Descartes: revelación, más allá de la razón

Una de las principales paradojas de la época moderna, en la que vivió Descartes, fue que buscó ansiosamente la certeza pero produjo incertidumbre.

30 DE SEPTIEMBRE DE 2012 · 22:00

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Como se ha señalado, el pensamiento de Descartes no puede calificarse de filosofía cristiana ya que nunca se refiere a Jesucristo ni a su resurrección. Le interesó más el método para llegar a conocer de manera correcta la realidad, así como las nuevas teorías astronómicas, que intentar demostrar la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. No obstante, su obra desprende un cierto aroma apologético y procura respetar los principios básicos de la Iglesia católica. En opinión de Küng, “aún cuando Descartes no hace filosofía cristiana, sí hace filosofía como cristiano” (Küng, 1980: 44). La fe sería para él, el resultado de la voluntad humana que apoyándose en la revelación de Dios podría llegar a conocer la verdad sin necesidad de evidencia. La fe no necesitaría demostraciones como la razón. Algo verdaderamente excepcional. La razón, por el contrario, requería de un método adecuado para alcanzar la certeza intelectual. Siguiendo las directrices de tal método se podría estar seguro de acceder a la verdad. Descartes dedicó toda su vida a la búsqueda de esta verdad y llegó a la convicción de que realmente la había encontrado. Sin embargo, alcanzar certeza racional no es lo mismo que poseer seguridad existencial. Tener muchos conocimientos objetivos acerca de la realidad que nos rodea no es lo mismo que saber vivir adecuadamente. La mejor de las ciencias puras cuando se convierte en aplicada, tanto puede servir para el bien como para el mal. Ahí están para confirmarlo los múltiples arsenales militares con sus nuevas tecnología bélicas. Cuando el conocimiento se transforma en instrumento de poder y esclaviza al ser humano, puede tratarse incluso de algo muy científico pero la certeza que proporciona no sirve para aprender a vivir. Además de razón, el hombre posee también corazón. Detrás de las ideas están los sentimientos y éstos, a veces, se apoyan en razones inconfesables. Como escribiera el pensador francés Blas Pascal, que nació cuatro años después de que Descartes concibiera su “ciencia admirable”: “Le coeur a ses raisons, que la raison ne connaît point: on le sait en mille choses” (“El corazón tiene sus razones que la razón no conoce: se ve en mil cosas”) (Pensamientos, 277). El corazón tiene su propia lógica y en numerosas ocasiones se comprueba que esta lógica del sentimiento es, en realidad, el centro espiritual de la persona humana capaz de dirigir su vida, mientras que la certeza puramente racional presenta unos límites que con frecuencia resultan infranqueables. Una de las principales paradojas de la época moderna, en la que vivió Descartes, fue que buscó ansiosamente la certeza pero produjo incertidumbre. El deseo por descubrir la verdad objetiva condujo al relativismo. Pronto se descubrió que el pensamiento humano por muy racional o apegado al método que fuera no podía reflejar fielmente la realidad pura. La inseguridad empezó a infiltrarse en los conocimientos que podía alcanzar la razón del hombre. Marx dijo que los juicios humanos estaban deformados por las condiciones sociales y económicas que envolvían al pensador. Freud descubrió que el pensamiento estaba limitado por ese oscuro e incomprensible abismo del inconsciente. Mientras que Nietzsche puso en duda la existencia misma de la razón y la verdad objetiva, afirmando que ésta igual que las muñecas rusas o las cebollas casi siempre tienen dentro otra capa y nunca es posible descubrir un núcleo central sólido. La razón del hombre es pura cáscara. Y hasta la nueva física contemporánea ha llegado a decir que no es posible conocer la realidad, ya que siempre se choca con el factor humano, con los métodos subjetivos y las aproximaciones relativas. Hoy se está muy lejos de conocer la famosa fórmula general del universo que explicaría cómo lo creó Dios. La razón no ha llegado a destapar el sentido de la vida o de la historia. Lo que de verdad se ha descubierto bien, son los propios límites del ser humano. El hombre es ahora más objetivo pero también mucho más inseguro de lo que pronosticó Descartes. La postmodernidad se ha olvidado de la Razón ilustrada y ha aprendido a escribirla con minúscula. La ciencia se ha vuelto más humilde hacia las cuestiones de la fe porque reconoce que ya no quedan auténticas razones para ser ateo. ¿Quién quiere vivir en un mundo absolutamente objetivado, donde todo esté gobernado por el cálculo frío y meticuloso? El método analítico de la razón desvitaliza lo vivo para estudiarlo, divide en partes, disecciona, diviniza los objetos y los órganos, los mata para comprenderlos. Pero ¿acaso no se pierde así la esencia vital de los seres? El filósofo postmoderno Jean Baudrillard habla refiriéndose a todo esto de esa “pornografía de la ciencia” por destaparlo todo y no querer dejar nada al ámbito del misterio. La razón moderna quiere encarcelar la realidad para convertirla en esclava del hombre. Sin embargo, la postmodernidad actual se ha encargo de demostrar que esto no ha sido posible. Más bien, hoy se intenta ponerle restricciones a la ciencia y rescatar al ser humano de la prepotencia de la razón porque si no se produce mejora ética no puede haber progreso material. Hay por tanto que descubrir y cultivar esa otra razón religiosa y moral, la razón contemplativa, que es capaz de dar respuesta a todas las cuestiones que la ciencia y el progreso plantean hoy. La razón humana no puede revelar por sí sola todos los misterios de la existencia. Sólo el mensaje cristiano, el de la fe en Dios a través de la obra de Jesucristo, puede responder a los enigmas del hombre. Esto significa que, en contra de la opinión cartesiana, no es a partir del conocimiento de uno mismo como se puede llegar al conocimiento de Dios y de la realidad, sino precisamente al revés: es partiendo de la realidad del Dios que se manifiesta en Jesucristo como se puede llegar a conocer verdaderamente al ser humano. De manera que tanto el “pienso, luego existo” de Descartes como el “siento, luego existo” postmoderno, deberían ser cambiados por un “creo, luego existo” propio de la esperanza cristiana (Küng, 1980: 95). Tal sería la convicción evangélica: la certeza de la fe por encima de la certeza del pensamiento. Sólo es posible conocer a Dios por medio de la voluntad de creer y no a través de la razón especulativa. Sin embargo, esta certeza de la fe no debe ser considerada como algo irracional. Aunque, desde luego, no sea igual que la certidumbre de la ciencia humana, medible y constatable por los sentidos, se trata de otro tipo de certeza más intuitiva, fundamental, propia del sentimiento del hombre que aporta razones básicas para vivir. La fe cristiana es el fundamento de la razón y no ésta la base de aquélla.

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