Del orgullo cartesiano a la humildad de Newton

Como señalara Karl Barth, “cuando el cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos”.

15 DE SEPTIEMBRE DE 2012 · 22:00

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La no aceptación del mundo tal como es y el sueño de transformarlo a la medida del hombre según las directrices de la razón, ha acompañado desde siempre al ser humano. Pero muy especialmente a partir del pensamiento cartesiano. Las más importantes utopías sociales que aspiraron a mejorar la convivencia entre los hombres, hundieron habitualmente sus raíces en los conceptos de planificación racional y autonomía del individuo. La mente humana fue con frecuencia una gran forjadora de mitos que, en ocasiones, pretendieron borrar a Dios de la perspectiva del hombre. Pero, como señalara Karl Barth, “cuando el cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos”. Los totems de la razón a menudo se convirtieron en monstruos devoradores de hombres. Los pretendidos paraísos sociales tarde o temprano conocieron las purgas, las depuraciones, los fusilamientos masivos y la instauración del terror. Aquella anhelada utopía social se transformó demasiadas veces en pura patraña inalcanzable, revelando sucesivamente que la sola razón era incapaz de explicar la compleja realidad humana y construir ninguna sociedad ideal en este mundo. La obsesión de aplicar el método cartesiano a los fenómenos sociales y el deseo de planificar la sociedad según la razón condujo en numerosas ocasiones a la búsqueda ansiosa del mito social. El deseo de crear sociedades equilibradas y paradisíacas en el mundo real no empezó, desde luego, con Descartes, ya Platón en La República había propuesto lo mismo así como también el pensamiento gnóstico. Sin embargo, será a partir del cartesianismo cuando más énfasis se hará en tales ideas. Los escritos de los utopistas se sucedieron progresivamente desde el Renacimiento hasta la época de los Beatles. El mítico cantante de este famoso grupo musical, John Lennon, escribió en su canción Imagine: “Imagina que no hay paraíso. Es fácil si lo intentas. Ni infierno debajo de ti. Encima de nosotros sólo el cielo. Imagina toda la gente viviendo para el presente. Imagina que no hay países. No es difícil de hacer. Ningún medio para matar ni para morir. Tampoco religión. Imagina toda la gente viviendo una vida de paz. Imagina que no existe la propiedad. Me pregunto si puedes. Nada de ansiedad ni hambre. La hermandad del hombre. Imagina toda la gente compartiendo el mundo. Dirás que soy un soñador pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros Y que el mundo sea como una unidad.” La obcecación por la utopía ha tenido siempre las mismas aspiraciones de paz, unidad, igualdad y armonía social, pero a costa de eliminar la religión, la propiedad privada, instaurar el gobierno de los sabios que actúen sólo mediante la razón y compartir todos los bienes, incluso las mujeres y los maridos en las idílicas comunas. Así sería -según se afirma- como se podría alcanzar la felicidad y el bienestar para todos en esta tierra. Pero lo cierto es que el utopismo siempre ha tenido terribles consecuencias para la humanidad. De otra parte, una de las críticas que se han hecho al racionalismo del siglo XVII es la de colocar a la sociedad fuera del tiempo. Si la razón era siempre la misma y capaz de captar la verdad del mundo en cualquier momento, entonces las colectividades humanas vivirían en una especie de intemporalidad, en un tiempo inmóvil en el que no serían posibles las innovaciones ni el progreso. Los descubrimientos que podrían alcanzarse en el presente o en el futuro debían ser necesariamente los mismos que ya se revelaron durante el pasado. El techo cultural e intelectual estaría siempre a la misma altura y podía ser alcanzado en todas las épocas por las mentes más brillantes. Incluso cabía la posibilidad de llegar a entender el presente casi como un tiempo de decadencia y a creer, de acuerdo con los pensadores clásicos, que cualquier tiempo pasado fue mejor. La edad de oro de la humanidad sólo podía pertenecer al mundo antiguo, no al presente ni al futuro. El racionalismo no permitía ningún progreso social. Por tanto, en una concepción así el hombre vivía siempre amenazado por el fantasma del olvido ya que la amnesia cultural podía acabar en cualquier momento con los logros adquiridos en la antigüedad. El cartesianismo, en el fondo, daba tanta importancia a la intuición que caía con mucha frecuencia en posturas dogmáticas. La deducción teórica que proponía Descartes estaba siempre mermada por la falta de comprobación experimental. De ahí que su método para llegar a conocer la realidad no pueda considerarse verdaderamente científico hasta que Galileo y Bacon no aportaran respectivamente los suyos propios, acerca de la experimentación y la inducción. También Isaac Newton, el gran físico británico que nació ocho años antes de la muerte de Descartes, combatió algunas de sus ideas. Su descubrimiento de la gravitación universal le llevó a creer que en la naturaleza existían unas leyes precisas impuestas por Dios que eran accesibles al hombre gracias a la comprobación experimental. Según Newton, el Creador había depositado su razón no sólo en la mente humana sino también en todos los rincones del universo. Se trataba, por tanto, no únicamente de buscar en la reflexión humana (en el cogito) sino sobre todo de explorar la realidad, descubrir la regularidad de cada ley natural y reconstruir los mecanismos que permitirían el funcionamiento del cosmos. En definitiva, todas las piezas del inmenso puzzle cósmico debían de estar interrelacionadas y al estudiarlas experimentalmente lo que se hacía en realidad era leer la otra gran revelación de Dios. Esto supuso un cambio radical de actitud hacia el mundo natural. El orgullo cartesiano que veía al hombre como el único ser que merecía respeto e interés por disponer de capacidad reflexiva, se transformará poco a poco en un sentimiento de humildad hacia todo lo creado ya que todos los seres, animados o inanimados, así como las leyes naturales que los gobiernan, testificarían claramente acerca de la grandeza de Dios. Si rocas, plantas y animales habían sido creados igual que el hombre por el ingenio divino y poseían el misterio de la razón providencial en cada átomo de su ser, entonces merecían también un profundo respeto. Este nuevo talante será muy importante para las ciencias sociales durante el siglo XVIII ya que el ser humano y sus manifestaciones en sociedad, empezarán a ser entendidos en relación con el mundo natural. El hombre dejará de ser una mente pensante aislada para integrarse en el entorno natural que habita, del que se nutre y al que modifica.

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