John Locke, padre del empirismo

John Locke (1632-1704): el mito de que la propiedad privada es tan sagrada como la vida humana

10 DE NOVIEMBRE DE 2012 · 23:00

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“... cada hombre es propietario de su propia persona, sobre la cual nadie, excepto él mismo, tiene ningún derecho. Podemos añadir a lo anterior que el trabajo de su cuerpo y la labor de sus manos son también suyos. Luego, siempre que coja algo y lo cambie del estado en que lo dejó la naturaleza, ha mezclado su trabajo con él y le ha añadido algo que le pertenece, con lo cual, lo convierte en propiedad suya.” LOCKE, Dos ensayos sobre el gobierno civil, Espasa Calpe, Madrid, 1991: 223. Durante los siglos XVII y XVIII los métodos propios de las matemáticas y de las ciencias experimentales fueron las bases respectivas que inspiraron, en Europa, dos importantes sistemas de pensamiento: el Racionalismo y el Empirismo. Descartes que, como se vio, fue el padre del primero creía que la fuente de todo conocimiento era la razón humana. El pensamiento sería como el juez que dictaminaba aquello que era verdadero o falso, pasando incluso por encima de lo que detectaban los sentidos. La razón se concebía como independiente de la experiencia sensible. Lo verdaderamente importante debía ser el adecuado análisis teórico de las explicaciones y no la comprobación experimental de las mismas. Sin embargo, este planteamiento fue puesto en tela de juicio por los empiristas. Para ellos la fuente del conocimiento no era la razón sino la acción del mundo sobre la persona. Llegar a conocer algo dependía de la experiencia de los sentidos, de la verificación práctica y no sólo de la argumentación teórica. Si para los racionalistas las ideas eran innatas y se originaban en el ámbito de la conciencia, para los empiristas las ideas se adquirían por medio de los sentidos. John Locke fue el primero en negar la existencia de las ideas innatas y en afirmar que la conciencia del ser humano está vacía hasta que no recibe la información que le llega de la experiencia. Por eso se le considera el impulsor del empirismo inglés, el gran apóstol del espíritu liberal o el Aristóteles de los tiempos modernos que, con su exaltación del conocimiento sensible, cambió de forma radical la historia de la filosofía y de las ciencias sociales. Desde la comprensión racionalista del hombre, como ser dotado de una razón innata mediante la cual interpreta el mundo y la realidad, resulta que el individuo dependería más de la herencia que del ambiente en que se ha formado. La sociedad sería el resultado planificado de la voluntad de los hombres por vivir en comunidad. La personalidad individual no dependería tanto de la educación, ni de las interacciones existentes en el seno de la comunidad, sino que sería algo congénito anterior a las relaciones sociales. Pero en una concepción así, ¿cómo podía explicarse el desarrollo progresivo de la personalidad en el niño? ¿de qué serviría la educación? ¿sería posible, desde el racionalismo, conciliar la autonomía del individuo con la maduración paulatina de su inteligencia y carácter? John Locke respondió a tales preguntas por medio de su teoría sensualista, afirmando que las impresiones o sensaciones externas que se van acumulando en las personas a lo largo de la vida, constituyen el punto de partida para que el pensamiento perfile y conforme el espíritu del hombre. De esta manera Locke abrió la puerta al estudio científico del ser humano. Su método de búsqueda, en el fondo, no era tan opuesto al del racionalismo sino que recogía las aportaciones de éste. La vía de las ideas se complementaba con la de la experiencia. Tanto la sensación (experiencia externa) como la reflexión (experiencia interna) se conjugaban para constituir la fuente del conocimiento humano. De esta manera se formaría la personalidad sin que la sociedad tuviera sobre ella una influencia decisiva. Si Hobbes sostenía que el hombre es malo por naturaleza -como se vio- y Rousseau afirmaba más tarde que el hombre era naturalmente bueno, para Locke el estado natural de libertad e igualdad en que el ser humano fue creado sería perfecto todavía en el presente, siempre y cuando los individuos se condujeran de manera racional. Pero como esto no es así, el hombre se vuelve peligroso necesitando una ley y una organización política que resuelva eficazmente tal situación. Es, por tanto, el egoísmo de los individuos el que anula la libertad y la razón. Si el ser humano no atropellara los derechos de sus semejantes no habría necesidad de legislación, las leyes divinas bastarían porque el legislador último es Dios. No obstante, la realidad de tantos conflictos y enfrentamientos obligaba a que fuera el Estado quien garantizara los derechos de los ciudadanos. La razón del hombre era tan importante para Locke que incluso la fe cristiana necesitaba de ella. En efecto, si la fe es el asentimiento dado a cuestiones que no vienen demostradas por la razón sino que dependen del crédito que se concede a quien las propone, en cuanto persona inspirada por Dios, entonces la fe se fundamenta en la revelación y es la razón humana quien pone límites a la fe. Sólo la razón permitiría decidir acerca del valor de la revelación en la que el creyente deposita su fe. De manera que con Locke asistimos a la plena racionalización de la fe, hasta el punto en que fe y razón vienen a ser sinónimos. Influido probablemente por el platonismo, el padre del empirismo partió de tres certezas iniciales para