Hobbes y el Estado como el necesario Leviatán

Según su razonamiento, la igualdad en que nacen todos los hombres llevaría a la lucha, mientras que la desigualdad motivaría la paz.

21 DE OCTUBRE DE 2012 · 22:00

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Cuando se habla acerca del materialismo de Hobbes, generalmente lo que se quiere decir es que estaba convencido de que sólo los objetos materiales son accesibles a la razón humana. Únicamente la realidad observable es susceptible de experimentación y verificación por los sentidos del hombre. De manera que todo aquello que no es materia saldría fuera de las posibilidades de la investigación científica. Esto no significa que lo inmaterial no pueda darse sino que los métodos que usa la razón no permiten demostrar cosas como la existencia o inexistencia de Dios. En Leviatán escribe: “Todo lo que imaginamos es finito. No hay, por tanto, ninguna idea o concepción de nada que podamos llamar infinito. Ningún hombre tiene en su mente una imagen de magnitud infinita, y no puede concebir una velocidad infinita, un tiempo infinito, una fuerza infinita o un poder infinito. Cuando decimos que algo es infinito, lo único que queremos decir es que no somos capaces de concebir la terminación y los límites de las cosas que nombramos. No tenemos concepción de esas cosas, sino de nuestra propia incapacidad. Por tanto, el nombre de Dios es usado, no para que ello nos haga concebirlo -pues Él es incomprensible, y su grandeza y poder son inconcebibles-, sino para que podamos rendirle honor” (Hobbes, 1999: 33). El materialismo de Hobbes se refiere, en realidad, al análisis de los objetos materiales y no a las cuestiones metafísicas o a la creencia de que sólo exista la materia, que ésta sea eterna y que haya originado por azar todo el universo, como afirmará después el materialismo dialéctico. Hobbes acepta que Dios es la primera causa creadora del cosmos y entiende el mundo como algo externo al Creador. En lo que él insiste es en que no conviene renunciar nunca a la razón natural, a esa capacidad reflexiva propia del hombre porque es precisamente esta cualidad la que puede permitir llegar a descubrir la otra gran revelación de Dios, la revelación del mundo natural. “No debemos renunciar a nuestros sentidos y a nuestra experiencia, ni tampoco a eso que es indudable palabra de Dios: nuestra razón natural. Pues ésos son los talentos que Él ha puesto en nuestras manos para que negociemos con ellos hasta la segunda venida de nuestro bendito Salvador; y, por tanto, no debemos cubrirlos con el manto de una fe implícita, sino emplearlos en la compra de la justicia, de la paz y de la religión. Pues aunque en la palabra de Dios haya muchas cosas que están por encima de la razón, es decir, que la razón no puede ni demostrar ni refutar, no hay ninguna que vaya contra la razón misma; y cuando parezca que es así, la falta estará en nuestra torpe interpretación o en un razonamiento erróneo por nuestra parte” (Hobbes, 1999: 315). Desde luego, no parece que quien escribe estas palabras pueda ser tachado de ateo o agnóstico. Sin embargo, como se ha señalado, este juicio temerario se ha realizado en numerosas ocasiones. Por lo que respecta a las propiedades físicas de la materia, al igual que Descartes, Hobbes pensaba que las cualidades “sensibles” de los cuerpos, como la luz que reflejaban, su color o el olor que desprendían, eran fantasías aparentes provocadas por el movimiento de la materia presionando sobre los sentidos humanos. Esta interpretación iba contra la filosofía escolástica del conocimiento sensible que, basándose en Aristóteles, enseñaba cosas como, por ejemplo, que la causa de la visión se debía a una “species visible” que desprendían los objetos por todos sus lados, que al llegar al ojo provocaba en éste el acto de ver. De manera que sólo el estudio paciente de la realidad, logrado mediante buenas dosis de esfuerzo y trabajo, podía conducir al descubrimiento de la verdad. La razón natural, concedida por Dios al hombre, era el único medio eficaz para discernir entre lo real y lo falso. El núcleo central de todo el pensamiento hobbesiano lo constituye la idea de que el fin supremo del hombre es alcanzar la felicidad. Para conseguir tan anhelado estado de ánimo el ser humano tendría que satisfacer constantemente sus deseos. El placer de poseer un determinado objeto le llevaría a querer otro, cuando el primero se hubiera ya obtenido. Adquirir una cosa sería sólo el medio para desear la