Relaciones primos-hermanos

¡Cuántas veces los profesionales contemplamos cómo, al pedirnos un trabajo un cliente cristiano que quiere contratarnos, se nos minusvalora esperando que lo hagamos gratis!

21 DE SEPTIEMBRE DE 2012 · 22:00

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En estos días atrás algunos hermanos de la Iglesia Cristo Vive de Canillejas teníamos la oportunidad de reunirnos como profesionales de diferentes ámbitos para profundizar, no sólo en nuestros lazos personales y posibilidades empresariales, sino también en asuntos que nos pueden hacer crecer dentro del ámbito laboral en que cada cual nos movemos y que nos preocupan también en cuanto a las maneras en que podemos usar nuestra formación y vocación profesional para servir al Señor en primer lugar, pero también a los hermanos, como una extensión de esa primera realidad. El Primer Encuentro de Empresarios, Autónomos y Directivos de la Iglesia Cristo Vive iniciaba así el sábado pasado su andadura hacia lo que podrá ser, sin duda, la primera de muchas más oportunidades para crecer y servir. Entre las variadas aportaciones y actividades, dedicamos un tiempo breve pero intenso a debatir sobre un tema que pulula recurrente y oficiosamente en los círculos profesionales de nuestro mundo evangélico, y no sin buena parte de razón a la luz de las consideraciones que surgieron en ese debate. El título de la actividad ya decía bastante por sí mismo (“¿Contratar a un creyente? Uf… No, gracias”). Y es que aunque esta afirmación, al ser una generalización, sea injusta para muchos que hacen de manera excelente su trabajo y con ello den un testimonio ejemplar, ya sea desde la posición de contratante como de contratado, muchas veces entre hermanos dejamos mucho que desear, y esto es tan real como la otra cara de la moneda que acabamos de describir. Hay varias circunstancias y casos que salieron a la luz (no serán los únicos), pero me voy a centrar sólo en alguno de ellos a lo largo de estas dos semanas: · El primero tiene que ver con la concepción del profesional creyente y lo que se espera de él por parte de quienes solicitan sus servicios, sean del tipo que sean. · El segundo tiene que ver con las relaciones que se establecen entre contratante y contratado, siendo los dos cristianos. · El tercero, por último, permitirá que nos detengamos en considerar qué ocurre normalmente cuando una de las dos partes no es cristiana y la otra sí. En cuanto al primer asunto, que abordaremos en este primer artículo de la serie, no fuimos pocos los que nos encontramos con la realidad de haber tenido muchas veces la sensación de que el concepto de profesional en la iglesia no siempre se entiende y que, además, las expectativas que se generan alrededor de él y lo que puede aportar a la iglesia y a los hermanos no son las más correctas. En primer lugar, hemos de aclarar que un profesional (del ramo que sea) es una persona formada especialmente para desarrollar con excelencia una determinada tarea. El fontanero profesional (no el aficionado, ojo, porque además nuestros círculos de iglesia son caldo de cultivo estupendo para los intrusismos), es una persona preparada para hacer con excelencia trabajos de fontanería. El ingeniero lo es igualmente en su rama, solucionando problemas de diversa índole, y el psicólogo, por poner el ejemplo que me resulta más conocido, exactamente igual. Ellos (nosotros) han recibido durante muchos años de su vida una formación extensa y profunda que les convierte en trabajadores acreditados con especial pericia para realizar tareas que la mayor parte de las personas no podrían realizar. Así, ni todo es igual, ni todo es lo mismo, aunque parezca una redundancia. Esto significa que, aunque cualquiera de nosotros podamos hacer la “intentona” de instalar un grifo o de pintar una pared, el trabajo que nos ofrece un profesional es cualitativa y cuantitativamente distinto. Por ello no parece tener ningún sentido que, por ejemplo, un no profesional cobre lo que cobra un profesional. Desde luego, en muchas ocasiones lo más honesto sería que ni cobrara. Pero esto, a la vez, tiene otra lectura que es, desde mi opinión, en la que normalmente fallamos. Lo que cobra un profesional le da el valor merecido a su trabajo, aunque muchos no lo entiendan. Y no se trata de que el profesional se quiera hacer rico a costa de aquellos