proponer la existencia de una ciencia moral demostrativa. Locke aceptó la realidad de la existencia del ser humano, así como la de Dios y la evidencia de la verdad matemática. El hombre tendría conocimiento de su propia existencia gracias a la intuición; de la presencia de un Dios creador, a través de la demostración; y de las demás cosas, por medio de la sensación. Con relación a Dios, Locke recurrió al argumento de que la nada no puede producir nada, por tanto, si existe el universo es porque lo ha producido un ser poderoso y eterno. A partir de tales ideas, como fundamento del saber humano y como inspiradoras de las normas de conducta, llegó a afirmar que la moral se podría situar dentro de las ciencias demostrativas. En este sentido escribió: “La idea de un Ser Supremo, infinito en poder, en bondad y sabiduría, cuya obra somos y del cual dependemos, y la idea de nosotros mismos como seres racionales, capaces de entendimiento, estando como está tan clara en nosotros, proporcionarían, supongo, si fueran debidamente consideradas y proseguidas, tales fundamentos de nuestro saber y de las normas de nuestras acciones, que podrían colocar la moral entre las ciencias susceptibles de demostración.” (Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, Ed. Nacional, Madrid, 1980: 2, 18). Partiendo de tales conceptos, Locke dedujo todo un conjunto de derechos fundamentales de la persona que serían anteriores a la formación de la sociedad política. Los hombres y mujeres creados por Dios serían poseedores de derechos tan básicos, como el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad privada, entre otros. Tales derechos individuales tenían que ser respetados y salvaguardados por el Estado a fin de promover el bien, la convivencia y el respeto mutuo. Siguiendo este camino pronto tropezó con el poder absoluto de ciertos reyes que, con demasiada frecuencia, hacían caso omiso de tales derechos o los violaban impunemente. Locke se opuso a los argumentos de sir Robert Filmer, el pensador absolutista más destacado del momento, que fue muy apreciado por los seguidores del rey Carlos II y llegó a tener una gran significación política. Filmer afirmaba que el poder absoluto de los reyes se fundamentaba en la Biblia. En efecto, según él, del libro del Génesis se podía deducir que Dios concedió a Adán toda la tierra para que éste la sometiera y fuese su soberano absoluto. El primer hombre habría recibido poder de mando sobre Eva y sobre toda su descendencia. Tal facultad, reforzada por el mandamiento de honrar a los padres, habría sido transmitida al hijo primogénito y así a los varones mayores de generación en generación. Este sería, por tanto, el origen del poder monárquico absoluto. Pero de tales ideas podía deducirse fácilmente que los hombres no eran libres por naturaleza ya que venían al mundo sujetos a la autoridad de los padres, todos nacerían esclavos de sus progenitores, excepto el primer Adán; que los reyes estaban por encima de las leyes, puesto que al ser su poder otorgado por la ley de Dios, no habría ley humana que pudiera limitarlo y, en fin, que la monarquía era el mejor sistema de gobierno ya que había sido instituido por Dios. ¿Cómo era posible extraer tales conclusiones de la Escritura? Locke criticó en su Primer Ensayo sobre el Gobierno civil los argumentos empleados por Filmer, señalando que Dios no entregó la tierra a Adán para que él fuera su único propietario sino que la otorgó como patrimonio a toda la humanidad. Tal legado no fue sólo para el hijo mayor sino para todos los hijos, ni tampoco el poder absoluto podía derivarse de una herencia exclusivista en la línea sucesoria de Adán. De manera que el Estado no debía entenderse como una creación divina especial, en la que el poder absoluto del gobernante quedase fundamentado en la primera monarquía de Adán, sino que por el contrario había que concebirlo como una creación humana, hecha a partir de la libre voluntad de hombres iguales entre sí. Esto implicaba que las personas no nacían esclavas de nadie, ni de sus progenitores ni tampoco de los gobernantes, sino libres para poder decidir y responder de ellas mismas. Refiriéndose a los escritos de Filmer, Locke señaló: “Y no creo que esperen que los hombres racionales e imparciales se vean atraídos hacia esta opinión, ya que este su gran doctor en el tema, en un discurso compuesto con el propósito de establecer el poder monárquico absoluto de Adán, en contraposición a la libertad natural de la humanidad, ha aportado tan pocas pruebas, que lo más natural es pensar que hay pocas pruebas que presentar.” (Locke, Dos ensayos sobre el gobierno civil, Espasa Calpe, Madrid, 1991: 60). En su Primer Ensayo John Locke manifestó que en la Biblia “lo único que se le concede a Adán es la propiedad y no se dice una palabra de la monarquía”, por tanto la teoría del origen divino de los reyes, tal como la defendían sir Robert Filmer, la iglesia anglicana y era utilizada por el partido realista de los Tories en sus contiendas doctrinales, carecía por completo de justificación bíblica. Para convencerse de que el poder absoluto era malo sólo había que leer la historia y comprobar que “el hombre que es insolente y peligroso cuando habita en las selvas de América, no mejorará gran cosa si lo sentamos en un trono” (Locke, 1991: 269). La monarquía absoluta, o el poder total del soberano, serían intrínsecamente malos porque anularían la libertad original con que fue creado el ser humano.

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