El cadáver de Sarita

Primer accésit en la modalidad relatos del XXVII Certamen González-Waris (2012) de ADECE (Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos).

06 DE JULIO DE 2012 · 22:00

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A Ruth, en un futuro Porque tú estás viendo el rostro de Dios, Sarita, y yo estoy viendo el tuyo desencajado, hecho huesos, a punto de volverse ceniza, polvo eres y al polvo volverás, ¿te acuerdas, Sarita?, cien, ochenta años, se van como un suspiro, como un ruido de estertores en medio de una tarde mohosa donde la gente deja de caber y no le queda más que hacerse a un lado, para eso inventaron el cáncer, Sarita, para extinguirnos, para apagarnos como se apagan las manifestaciones, a golpes y a punterazos, pero también para encontrar el camino de regreso a casa, a veces pienso, Sarita mía, que las enfermedades son el último jalón que Dios nos da para acallarnos, para sosegar nuestro brío, nuestro ímpetu de salir corriendo a la calle a ser cualquier cosa, que los dolores son también como una caricia de los ángeles que aquí no entendemos ni entenderemos, porque por más que le doy vueltas a los restos, no me resigno a aventarte al horno, Sarita, porque así te me acabarás de ir, te me irás por completo y no podré ya ni sostenerte entre los brazos, me cabrás en las manos, me cabrás en una caja de zapatos y en un bote de mayonesa, y no tendrás ya ninguna línea por donde pueda distinguirte, y yo seguiré quedándome solo, un poco más solo ya mañana cuando no quede más humo entre las nubes ni más asideros tuyos, y es que me resisto, Sarita, a ya no verte, a continuar esperándote sentado en el reclinable, acostado en la cama desde las siete, queriéndote alcanzar en la noche, para ver lo que estás viendo, el rostro de Dios, Sarita, en su inmarcesible pureza, ¿te acuerdas también de cuando conocimos aquella cascada en el norte del país?, éramos jóvenes y la ropa se nos llenó de gotas y desde arriba el agua brillaba como si fuera un vidrio y al mismo tiempo sonaba como si fuera un rayo, pero Dios es mucho más que eso, Sarita, tú y yo ya lo sabíamos, y cuánto deseábamos verlo, para entenderlo todo y olvidarlo todo, para ser felices más con Él que con cualquiera de nosotros, porque también fuimos conscientes de que allá nos volveríamos prescindibles, que allá ni tú ni yo nos necesitaríamos porque nada nos haría falta, ni buscaríamos nada de nosotros porque ya todo lo habríamos encontrado, pero estaríamos juntos de algún modo, uno nuevo que ni tú ni yo podíamos imaginar, de eso estábamos seguros y nos emocionábamos, por eso prometimos marchar hacia allá, los dos, inseparables, tomados por última vez de la mano, como dos hermanos que corren ansiosos a buscar a su padre una vez que el viaje ha terminado, pero te adelantaste tú, mi Sarita, así lo planeó Dios, y sí nos tomamos de la mano aunque no para andar ambos sino sólo para decirte yo que estaba allí, mi niña, todavía a tu lado, para acompañarte en ese mínimo tramo, para que te menguara el dolor un poco, para que amainara la nostalgia y la preocupación de tus ojos, porque desde ese momento ya comenzábamos a extrañarnos, mi amor, mi chiquilla, ya comenzábamos a sentir que no estábamos, que aquel puente que habíamos tendido entre nosotros comenzaba a desmoronarse, ay Sarita, ése puente era el amor, y no dejamos de amarnos pero dejamos de caminar acompañados, de aguardar juntos a que llegara el viernes para salir a desayunar al mercado, dejamos de leer sintiéndonos a lado, de contarnos nuestra vida, dejamos de darnos el beso de la tarde, todo fue deshilándose, perdiendo su sabor, fui como esa bruma que queda cuando el sol se ha metido, Sarita, no es tarde para decirte otra vez que te amo y no se lo digo al puñado de huesos que tengo en frente, te lo digo a ti, Sarita, que estás con Dios, te amo, Sarita, y cuánto más lo amo a Él que nos escogió para habitar una casa cerquitita de la suya, cuando todo se haya acabado, desde donde tú podrás ver y yo podré ver un manantial de luz borboteando bendiciones y llenándolo todo Quedaba media hora aún pero él había decidido pasar un tiempo a solas con el cuerpo. La precariedad económica lo había orillado a arrojar los restos a la incineradora. Eso y el aumento en el índice de las defunciones. Todavía recordaba el funeral y se le