para los que trabaja (no hay tantos profesionales sobrados de dinero entre nuestras filas, si lo pensamos detenidamente). Es que el profesional ha de caracterizarse por la excelencia, esa excelencia además suele conllevar una alta responsabilidad, y esta última ha de pagarse con dinero, que es nuestra manera de valorar las cosas también, por mucho que nos duela el bolsillo con ello. Esto es así con todo y lo entendemos: no pagamos lo mismo por un televisor SONY o un IPAD que por una marca blanca. ¿Por qué entre profesionales es diferente? ¿Por qué lo es mucho más cuando, además, esos profesionales somos cristianos? Por poner un ejemplo práctico, el profesional que prepara un dictamen, un informe médico, un pericial, y lo firma, adquiere con ello una responsabilidad civil de la que muchos que contratan sus servicios no están al corriente. Sin embargo, al profesional se le pueden pedir responsabilidades al respecto. Una mala praxis puede derivar en una inhabilitación o en consecuencias incluso más graves. Al profesional se le requerirá, en definitiva, en caso de que algo no funcione. Eso es lo que muchas veces se paga a profesional: que se “pringue” ante una determinada situación y que ponga al servicio del contratante sus conocimientos respecto a la materia que le compete, no sólo para hacer las cosas, sino hacerlas bien, y más cuando se trata de cuestiones francamente difíciles (p.e. decidir acerca de una custodia, realizar un diagnóstico o dibujar los planos de una obra). Cuando un pseudo-profesional hace un trabajo que no le corresponde, no sólo está entrando en un terreno que no es el suyo, sino que está restando garantías, de por sí, al trabajo que él mismo está realizando. Está minusvalorando también el trabajo del profesional que debería desarrollarlo y, además, está dejando a descubierto a quien le contrata. Básicamente dice, aunque sin hacerlo audiblemente: “Lo que hace éste, lo puedo hacer yo y por menos dinero. Piénsalo, porque se están aprovechando de ti. Te conviene contratarme a mí”. Efectivamente, quizá el señor que trajo al “electricista amigo de un amigo” pudo ahorrarse el IVA de la factura (poco honesto de ambas partes, por cierto), pero no puede esperar reclamar en caso de que algo falle. Un profesional le extenderá una factura y, con ella, todas las garantías que acompañan a la labor también profesional que haya desarrollado. Así, si un supuesto profesional no cobra, o no cobra lo que debe, o, simplemente, no puede o no está dispuesto a dar la cara para garantizar su trabajo, ojo avizor, porque esto trae problemas, aunque no tantos como podría y por eso tal vez caemos una y otra vez en realizar la misma jugada. Cuando antes mencionaba el hecho de que nuestras iglesias son el caldo de cultivo perfecto para los intrusismos, no nos detuvimos en casos específicos, pero los hay y muchos. Nos gusta hacer las cosas entre nosotros, y esto está bien hasta cierto punto, pero por demasiado tiempo el precio que hemos pagado, aunque haya sido menor en cuantía económica, no lo ha sido en cuanto al valor de la labor de los profesionales cristianos que tenemos entre nosotros. Algunas profesiones, por su propia esencia, son más impermeables a la suplantación (no suele haber gente que vaya de cirujano por la vida sin serlo, gracias a Dios), pero otras dan lugar fácilmente a pensar que cualquiera puede hacer lo que ese que dice que es (psicólogo o músico, por ejemplo) hace. “Al fin y al cabo, si te cobra por escuchar, eso lo puedo hacer yo”- dicen algunos. Frases como estas sólo ponen de manifiesto nuestra profunda ignorancia y deberían avergonzarnos lo suficiente como para, no sólo no acostumbrarnos a repetirlas, sino tampoco a consentirlas cuando se nos dicen tan alegremente acerca de hermanos profesionales. Pareciera que, bajo la idea de que “lo que cuenta es la intención”, “lo importante es hacerlo para el Señor, aunque nos salga mal” y “si es del Espíritu, Él va a capacitar” (entre otras perlas), ya está todo bien y, además, está bien hecho. Pues perdónenme, pero así nos luce el pelo. Seguimos siendo, en muchas facetas, unos tremendos mediocres. Nadie se permite fuera de nuestros muros las “pachangas” que entre nosotros consentimos y cuando nos ponen ante un trabajo verdaderamente bien hecho se nos abren los ojos de par en par porque no estamos nada acostumbrados a que