La cruz y el templo (2)

Al comenzar el día de reposo los religiosos comprobarían que el pesado cortinado ya no separaba el santo de los santos del lugar santo. La historia acaba de cambiar radicalmente.

14 DE SEPTIEMBRE DE 2012 · 22:00

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JESÚS, CAMINO DEL CALVARIO La furia del celo religioso, los enjuagues del poder político y la sed de sangre de un pueblo brutalmente sojuzgado se aliaron para ponerle fin a la parodia judicial más grande de la historia. Jesús acaba de salir de la explanada donde poco antes Pilato le había sentenciado a muerte. Desde la torre Antoniana ahora desciende rumbo al Gólgota. Atrás quedan el templo, el palacio del rey judío y el pretorio romano. Todo y todos están en su contra sometiendo a su cuerpo herido y fatigado bajo una ignominiosa y pesada carga: el madero donde habrían de crucificarle. A lo largo de esta dolorosa prueba no recibe aliento alguno ni respetuoso silencio. Todo es gritería, mofa, escupitajos e insultos. Con sus fuerzas desfallecientes Jesús les da un mensaje a las hijas de Jerusalén que lloran por él como si fuera su propio hijo irremisiblemente llevado a la muerte. Para colmo Pilato no había tenido mejor idea que ordenar un cartel con la inscripción “Este es Jesús, Rey de los judíos” para diferenciarlo de los dos malhechores justamente condenados. Sólo un campesino de nombre Simón, de Cirene, es puesto para ayudarle con la cruz. El odio predomina donde el amor parece derrotado. Tal vez unos pocos hayan notado que el aire enrarecido que respiraban traía sensaciones muy distintas a las de otras frecuentes ejecuciones. No cuadraba tanta saña sobre alguien que días antes había sido aclamado como rey al entrar en Jerusalén. El autor de la Epístola a los Hebreos lo describe con gran precisión al proponernos: “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo…” (Hebreos 12:3). ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA. Jesús ya ha sido clavado sobre el madero. Su cruz está flanqueada por las otras dos, con lo que se cumple la profecía de Isaías 53:12. Los gobernantes y la soldadesca insisten: “A otros salvó sálvese a sí mismo” (Lucas 23:25). Hay apuro de parte de los satisfechos ejecutores para finiquitar este largamente deseado homicidio; tienen que cumplir con la fiesta más importante de su programa religioso. Cumplida esta faena habrán de vestirse de piadosos oficiantes del templo. La vida, tal como ellos la conciben, debe continuar; no se puede dejar de cumplir con las tradiciones porque alguien haya muerto. En pocas horas más de su boca no saldrán ya insultos, sino la repetición de fórmulas heredadas por siglos al ofrecer sacrificios a Dios. El día de reposo llega y con él la Pascua; deben acelerar la muerte de los tres crucificados quebrándole sus huesos. Desde lejos ya la gente dirige hacia la escena una última mirada. Jesús ya perdonó a sus asesinos, encomendó su madre viuda al cuidado de su discípulo amado, y a Juan para que ella lo tome por hijo. Tuvo tiempo para salvar a uno de sus compañeros, el arrepentido. Antes de que el centurión se ocupase de él, entregó su espíritu en manos de su Padre y consumó la obra para la que había venido al mundo: dar su vida para rescate de la de muchos pecadores. Jesús, el Hijo de Dios, había muerto. El centurión lo verificó y se ahorró un trabajo; aunque, verdugo responsable al fin, aseguró la faena traspasando el costado del cuerpo con un seco lanzazo y del tajo vio salir sangre y agua. Sin saberlo, cumplía con dos palabras proféticas (Juan 19:31-34). Mientras esto sucedía con el cordero de Dios sacrificado entre el cielo y la tierra, el sol se oscureció sobre el Calvario, el lugar se sacudió por un terremoto partiendo las piedras, el centurión rendía un homenaje póstumo a Jesús reconociendo quién era; entonces los sepulcros se abrieron y de ellos resucitaron santos que más adelante se aparecerían a muchos en la ciudad. Fue en ese preciso momento que el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo. EL TEMPLO DE DIOS DESTRUIDO La mitad de la palabra profética de Jesús acaba de cumplirse con su muerte. Por esa palabra los falsos testigos aportaron la causa que colmaría la paciencia de los religiosos condenándolo por blasfemo. “Destruid este templo y en tres días lo re edificaré” había dicho entonces. Ahora llegamos al corazón del asunto. El cuerpo de Jesús yace en la tumba prestada por José de Arimatea (con los ricos fue en su muerte). Al comenzar el día de reposo los religiosos comprobarían que el pesado cortinado ya no separaba el santo de los santos del lugar santo. La historia acaba de cambiar radicalmente. A la presencia de Dios entraba solamente el Sumo Sacerdote en los días establecidos.Pero ahora, el Antiguo Pacto ha sido sustituido por el Nuevo Pacto en la sangre del cordero perfecto que quita el pecado del mundo, Jesucristo. A la presencia de Dios ahora se puede entrar francamente, gracias a que Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote, ofreció el sacrificio perfecto: su propia vida. En el lugar santo estaban los panes de la proposición, el altar de los sacrificios. En el lugar santísimo, tras el velo, estaba el incensario de oro, y siglos antes de ser robada el arca de la Alianza, toda cubierta de oro. Dentro de ella estaba la urna de oro conteniendo maná con el que Dios había alimentado a los judíos en el desierto, y la vara de Aarón que floreció como señal de la elección divina. También estaban allí las tablas de la Ley que Moisés había recibido de Dios. Sobre el arca había dos querubines de oro enfrentados que cubrían con sus alas la mesa de los panes de la proposición. La señal del velo rasgado va dirigida a los que estaban en el Templo guardando las cosas de Dios. Ahora lo antiguo acabó. Comienza un nuevo tiempo. No más maná, ahora que el Pan de vida ha llegado al hombre. La ley había sido cumplida plenamente por el Hijo amado que se había entregado por los hombres. Los numerosos sacrificios ya no son necesarios, porque en el sacrificio perfecto de la cruz, Cristo, el hombre perfecto, se ofrece a sí mismo como la víctima perfecta; todo lo hace con un amor y una obediencia perfectos. Este es el sacrificio agradable a Dios. Todo lo anterior eran figuras de lo que acaba de ocurrir; por eso ya no serán necesarias. Dios comenzaba la alianza perfecta. El cielo, es ahora el único lugar santísimo. Cristo, el templo de Dios ha sido destruido y no hay barrera alguna entre el cielo y la tierra. Mientras los empecinados religiosos buscarán la manera de restituir el velo separador entre Dios y los hombres, el cuerpo de Jesús espera la resurrección. En nuestra próxima entrega: La iglesia de la resurrección. Hasta entonces si el Señor lo permite.

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