Bendita en la tienda

Segundo accésit en la modalidad relatos del XXVII Certamen González-Waris (2012) de ADECE (Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos).

03 DE AGOSTO DE 2012 · 22:00

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Amanecía en el valle de Zaanaim. La línea del horizonte se elevaba en la mitad de lo que la vista alcanzaba. Era la silueta de varios hombres que conducían con lentitud el ganado hacia los pastos del valle. Aún resonaba el balido de alguna oveja en la lejanía. El día anterior había extendido un cielo limpio. Esa mañana, por encima de la rojez que cubría al grupo, se cernían algunas nubes que presagiaban lluvia. Dentro de su tienda, vacía de niños desde hacía algunos años, una mujer giraba a un lado y otro sobre la alfombra, intentando en vano alargar el sueño. La mujer se dio por vencida y permaneció tumbada unos minutos más, contemplando el techo de su tienda. Aquella tela oscura la había visto dar a luz tres hijos, los únicos días de su vida marcados al mismo tiempo por el dolor y por la alegría. Tres grandes fiestas para el clan de Heber. Carne para todos y vino. Pan de higos y pasas. Y mucha algarabía. Por un momento los recuerdos quisieron dar paso a la melancolía, pero el presente era bueno y el futuro prometía bendiciones del Cielo. -¡Arriba!- se ordenó a sí misma- Aún soy mujer con fuerzas. Antes de comenzar su día, Jael recitó en voz alta cuanto recordaba de las palabras que el Altísimo había hablado por boca de Moisés, según Jetro. Las había oído repetir cientos de veces cuando era niña. Pronto ella también las cantaría a su nieto. El primero estaba por venir en cualquier momento. La idea la hizo sonreír de gozo. Como ovejas descarriadas, sus pensamientos amenazaban con irse para no regresar. Retomó su propósito e invocó al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Su tribu había salido de Abraham y corría paralela al tronco de Isaac y Jacob. Nada más terminar, asomó la cabeza por entre las cortinas que cubrían la entrada y miró al cielo. Cada vez había más luz, y algunas nubes. No demasiado lejos pronto se oirían los sonidos de la guerra. Bufidos de caballos, crujidos de carros, choques metálicos de espadas, golpes de cuerpos, gritos de guerra, gemidos de hombres sobre la tierra... Los de Heber ya sabían del encuentro. Habían visto posicionarse los ejércitos el día anterior. Por un lado, los de Israel, reuniéndose en el monte Tabor, con destino quién sabe a dónde. Por otro los de Jabín, rey de Canaán: Sísara y su ejército. Incontables, imparables, un ejército de enemigos que llevaba ejerciendo concienzudamente su violencia sobre los habitantes de aquella tierra durante veinte años. No temió por su esposo, los dos hijos que habían salido con él o por los otros hombres del campamento. Los ceneos estaban en paz con Jabín. También había buen entendimiento con los parientes israelitas. Además de eso, su simpatía por ellos había crecido al saber que una mujer, como ella, les gobernaba desde el monte de Efraín, entre Ramá y Bet-el. Justo debajo de una palmera. La palmera de Débora. De nuevo volvió a sonreír, imaginando a tantos hombres obedeciendo a una sola mujer. -Sí, Dios es bueno- murmuró. Jael salió finalmente de su tienda, vestida y preparada para un día más de labor. Tomó un cántaro, lo colocó sobre una de sus caderas y empezó a caminar entre las tiendas en dirección a la fuente. Se detuvo junto a una de ellas, para escuchar. Aún había silencio en su interior. Eso era bueno. Su hija menor, embarazada de casi nueve meses, dormía dentro. No había que despertarla. Debía apurar sus últimos días de dormir sin inquietudes. Después de este hijo vendrían otros y ya nada sería igual. Parte de la tela que cubría su cabeza se deslizó