siguiente. Esta aspiración de acumular bienes y conseguir poderes, únicamente se terminaría con la muerte. El problema surgiría del choque con los intereses naturales de los demás. Para lograr tal felicidad los humanos no tendrían más remedio que habérselas entre ellos. La competencia por tener cada vez más posesiones, títulos y poderes llevaría inevitablemente a un estado general de antagonismo entre las personas. Esta sería la condición natural del ser humano, una lucha permanente de todos contra todos. Una situación innata de agresividad perpetua de la que no se podría escapar, a menos que se consiguiera romper la igualdad natural que existe entre los hombres. Aquí radica una de las principales propuestas sociales de Hobbes: si la desigualdad entre los hombres fuese manifiesta, no sería posible la competencia y, por tanto, se acabaría la guerra. Si entre los débiles y los poderosos existiesen suficientes diferencias, sería del todo imposible que se diera en ellos cualquier tipo de rivalidad o enfrentamiento. Según este razonamiento, la igualdad en que nacen todos los hombres llevaría a la lucha, mientras que la desigualdad motivaría la paz. De ahí que la única solución, según Hobbes, fuera la creación del Estado presidido por un soberano temido que asumiera todo el poder y contra el que ningún ciudadano pudiera disputar jamás. Sólo así habría paz y cesarían para siempre las hostilidades naturales. La institución de tal Estado se habría producido por la necesidad de defensa y protección que tenían todos los hombres. Su motivo fundamental sería terminar con la horrible situación en que se encontraba el ser humano primitivo. Este mítico contrato social, que señalaría el paso del estado de naturaleza al estado civil, se fundamentaría en la renuncia de cada hombre a sus derechos personales para transferirlos al soberano o a la asamblea correspondiente. De esta manera surgiría el gran Leviatán propuesto por Hobbes, la mítica figura humana que representaba al Estado y que fue dibujada en la página titular de la obra del mismo nombre, en la edición de 1839. Se trataba de un gigantesco soberano de cabellos largos que se elevaba sobre el horizonte de la ciudad, portando en su cabeza la corona. En la mano diestra sostenía una espada, símbolo de la fuerza militar, y en la siniestra el báculo que representaba al poder religioso. Lo más curioso de semejante figura eran el torso y los brazos formados por las minúsculas figuras de todos los ciudadanos. Este era el “dios mortal” al que Hobbes atribuía la paz y la seguridad del pueblo. Como dato anecdótico es interesante señalar que el escritor inglés se inspiró en la Biblia para crear su mítico personaje. En efecto, el famoso monstruo marino o fluvial que aparece varias veces en el Antiguo Testamento y contra el que cualquier ser humano se sentía impotente, sirve a Hobbes para ilustrar su concepción del Estado. Sobre la cabeza de la figura de Leviatán, en la página titular de la obra, podía leerse en latín el texto de Job 41: 24, “Su corazón es firme como una piedra, y fuerte como la muela de abajo”, referido al misterioso monstruo. La base de la convivencia sería, por tanto, el miedo a la espada que portaba el soberano, es decir, a la fuerza represora. El poder militar del Estado tendría que ser suficiente para atemorizar a todos los ciudadanos. De manera que el horror entre los hombres no desaparecería jamás, sólo que habría pasado de ser un temor de todos hacia todos a un recelo general de todos con respecto al soberano. Únicamente el miedo a las armas podría mantener en raya a las personas. En la misma línea, Hobbes argumentaba que los súbditos no deberían tener poder para cambiar tal forma de gobierno absoluto. En el capítulo 18 de su Leviatán escribe: “En consecuencia, los que ya han instituido un Estado, y han convenido tomar como propios los juicios y las acciones de una sola persona, no pueden, sin su permiso, establecer legalmente un pacto nuevo entre ellos mismos comprometiéndose a prestar obediencia a otro soberano en ninguna cosa. Por lo tanto, los que están sujetos a un monarca no pueden abolir la monarquía sin su aprobación y volver a la confusión propia de una multitud desunida” (Hobbes, 1999: 159). El contrato social no podía quebrantarse unilateralmente sin la aprobación del monarca. Ni siquiera debía permitirse que alguien protestara contra la institución del soberano que había sido declarado por la mayoría de los ciudadanos. Nada de lo que éste hiciera podía ser