanación y debilitaron la voluntad popular de resistir a la invasión extranjera.” (Gnuse, 1987: 184). El propio rey Salomón se vio obligado a donar veinte ciudades edificadas en Galilea y, por tanto, pertenecientes a Israel para pagar deudas contraídas con Hiram, el rey de Tiro (1 R. 9:11). ¡Qué tragedia debió suponer esta operación para los israelitas que consideraban la tierra como un don divino que había que conservar siempre! Durante esta época, el siglo VIII a. C., y bajo el reinado de Salomón se empezaron a formar los grandes latifundios en Israel, es decir, la acumulación de territorios en enormes fincas que pertenecían a unos pocos señores. Esto condujo a una desastrosa opresión social que provocó el descontento del pueblo. Con el fin de evitar la sublevación popular y los mismos errores que había cometido su padre David, Salomón procuró mantener ocupados a todos los varones israelitas y cananeos, mediante la construcción de obras faraónicas. Tanto el famoso templo de Jerusalén como su palacio, las ciudadelas militares y los edificios que realizó para su esposa egipcia, la hija del faraón (1 R. 5-8; 7:1-12; 9:15-19), contribuyeron a darle fama de hombre poderoso e importante que impresionaba notablemente a los trabajadores y, a la vez, ejercía una forma de control social. El arte cananeo se introdujo en las construcciones israelitas y hasta el propio templo fue edificado siguiendo los patrones de los santuarios de Canaán. Salomón se convirtió en una especie de rey-sacerdote semidivino que ofició en el culto de dedicación del templo y que poseía muchas mujeres o concubinas de sus múltiples matrimonios políticos. Algunos líderes religiosos cananeos sustituyeron a los propios sacerdotes israelitas y el templo se transformó en un santuario sincretista en el que se adoraba a Yahvé junto a Baal, Moloc y Astarté, los dioses de Canaán. La intención del rey Salomón fue unificar la política y la religión de los dos pueblos para poder así gobernarlos mejor, pero tal intento fracasó porque algunos israelitas, los que permanecieron fieles a sus creencias originales, aborrecieron profundamente esta connivencia con el paganismo. La apostasía religiosa y la política mercantilista que fomentaba el poder de los ricos en detrimento de los pobres, acabaron con el antiguo comunalismo de tierras y bienes. La responsabilidad económica y la solidaridad hacia el débil fueron menguando poco a poco. Parecía que esta lamentable situación iba a terminar para siempre con el ideal bíblico de la igualdad de las personas. Sin embargo, el descontento empezó a extenderse entre la población y el imperio de Salomón no pudo mantenerse unido. Poco tiempo después de la muerte del rey, los pueblos del norte rompieron con los del sur. Los israelitas y los cananeos no consiguieron fusionar sus culturas. Los libros de Reyes afirman que tanto la destrucción de Israel por Asiria, en el año 721 a. C., como la de Judá por Babilonia, en el 586 a. C., se debieron a motivos de carácter religioso ya que eran pueblos cuya mitología de dioses agresivos y belicosos no les motivaba a respetar al débil. De manera que oprimían a los israelitas pobres sin ningún cargo de conciencia. El sentimiento generalizado de los hebreos tradicionalistas era que Yahvé había permitido que las potencias extranjeras los sometieran, a causa del pecado de apostasía cometido por el pueblo de Israel. Durante el siglo VIII a. C., en plena aplicación del feudalismo injusto de Canaán, empezaron a sonar cada vez con mayor fuerza las voces críticas de los profetas de Israel contra aquel estilo de vida. Sus protestas giraban siempre alrededor de los dos pecados fundamentales del pueblo de Dios: la adoración de dioses ajenos y la opresión que ejercían los israelitas ricos sobre sus hermanos pobres. La próxima semana continuaremos contraponiendo el concepto de propiedad privada de John Locke con los profetas del Antiguo Testamento.

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