sobre sus hombros y rápidamente volvió a embozarse con ella, porque algunas gruesas gotas de lluvia estaban cayendo. El cántaro subía y bajaba al compás de cada paso y pronto ambos desaparecieron tras las encinas. El campamento despertó no mucho después. Solamente quedaban las mujeres y algunos niños. Los hijos mayores habían salido también al campo. En pocas horas las tiendas se llenaron de actividad. Algunos niños jugaban y corrían libres por el campamento, las mujeres que volvían de la fuente con sus cántaros se habían parado y charlaban animadamente. Jael, que siendo la primera siempre llegaba lenta y tarde, se unió a ellas, postergando el tiempo de retomar la rutina. El enfrentamiento que estaba teniendo lugar entre sus dos vecinos acaparaba las conversaciones de la mañana. -Mi sobrino, el que comercia con Damasco, ha pasado por aquí. Le he aprovisionado con comida y leche para su viaje -dijo la de las siete hijas- Él ha visto de lejos la lucha. Dice que están junto al arroyo de Cisón. Ha llegado empapado. Hay una fuerte tormenta allí. Jael miró al horizonte. Se mordió el labio. Aún era pronto, pero deseaba que los hombres del campamento estuvieran de regreso. Había oído muchas cosas de los de Jabín, incluso algunos parientes habían sido testigos de sus tropelías. Y jamás olvidaría el llanto de aquella mujer, junto al camino. Sostenía un bebé entre sus brazos. El pequeño tenía la cabecita ligeramente deformada y ensangrentada. Le habían estrellado contra una roca. Su cuerpo sin vida era apretado contra el pecho de su madre de forma intermitente . Ningún consuelo fue suficiente para ella. Jael dejó aquel lugar con una amarga huella en su corazón de madre. Jabín no necesitaba esas cosas para mantener su dominio. ¿ Quién le iba a hacer justicia a aquella mujer? -¡Jehová de los ejércitos salve a Israel!- dijo ella al grupo, acaloradamente, sin dejar de pensar en aquel suceso, lejano en el tiempo, pero aún caliente en su memoria. La de las siete hijas monopolizaba la conversación. -Son novecientos carros... herrados. Sísara los ha hecho llegar desde Haroset-goim . Dice mi sobrino que parecen una fila de hormigas sobre la tierra. Van a correr ríos de sangre, sin duda. Jael había dejado el cántaro sobre el suelo y lo abandonó definitivamente al ver a su hija Ada salir de su tienda. Anduvo rápidamente para alcanzarla antes de que dejara el campamento. Sus ropas se ondularon con el movimiento. -¿Jael? Aquí tienes tu... -señaló una de las mujeres Ella levantó el brazo e hizo un gesto con la mano, aceptando su advertencia. -Ya lo recogeré Ada vio a su madre venir hacia ella. Enérgica y decidida, como siempre. Los años habían añadido volumen a su cuerpo y unas pocas canas, sólo eso había cambiado. La abrazó como si la tarde anterior no la hubiera visto, como si hubiera regresado de un largo viaje. -¿Cómo está mi nieto hoy? -preguntó Jael, atrapada en el abrazo. -¿Cómo está tu hija hoy? Jael sonrió nuevamente y, escapando del abrazo, miró a su hija a los ojos. -Esta es la primera madre mimada que conozco. Esto tiene que cambiar. Las dos entraron en la tienda de Ada. El cántaro permaneció fuera toda la mañana y las primeras horas de la tarde. El calor se fue haciendo más y más intenso, las nubes de la mañana se habían disipado totalmente y ya no habría alivio de tales temperaturas hasta bien entrada la tarde. Lo único que se podía hacer era descansar en la sombra. Jael regresó al lugar donde había dejado su agua, tomó la vasija y entró en su tienda. Cuando todos descansaban en la penumbra de sus tiendas, ella tuvo que empezar su trabajo en la suya. Heber debía encontrar alimento preparado cuando llegase y ya había perdido mucho tiempo trabajando en favor de su hija. En mitad de su agitada