nosotros, los “pobrecitos cristianos”, seamos capaces de algo semejante. Parece que nos asusta la excelencia, cuando lo que nos asusta y nos desmotiva verdaderamente es el esfuerzo que cuesta alcanzarla. Pero es a eso a lo que estamos llamados unos y otros, profesionales y no profesionales: a ser excelentes en todo y a que todo lo que hagamos, sin excepción, y estemos al lado que estemos, lo hagamos como para el Señor y no como para los hombres. ¡Cuántas veces los profesionales contemplamos cómo, al pedírsenos que hagamos un trabajo para un cliente cristiano que quiere contratarnos, se minusvalora nuestro trabajo esperando que lo hagamos gratis! Nadie se escandalice por lo que estoy diciendo. Esto no me lo invento yo. ¡Nos pasa todos los días, aunque a algunos les parezca una exageración! Esto no sólo es habitual en nuestros círculos, sino que es escandalosamente frecuente. ¡No sólo frecuente, sino insultante, además de profundamente antibíblico! Es más, se apela en tantas ocasiones a que, entre hermanos, debería tenerse un “trato de favor”, una “consideración especial”, que a menudo se malentiende por un “debería ser gratis o, al menos, con rebajilla”. Pues permítanme que, como profesional tantas veces ofendida por esa presuposición, les plantee el asunto de otra manera: la mayoría de los profesionales creyentes tenemos un especial cuidado y amor al hacer nuestro trabajo con aquellos que son de la familia de Dios (si no es así, tomemos nota, porque debería serlo), pero ya está bien de dar por hecho que la única manera de conseguir esto es abaratando el trabajo que se realiza. En mi caso particular, ningún caso me quita tanto el sueño ni la paz como el de un hermano en la fe. En ningún caso cojo tantas llamadas de teléfono fuera de horas como cuando quien me las hace es un hermano en la fe. Ningún paciente secular me aborda entre pasillos (con mi consentimiento, por supuesto) como lo hacen los creyentes y a nadie sirvo tan a gusto como a mis hermanos. Pero nadie de fuera me ofende tanto como cuando uno de dentro, un cristiano, da por hecho que la manera de servirle es, simplemente, no cobrándole y es capaz de ponerme mala cara o cuestionar mi servicio cuando le digo, amablemente, que no lo voy a hacer. El obrero creyente en Jesucristo es tan digno de su salario como cualquier otro. No hemos de ser la excepción en este sentido (sí en otros, como la excelencia y a pulcritud). Pero la forma de hacer entre nosotros no puede ser no pagarnos o, como sucede en tantos casos, pagarnos “en especias” (por ejemplo, invitándote a comer o regalándote una colonia). Esto es más que una mala práctica: es una ofensa, simple y llanamente, además de un pésimo testimonio. De la misma forma que el profesional cristiano ha de esforzarse en ofrecer su mejor trabajo a la familia de la fe, ésta debería estar dispuesta a ofrecer la paga justa a ese profesional por formar parte de la misma familia, mucho más, incluso, que a uno de fuera, si me apuran. La carretera de las relaciones entre nosotros es bidireccional y no sólo debe serlo, sino además parecerlo. Ya está bien de leyes del embudo por las que se espera, erróneamente, que los profesionales, además de hermanos, seamos primos y que, además de primos, seamos tontos. Nadie en el mundo secular se presenta en una consulta profesional a pedir los servicios gratis. Me pregunto por qué nosotros sí. Nadie se extrañaría si, ante el dudoso caso de que alguien no cristiano planteara eso, recibiera un sonoro “Ni hablar” por respuesta. Pero nosotros sí nos extrañamos. O nos escandaliza que un creyente nos cobre por esto o aquello. Y no sólo eso, sino que nos sentimos en el derecho de enfadarnos como si la propuesta (o más bien exigencia, a la luz de nuestra reacción posterior) fuera verdaderamente legítima, que no lo es. En nuestros foros deberíamos estar contentos y orgullosos de tener entre nosotros cada vez más personas formadas y capacitadas para tareas que antes era impensable que desarrolláramos sin tener que buscar los profesionales fuera. Si hoy necesitamos un arquitecto, un ingeniero o un cirujano de confianza, lo tenemos. Pero seguimos sin valorar su trabajo y esperamos, erróneamente, que cumpla nuestras expectativas de perfecto pedigüeño. Poco o nada nos suele importar el valor y profundidad de ese trabajo, siempre que nos salga lo suficientemente