censurado o castigado por sus súbditos. Él era el juez absoluto, el único capaz de establecer qué doctrinas debían enseñarse en su Estado, cuándo convenía o no hacer la guerra con otros Estados, a qué ministros o consejeros se debía elegir, así como premiar o castigar, según le pareciera, allí donde la ley no lo determinaba con claridad. El poder del soberano tenía que ser absoluto en todos los Estados ya que aunque pudieran derivarse, en algún momento, consecuencias malas de unas atribuciones tan ilimitadas, lo cierto era que -según Hobbes- “la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino” era mucho peor. Por lo tanto, la filosofía política del absolutismo, el gobierno que goza de poderes plenarios sin cortapisa legal alguna, sería la solución más certera para lograr la eliminación de las contiendas civiles, la anarquía, la barbarie y la guerra. Quizá una de las mejores definiciones de “absolutismo” sea la que dio el propio rey de Francia, Luis XV: “El poder soberano reside en mi sola persona. El poder legislativo, ni sujeto a otros ni compartido con otros, me pertenece a mí, y los derechos e intereses de la nación son necesariamente únicamente los míos, y reposan en mis manos sólo” (Giner, S., Diccionario de sociología, Alianza Editorial, Madrid, 1998: 3). El asunto parecía estar bastante claro. Hobbes llegó a relacionar la fe cristiana con la obediencia casi absoluta al soberano civil. De la misma manera en que la fe y la obediencia son necesarias para la salvación, esto implicaba también que la obediencia a Dios y al soberano puesto por Él, eran imprescindibles para cumplir con la voluntad divina. Incluso aunque el monarca fuese un dictador infiel que no creyese en Dios, cualquier súbdito que le hiciera frente estaría pecando contra las leyes del Creador y estaría rechazando el consejo de los apóstoles de obedecer a los príncipes. El fin supremo del soberano era procurar la seguridad de su pueblo, pero éste debía reconocer que los derechos del rey tenían que ser absolutos, tanto en materia civil como religiosa. El Estado reunía así la espada de la autoridad civil y el báculo pastoral de la autoridad religiosa. Por lo tanto, no se podía reconocer otra autoridad clerical independiente como el papado de la Iglesia romana o los representantes eclesiásticos de otras confesiones. Los poderes del Estado y la Iglesia debían coincidir en la persona del monarca. Esto se fundamentaba en la sentencia evangélica de Jesús: “Mi reino no es de este mundo” (Jn. 18:36). Algo que, en opinión de Hobbes, muchas autoridades religiosas no habían entendido. El Papa y la Iglesia no podían reinar porque Cristo tampoco reinó sobre este mundo. Volverá a reinar después de la resurrección universal, eso sí, pero mientras tanto vivimos en el tiempo de la regeneración. Esto implicaba que cualquier Iglesia que dictaminara ordenes contrarias o al margen de aquellas que dictara el soberano caía inmediatamente en usurpación. Las Iglesias sólo debían exhortar a los hombres y predicar el Evangelio pero no atribuirse un poder que les resultaba del todo ilegítimo. En este sentido, el pensador inglés no sólo arremetió contra los católicos sino también contra la Iglesia anglicana, afirmando que todos los cambios religiosos negativos ocurridos en el mundo se debían a la mala conducta de los clérigos. Hobbes estaba convencido de que el Estado y la Iglesia eran la misma cosa, como se desprende de su definición del concepto de “Iglesia”: “...defino una IGLESIA así: una compañía de hombres que profesan la religión cristiana, unidos en la persona de un soberano a cuyo mandato deben reunirse en asamblea, y sin cuya autoridad no deben reunirse. Y como en todos los Estados las asambleas que se reúnen sin autoridad del soberano civil son ilegales, también la Iglesia constituirá una asamblea ilegal si el Estado la ha prohibido reunirse” (Hobbes, 1999: 392). El soberano civil era entendido como el medio por el cual Dios hablaba a su pueblo; el pastor supremo en el que debían creer todos los súbditos. Por tanto, el Papa y las demás autoridades religiosas se habían apoderado de un privilegio que no les pertenecía y que la Escritura sólo concedía a los monarcas políticos. Este fue uno de los temas que más obsesionaron siempre a Hobbes, el poder que las falsas concepciones religiosas ejercieron sobre los hombres a lo largo de la historia. La semana que viene veremos los inconvenientes de la doctrina de Hobbes

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