Prohibido resistir(se)

¡Qué singular contraste el de que se nos llame en tantas ocasiones a resistir en la Palabra y, a la vez, a no oponer ninguna ante el Señor de nuestras almas!

14 DE SEPTIEMBRE DE 2012 · 22:00

,
Las personas somos bastante resistentes a casi todo. Pudiera pensarse, sin embargo, que nuestra característica estrella, a la luz de todas las desgracias que pueden pasarnos, es la fragilidad. Y en cierto sentido, efectivamente, somos frágiles. Pero por otra parte y paradójicamente, también estamos construidos de una manera extrañamente resistente.Los antiguos quizá lo resumirían con un “Bicho malo nunca muere”. Pero es mucho más que eso. Si bien lo que sucede a nuestro alrededor nos pone sobre la pista ineludible de nuestra debilidad ante las circunstancias, también nos muestra cómo nos pasan muchas menos cosas de las que podrían o con mucho menor impacto. Y dirán ustedes: ¿Y eso qué tiene que ver con nuestra resistencia? En todo caso, tendrá más bien que ver con la protección divina bajo la cual estamos. Efectivamente, Dios nos libra de muchas circunstancias adversas. Su mano es capaz de amortiguar cualquier impacto. Pero en tantas ocasiones, El Señor no nos libra del sufrimiento eliminándolo de nuestras vidas y, en esos casos, la manera en la que nos sustenta tiene que ver con ayudarnos a resistir. Somos, pues, criaturas resistentes porque Él nos hace resistentes. Ni un cabello de nuestra cabeza caería al suelo sin que Él quisiera. Por “explotar” un poco más esa imagen, ese aparentemente frágil cabello podría ser, en Sus manos, el más resistente que pudiéramos imaginar, hasta el punto de que diera igual (y todos sabemos lo frágil que es un pelo) qué fuerza ejerciéramos sobre él. Nada sería capaz de arrancarlo sin que Dios mismo dé permiso para ello. Llevar esta reflexión hasta el aparente absurdo de detener nuestra atención en ese pelo puede hacernos dibujar una leve sonrisa en el rostro. ¿De qué va esto? ¿Qué beneficio puede traernos llevar nuestra reflexión por estos derroteros? Sería absurdo detenerse en esto si no fuera por lo que de gráfico para nosotros puede tener el ejemplo bíblico en ese sentido: hasta lo más frágil de nosotros puede alcanzar resistencia cósmica si es Dios mismo quien se la imprime. Nuestras habilidades y destrezas, nuestras capacidades y virtudes, dones con los que el Señor nos ha dotado, son en Sus manos fortalezas contra las que nada ni nadie puede prevalecer mientras Él las sustente. Igualmente, y a pesar de nuestra aparente fuerza en cada una de esas cualidades, también es igualmente cierto que lo que de resistentes naturales podamos tener, si no está depositado en Sus manos y puesto en la dirección de Su voluntad, puede convertirse, no sólo en nuestra mayor debilidad, sino en nuestro peor castigo. A lo largo de la Escritura, una y otra vez, se nos pone ante múltiples ejemplos por los que la sabiduría del mundo, su fortaleza y los avances que conlleva, no son nada si no es a Dios mismo a quien sirven. Los débiles, los mansos, los enfermos, los más dignos de conmiseración, los ciegos y sordos, los faltos de toda fuerza humana… se convierten en manos de Dios en los fuertes, los capaces de pelear grandes batallas, los que reciben sanidad que excede a todo conocimiento, los que tienen su morada en los cielos, los que ven y oyen de cerca y claramente al Dios que se ha revelado y habla con plena claridad, los fuertes en Cristo y Su cruz, pero principalmente en Su resurrección. Él, sin duda, es nuestra fuerza y lo que nos da la capacidad de seguir resistiendo a pesar de nuestras flaquezas. Nos gusta ser resistentes, enfrentar los contratiempos de la vida con la fortaleza suficiente como para, en caso de caer, volver a levantarnos. Y esto está bien. No suele gustarnos el proceso, pero vemos el valor que tiene el resultado. Algunos, incluso, consiguen en medio de la adversidad ver renovadas sus fuerzas hasta el punto de que parecieran crecerse ante la dificultad. Todos anhelamos esa clase de fortaleza, y la pedimos a Dios cuando conseguimos entender que sólo y exclusivamente viene de Él. La anhelamos como parte de la manifestación de Su misericordia en nuestras vidas y descansamos también en que forma parte de Sus promesas inamovibles para nosotros. Él nos proporciona las fuerzas para poder resistir. Ahora bien, hoy quisiera detenerme en uno de nuestros aspectos más resistentes de forma natural, como contraposición, precisamente, a lo que se acaba de mencionar. Nuestras debilidades, puestas en manos de Dios, se convierten en fortalezas. Pero cuando en algún ámbito nos sentimos fuertes, lejos de someterlo a Dios, lo dejamos al margen de Su acción. Pareciera que en esos momentos sale a flote toda nuestra autosuficiencia (aunque sea involuntariamente) y establecemos que, en eso, precisamente, vamos lo suficientemente sobrados como para no requerir de nada ni de nadie. Si algo es resistente