barato. Eso sí, no faltamos a una costumbre muy de nuestros círculos también, desgraciadamente, que es la de pedir responsabilidades y criticarnos unos a otros cuando algo no sale como queremos. Elástico, ¿no? E injusto también. Como injusto es recibir, por otra parte, la paga a nuestro trabajo y hacerlo mal. Por estas razones y otras me parece altamente conveniente hacer algo de pedagogía evangélica, si me lo permiten, porque quisiera pensar que todo esto responde a pura ignorancia o a la novedad de la situación. Pero francamente cada vez acumulo más argumentos para pensar que, en el fondo, lejos de eso, simplemente nos aprovechamos de nuestra condición de creyentes para tener un poco-mucho de “morro” bajo el supuesto amparo del “amor cristiano que deberíamos tenernos unos a otros”. Ese amor cristiano, créanme, se manifiesta de muchas otras maneras que bajando las tarifas o los honorarios y mientras no entendamos esto, no nos mereceremos los profesionales que tenemos entre nosotros. Desgraciadamente, a veces parece que abunda más el perfil del que, lejos de buscar la excelencia, aprovecha la plataforma de lo evangélico para justo lo contrario. Pero entraremos en mayor análisis en la siguiente reflexión de la serie. En ese sentido, por el momento, baste adelantar que, más que hermanos, a menudo parecemos “primos”, en el sentido más peyorativo de la palabra (entiéndase por primo el pardillo, dicho en términos vulgares, el que no defiende sus derechos o no se hace respetar o valer; uno de quien la gente puede aprovecharse sin el menor remordimiento porque, si se da cuenta de lo que ocurre, no lo manifiesta al menos, ni se queja por ello). Cuanto más cercano es el primo, es decir, cuanto más primo-hermano, si me apuran, más fácil es también que se haga realidad práctica aquel famoso dicho que reza “La confianza da asco”. Y esto, entre nosotros, no debería ocurrir sin que nos tiemblen las piernas. ¿Qué sucede entre creyentes, entre cristianos regenerados, para que tantas y tantas veces la sensación que nos quede a los profesionales cristianos también de cualquier ámbito sea ésta justamente? En muchas ocasiones se espera de nosotros que trabajemos gratis. O se espera que seamos esos primos ingenuos de los que antes hablábamos (lo cual es ya tremendamente insultante), o se está convencido de que lo somos (y no sé qué puede ser peor, si lo uno o lo otro). Ese es el primero de muchos malentendidos que el debate en nuestro encuentro trajo a la luz y que debemos, sin duda, abordar en algún momento, ya que no es un hecho aislado ni mucho menos lo que se describió allí sino algo que, sin ser el modus operandi de todo el mundo, sí responde al hacer (o mal hacer, mejor dicho) de muchos que no parecen entender con rigor lo que significa ser profesional entre cristianos. ¿Esto significa que los creyentes profesionales no podemos o no debemos hacer parte de nuestro trabajo gratis? Pues lo hacemos, no les quepa duda, y además, generosamente, algo que no hacemos normalmente en igual medida hacia fuera. Pero la diferencia es sustancial: cuando se hace un trabajo gratis, ha de hacerse con cuidado (para no caer en la injusticia ni en la competencia desleal, cosas que un no profesional no suele tener en cuenta), ha de hacerse porque se cree en ello (no porque alguien te lo exija o lo dé por hecho) y ha de hacerse desde la propia voluntad, previa honestidad por delante, algo de lo que no siempre hacemos gala los creyentes. Muchos admiran que Protestante Digital, sin ir más lejos, pueda tener y mantener (lo cual es aún más difícil) a tantos colaboradores voluntarios. La clave ha sido siempre valorar profundamente la labor de cada uno de nosotros, ser igualmente honestos con lo que podían ofrecernos a cambio de nuestras colaboraciones y estar ampliamente abiertos a que pudiéramos “bajarnos” del barco cuando lo creyéramos conveniente. Nunca se ha minusvalorado nuestro trabajo abaratándolo. Nosotros en primera persona lo hemos abaratado como excepción a la norma que seguimos, como lo hacemos tantas veces, porque hemos entendido que, en momentos puntuales, ese gesto simbólico le otorga un doble valor. Pero no sea esto una excusa para aprovecharnos los unos de los otros, lo cual está lejos del corazón del Evangelio, sino más bien para amarnos más y mejor.

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