actividad, algo se movió a su lado izquierdo llamando su atención. Era la sombra de una figura humana que se dirigía al campamento. Jael quedó intrigada. ¿Quién podría volver del campo a esa hora? Salió de su tienda para encontrarse con la espalda de un hombre joven. Rápidamente volvió a entrar para no ser descubierta. Aquel hombre vestía ropas de color púrpura, el color de los ricos. Su casco era picudo y portaba aún una espada. Estaba cubierto de barro hasta las rodillas. Desde su lugar, Jael le vio cambiar de dirección y entonces pudo ver su rostro y su barba, sucios. Su boca estaba entreabierta, respirando agitadamente. Aquellas ricas ropas estaban manchadas de sangre, al igual que su espada. Miraba a un lado y a otro, intentando decidir entre las tiendas del campamento. Jael no albergó dudas en su interior sobre la identidad de aquel hombre. Era Sísara, capitán del ejército de Jabín. Había llegado sin carro, sin escudero, corriendo y jadeando. Sin duda aquello era el final de una huida. El lugar del enfrentamiento no estaba excesivamente lejos. Jael no se atrevía aún a moverse de donde estaba. Esa identificación colocaba sobre ella, como esposa del patriarca del clan, la responsabilidad de tomar las riendas de la situación. El campamento no corría peligro, porque había paz con Jabín. La ley de la hospitalidad demandaba recibirle y esconderle. Defenderle y aun vengarle, si fuese necesario. Dio un paso al frente, dispuesta a cumplir con su obligación. De nuevo un paso atrás, y se volvió a esconder tras la áspera y oscura tela de pelo de cabra de la tienda. Su corazón intensificó sus latidos por los pensamientos que estaban viniendo a su mente. Sísara era el verdugo de Jabín. Si le daba amparo, muchos inocentes seguirían siendo muertos. Negándole refugio, sería él quien encontraría su lugar en el Seol. Sentía que la sangre de algún ser humano la mancharía, decidiera lo que decidiera. No podría mantenerse limpia por mucho que quisiera. ¿Debía involucrarse en aquel caso o seguir con su vida plácidamente? Todo aquello no iba con ellos. Sin embargo, ¿sería posible continuar con la rutina, sin que le afectara el saber que podría haber evitado que una nación se desangrara? Porque Sísara era la mano derecha de Jabín. ¿Debía someterse a la ley de la hospitalidad o a la de la justicia? ¿Qué dirían si traicionaba a Sísara? ¿Acaso no la llamarían desleal por los siglos? ¿Y cómo valoraría todo aquello el Dios al que invocaba? Entonces la imagen de la madre junto al camino volvió a su mente. El recuerdo del bebé, como el que pronto tendría entre sus brazos. Aquel triste día se lamentó de que nadie le hiciera justicia. Entonces, enérgica y decidida como siempre, sonriente como nunca, salió de su tienda. El hombre se volvió hacia ella y la miró. Una mujer de mediana edad, entrada en carnes, con unas pocas canas que asomaban bajo el velo que cubría su cabeza, avanzaba hacia él y le hablaba amigablemente. Sísara se relajó. Suspiró profundamente y dejó caer a tierra su espada. -Ven, señor mío, ven a mí, no tengas temor- dijo Jael El hombre tardó en reaccionar. Ella se dirigió hacia su tienda y levantó la cortina, haciendo ademán de que entrara. -La lluvia ha desbordado el torrente y carros han sido inútiles por el barro -Sísara se lamentó para sí, aunque en voz alta. Anduvo pesadamente hasta la tienda. -Mi señor, que tu escudero entre contigo Sísara contestó secamente -Sólo estoy yo. Pero nos repondremos- seguía hablándose a sí mismo. Jael entendió que su ejército había sufrido una fuerte derrota. La estrategia de Débora y la intensa tormenta sobre el arroyo de Cisón que lo habían transformado en un río de barro, cañas y piedras provenían del Cielo. También la victoria había sido extraordinariamente favorable. Sólo