en nosotros, pensémoslo bien, ese es nuestro pensamiento. Nuestra visión del mundo nos define, nos diferencia de los demás y es, probablemente, de las áreas en nuestra vida que más nos cuesta someter, no sólo a la forma de pensar de otros, que eso lo damos por descontado, sino a Dios mismo y Su visión acerca de todo lo que nos rodea, incluyéndonos a nosotros en primer lugar. Y esto no es algo que define de forma exclusiva al mundo que vive al margen de Dios. ¡Ni mucho menos! Esto, desgraciadamente, constituye el modus operandi de cada uno de nosotros como creyentes regenerados en Cristo que tenemos Su mente. Si esto no nos impacta, tenemos mucho en lo que detenernos a pensar. Nuestras teorías sobre el mundo y cómo funciona, quiénes somos nosotros y quién es Dios, cómo han de hacerse las cosas y bajo qué criterios, qué concepto hemos de tener de nosotros mismos y de lo que nos acontece, por mencionar sólo algunas de las cosas que ocupan esa cabecita nuestra, son made in nuestra propia fábrica de ideas, en la mayor parte de ocasiones. Sigue resultándonos un misterio cómo se hace eso de “traer todo pensamiento cautivo ante los pies de Cristo” (2ª Corintios 10:5), cómo “no conformarnos a este siglo, sino transformarnos mediante la renovación de nuestro entendimiento” (Romanos 12:2), y cómo tener de forma visible y, en definitiva, palpable (más allá de la realidad bíblica de que ya la tenemos), la propia mente de Cristo (1ª Corintios 2:16). Como en tantas otras cosas, sigue siendo cierto que no sacamos todo el provecho de aquello que tenemos y sin duda, todavía nuestros pensamientos no son Sus pensamientos (Isaías 55:8). Nuestras ideas están profundamente enraizadas en nosotros. Cuando nos creamos una teoría acerca de algo o alguien, difícilmente la modificamos. Más bien somos proclives a forzar la realidad hasta el infinito para que se amolde a lo que nosotros ya consideramos que es cierto. Y nos creemos, a pesar de ello, flexibles y abiertos de mente. De hecho, alardeamos de ello permanentemente, pero en realidad no lo somos. Los que nos dedicamos a la atención en salud mental sabemos que una de las tareas más difíciles de trabajar y modificar es, justamente, la que tiene que ver con las ideas y las creencias. Restructurar formas erróneas de pensar y percibir la realidad, o enseñar a interpretarla de forma realista y sana es, generalmente, un objetivo que consume buena parte de las energías del paciente y del propio terapeuta. Nos resistimos, en primera y última instancia, a cambiar nuestra mente. El sometimiento de nuestros pensamientos a Dios, pedir la claridad que supone que podamos ver las cosas como Él las ve, comprender mínimamente que Su mente y Sus propósitos nos exceden, requiere un ejercicio de negación y humillación como pocos.Significa, de forma práctica, entregar a Dios nuestra esencia, renunciar a nuestro propio punto de vista, anticipar que el Suyo nos supera. Negarse a uno mismo cada día, tomar su cruz y seguirle cada día implica renunciar al propio ego y a los planes que tenemos para cada uno de nosotros. Significa entregar nuestra agenda y hacer nuestra la Suya, sin reticencias, sin resistencias. Pocas cosas traen al corazón de las personas (incluso sin saberlo o percibirlo conscientemente) tanto malestar como revolverse y rebelarse, una y otra vez, a los planes y pensamientos que Dios tiene para nosotros. De forma contraria y, por otra parte, complementaria, nada aporta tanta paz a nuestras vidas como abandonarnos al cálido abrazo de Dios y al susurro de Sus planes en nuestro oído sin resistencia. ¡Qué singular contraste el de que se nos llame en tantas ocasiones a resistir en la Palabra y, a la vez, a no oponer ninguna ante el Señor de nuestras almas!Esforzarnos, ser valientes, resistir al diablo, sabiendo que así él huirá de nosotros… pero sometiéndonos a Dios en primer lugar, tal y como expresa Santiago 4:7. La resistencia, entonces, sólo es un valor cuando elegimos bien ante qué la planteamos. Podemos ser y somos resistentes en el mejor y en el peor de los sentidos y esto ha de obligarnos a pensar, pero principalmente a replantearnos con apertura hacia el Espíritu y sin resistencias, cuál sea la forma en la que veremos la vida. Este ejercicio constante no será, en ningún caso, contraproducente ni opuesto al de resistir las embestidas de la vida en la manera que Dios nos propone. Más bien podremos hacerlo más y mejor desde el sometimiento de nuestra propia mente a la de Cristo mismo, de la que somos portadores. Así pues, sigamos adelante con nuestro llamado a resistir. La tarea es constante e intensa. Pero en lo que tiene que ver con Su pensamiento, recordémonoslo, “Prohibido resistirse”. “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice el Señor, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis”. Jeremías 29:11

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - Prohibido resistir(se)