Amor y soledad, de Séneca a Eclesiastés

Dios no quiere la soledad del ser humano.

10 DE AGOSTO DE 2012 · 22:00

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En las vacaciones estivales, como en Navidad, es cuando la desenfrenada búsqueda de la felicidad alcanza su clímax social y se hace más patente la soledad del ser humano. Hoy trato amor y soledad. Poetas, filósofos y músicos de todos los tiempos han cantado himnos de gloria a la soledad del hombre. Desde la contundencia de Séneca (“Nunca estamos solos”) a la afirmación de Schopenhauer (“La soledad es la suerte de todos los espíritus extraordinarios”), pensadores de todas las latitudes y a lo largo de las generaciones han exaltado la soledad, diciendo de ella que es la situación ideal del ser humano. Otros lo han desmentido. El número dos tiene en matemáticas más valor que el uno. El uno expresa soledad; el dos, unidad, pareja, compañía, amor. El hombre que no ama a nadie más que a sí mismo termina odiando la soledad. Bécquer dio en la diana: “La soledad es más hermosa cuando se tiene a alguien a quien decírselo”. Podemos dominar los vientos, someter las olas del mar, vencer la gravedad, alcanzar éxitos científicos y tecnológicos, llegar a controlar las enfermedades, a suprimir el dolor, pero si la mujer y el hombre no tienen junto al corazón propio otro corazón que lata al unísono, nos sentiremos fracasados como seres humanos. La soledad vive de amor, y de amor está compuesta la vida. Dios no quiere la soledad del ser humano. En palabras dirigidas a Moisés, le dice: “No serán vistos vacíos delante de mí” (Éxodo 34:20). Dios no aguanta el vacío. Cuando la tierra estaba “desordenada y vacía” decretó: “Sea la luz” (Génesis 1:2,3). Cuando el primer ser humano se afligía de tristeza en la inmensa soledad de la creación, anunció: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). Las razones morales de esta compañía se contienen en un simpático pasaje del Eclesiastés: “Mejores son dos que uno; porque tienen mejor paga de su trabajo. Porque si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo!, que cuando cayere no habrá segundo que le levante. También si dos durmieren juntos, se calentarán mutuamente; mas ¿cómo se calentará uno solo? Y si alguno prevaleciere contra uno, dos le resistirán; y cordón de tres dobleces no se rompe pronto” (Eclesiastés 4:9-12). Millones de seres humanos en todos los continentes arrastran la amargura de la soledad porque no la canalizan hacia el Eterno. Levantan murallas en lugar de construir puentes. Al otro lado del puente siempre está Dios, quien lo llena todo en todos. “Daré aguas en el desierto, ríos en la soledad”, dice Dios a través de las páginas de la Biblia (Isaías 43:20). La presencia de Dios es el único horizonte para que el alma humana no desespere de soledad. Dios es la Persona infinita y sin embargo presente, siempre presente en nuestras angustias, a la que podemos dirigirnos en un diálogo analógico cuando la soledad nos desgarra y nos sepulta en un vacío desesperante.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El punto en la palabra - Amor y soledad, de Séneca a Eclesiastés