quedaba un enemigo y era Sísara. Estaba claro que el Dios de sus padres sí había tomado partido. Entonces ella supo lo que tenía que hacer. Hizo entrar al cansado cananita y, saliendo unos segundos, regresó con su espada, que acercó al capitán. Él la tomó, casi sin mirarla. El hombre seguía de pie, había dejado de jadear y estaba observando cuanto había dentro de la tienda. Su mirada se detuvo sobre una manta. Jael se apresuró a tomarla y ofrecérsela. -Túmbate, señor, y reposa. -Te ruego que me des de beber un poco de agua. Tengo sed. Jael no respondió nada, se acercó a una esquina y abrió un odre de leche. Sirvió un poco en un tazón y se lo acercó al lugar donde Sísara estaba ya sentado y tapado con la manta. El hombre levantó su mirada y tomó el tazón. La leche estaba tibia. La apuró hasta el fondo. Jael había hecho lo mismo antes, muchas veces, con sus hijos cuando eran niños. Les servía leche antes de ir a dormir. Sísara se tumbó, espada junto a sí y ordenó: -Quédate en la puerta. Si viene alguien y te pregunta si hay alguien aquí, le responderás que no. Jael asintió y le tapó con la manta. Caminó lentamente hasta la puerta y permaneció allí, detrás de la cortina, atisbando. De vez en cuando miraba de reojo a Sísara. Éste estaba cansado hasta el agotamiento. Relajado por la vigilancia de Jael, la seguridad del lugar y el tazón de leche, Sísara no tardó en dormir profundamente. Jael se acercó a él y le observó. Su cabello estaba pegado por la sangre ajena y por el sudor propio. Parte de la tela color púrpura de sus ricos ropajes se veía más allá del borde de la manta. Su pecho subía y bajaba suavemente al compás de su lenta respiración. Jael retiró la manta de sobre él. Se había quedado dormido de lado, con las rodillas cerca del pecho. Jael regresó a la entrada para vigilar el exterior de la tienda y volvió a mirarle, desde una cierta distancia. Ése era el hombre responsable del exceso de celo en la represión. Aquel era el guerrero que había derramado sangre en tiempo de paz. El capitán por encima de toda justicia, el bastón de Jabín, yacía dormido... casi como un niño. La espada yacía junto a él. Pero era demasiado larga y pesada. Debía ser una acometida única y definitiva. Algo así como los golpes de maza que sobre las estacas realizaba cada vez que levantaba su tienda. Sus brazos tenían fuerza suficiente para clavarlas firmemente en la tierra y tensar las cuerdas. Esas eran sus únicas armas: Una maza y unas estacas. La maza reposaba en un rincón. Sólo necesitaba una solitaria estaca. Salió de la tienda. Hacía calor y nadie estaba en el exterior. Haciendo un esfuerzo, levantó una de las estacas que sostenían su propia tienda y dejó una cuerda libre. La estructura no pareció resentirse. La limpió de la tierra que tenía adherida. Limpió la parte plana de arriba y la picuda de abajo. No había tiempo que perder. Entró de nuevo en su tienda y tomó la maza. Sísara seguía dormido. Se acercó a él por detrás y ensayó varias posiciones. La única a la que estaba acostumbrada era la que adoptaba para clavar lo que tenía por delante, en cuclillas. Entonces colocó un pie a cada lado de su cuerpo y encorvó la espalda. La cabeza del capitán quedó por delante, al alcance de sus manos. Una de sus sienes aparecía clara y limpia delante de ella. Esa era la manera, ese era el momento. La voz de un niño la detuvo. Corría entre su tienda y la de al lado, a toda velocidad. Su madre salió también de la tienda y le alcanzó un trecho más adelante. Los sordos pasos de la madre sosteniendo al niño y las risas de ambos sonaron desde el otro lado de la tela. Jael no se movió hasta que estuvo segura de que habían vuelto a entrar en su tienda. Entonces resolvió hacerlo todo inmediatamente. Con la punta de madera tocó suavemente la sien de Sísara y la mantuvo en medio de aquella minúscula llanura. Jael estaba agitada. Levantó su mano derecha en alto y calculó el lugar donde dejar caer la maza y la fuerza necesaria para alcanzar su objetivo. Por unos momentos cerró los ojos y tomó aire. Entonces los abrió y al mismo tiempo hizo caer la maza sobre la estaca con todas sus fuerzas. Un crujido seco y altas salpicaduras de sangre fueron todo. Sin ruido. La estaca alcanzó la tierra por el otro lado en un segundo golpe, en un segundo crujido. El cuerpo de Sísara se encogió un poco más y quedó sin vida, en medio de su sueño. Pequeños torrentes de sangre empezaron a alcanzar la tierra desde los bordes de la estaca. Jael dejó caer su cuerpo a un lado, sosteniendo aún la maza, y empezó a llorar agitadamente. Cuando hubo perdido toda tensión, se incorporó. Miró a Sísara. Miró a la maza y la lanzó lejos, dentro de la tienda. -Ninguna madre más llorará por tu culpa- dijo al cuerpo tendido a su lado. Y se levantó, aún conmocionada por su propia acción. Volvió a la cortina de la entrada. Todo había sucedido muy rápidamente pero ahora ¿qué haría ahora? De nuevo tendría que decidir. Como respondiendo a su pregunta, apareció un segundo hombre armado. Iba ataviado de forma diferente, pero también tenía una espada, en su vaina. Varios hombres le acompañaban. Quedaron frente al grupo de tiendas, indecisos. Jael reconoció al primero: era israelita, era Barac. Sin esperar a que ellos se acercaran más al campamento, salió a recibirles. Sabía lo que andaban buscando: a Sísara. Ellos dispondrían de su cuerpo, liberándola de una carga. -Ven- dijo, dirigiéndose directamente a Barac- Te mostraré al varón que buscas. Barac la siguió, intrigado. Sabía de quién estaba hablando, pero ¿qué encontraría dentro de su tienda? ¿Un enemigo prisionero o un enemigo al acecho? Desenvainó su espada y entró con cautela. Sus hombres le siguieron, haciendo lo mismo y manteniendo la vigilancia sobre el resto del tranquilo campamento. Instintivamente Barac bajó su arma. La visión que tenía ante sí le dejó desarmado. El cuerpo del capitán más fiero del ejército de Jabín yacía con las sienes perforadas por una estaca de madera, de la tienda de una mujer, en medio de un gran charco de sangre. Barac miró a Jael y después a sus hombres. El silencio se rompió por las carcajadas de alivio. La batalla estaba terminada definitivamente, el ejército de Jabín destruido y su mayor paladín muerto. Se abrazaron. Por primera vez en veinte años no se sentían bajo peligro inminente. -¿Cómo...? -dijo Barac Jael salió por la puerta al tiempo que decía: -Voy a ver a mi familia. Aquella tarde, cuando volvió Heber, encontró el campamento agitado y su tienda manchada de sangre. Sísara era ya sólo un rumor de boca en boca. -¿Qué hiciste, mujer?-preguntó a su esposa, en cuanto la vio. Jael se sentó en el suelo e hizo gesto a su marido de que hiciera lo mismo. Él estaba sorprendido e irritado. Se negó. -Ven, siéntate. -Él era nuestro huésped. Nuestra tienda era la suya mientras estuviera aquí. Lo que has hecho es muy grave. Jael empezó a tejer, en silencio. - No me estás escuchando - ¿Olvidas las palabras: “Bendeciré los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré” (1)? El que les toca, toca a la niña de su ojo” (2) Hice lo que tenía que hacer. -¡No, no y no! A partir de ahora muchos despreciarán tu nombre, nuestro nombre Jael se encogió de hombros. Cánticos llenaron las plazas de Israel aquella tarde. Sonido de panderos y danzas de muchachas. “Bendita sea entre las mujeres Jael, Mujer de Heber ceneo; Sobre las mujeres bendita sea en la tienda...” Y atardeció en el valle de Zaanaim. (1) Génesis 12:3 (2) Zacarías 2:8

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