generaba un vuelco en el estómago. Experimentó un llanto moderado, lógico. La presencia de varias personas cercanas había sido un aliciente. Sobretodo Dios, Él era el bálsamo que había amortiguado su caída. Nunca tuvieron hijos propios. No los habían buscado. En cambio, habían adoptado a Lea cuando todavía no cumplía el año. Sus padres habían fallecido en un accidente cuando viajaban del rancho a la capital. Le habían llamado Lea porque lo habían leído y les había gustado. Sarita y él no se opusieron aunque tuvieron la oportunidad. El joven del mostrador se la había dado. Lea está bien, así déjelo. Sólo sustituyeron los apellidos. Ahora se llamaría Lea García Madariaga. Cuando cumplió once le dijeron la verdad y la llevaron al cementerio a ver la tumba de sus padres. La niña lo entendió pronto y no pareció albergar algún resentimiento aunque dejó de llamarlos mamá y papá limitándose a sus nombres: Sara y Antonio. Eso les dolió, los punzó hasta las vísceras, debajo del alma. Lea había tomado su decisión y no fue sino hasta que terminó la Universidad que la confirmó: salió de la casa. A los pocos meses se casó con un buen hombre y dos años más tarde salieron del país rumbo a los Estados Unidos a iniciar un trabajo misionero. Al final, ésa era la mejor recompensa, más que el amor. Lea llamaba una vez cada quince días y paulatinamente dejó de hacerlo. Entonces no fue más que un episodio del pasado (a veces vivo, sí, y encendía como una llama), un álbum entero de fotografías y un nombre en la lista de oración. Sarita y él estaban en paz. Gracias a Dios. La partida coincidió con el momento en que ambos dejaron el magisterio. Ahora se rencontraban, como al principio. Y ahora también se amaban más, más se requerían. Fue entonces cuando prometieron morirse simultáneamente, el uno con el otro. Porque era lo único que les faltaba por hacer juntos. Cada viernes iban al mercado. Lo hacían a pie. Quedaba a cinco cuadras. Desayunaban menudo la mayoría de las veces. Luego pasaron a las quesadillas con jugo de naranja. Cada tres meses iban al médico a un chequeo general. Todos los días oraban y leían la Biblia, por la mañana y por la noche. Dos veces por semana iban a la iglesia. Necesariamente. Se fue la vida así, Sarita, la dulce vida. Cada quince días un grupo de mujeres los visitaba y cenaban con ellas, ora tamales, ora galletas con café. Eran viejos, ya, los años habían surcado sus cuerpos; les gustaba sorprenderse el uno al otro hablando como viejos del pasado, rememorando. No podrían quedarse solos. Aunque en el fondo ambos sabían que sí, que sí podrían porque entonces Dios lo llenaría todo, ¿verdad, Sarita?, el hueco lo absorbería Él de inmediato, lo llenaría de vendas y de besos, como una madre atendiendo a su hijo. Pero ya su mente no alcanzaba a imaginarse aislados, flanqueados por un muro inexpugnable. Por eso también oraban cada día, para no morir lejos. Una semana después de que Sarita cumpliera los 79 comenzaron las molestias. Trece meses después fallecería. Sería el tiempo más difícil, el más amargo. Y volviéndolo a llenar, Sarita, de sorpresas y de nuevas misericordias, atiborrándonos de gracia las manos y la vida, toda la vida, y estaremos cerca, con un nuevo nombre y un nuevo cuerpo, ya no éste lleno de manchas y de cicatrices, y un nuevo corazón también, sin huecos para la duda y el pecado, sin grietas de dolor también. Ya casi se cumplía el tiempo. Aunque el olor era profundo a él parecía no incomodarle. Estaba absorto, metido en sí mismo pero también en ella. Otra vez lloraba. Quizá un poco más que el día de la sepultura. Porque ahora la volvía a recordar y también se recordaba a él solo. Durante ese año y medio había ido perdiendo las ganas de seguir adelante. Pero no dejaba de orar, de allegarse a Dios como un herido que se acoge de un baluarte. Sarita había sido fuerte. El Señor había sido su fortaleza, su brazo y su bordón. Sobresalía más que el dolor, más que las noches de insomnio saturadas de angustia, más que las náuseas, más que el cuerpo picoteado de agujas y de radiaciones. Dios nunca está tan cerca de nosotros como en la muerte, Antonio. Pero eso él no lo entendía del todo. Y le apretaba la mano o se acostaba con ella y la rodeaba con los brazos. Mecía su cabello gris. Acariciaba sus hombros. Y oraban juntos, se quedaban delante de Dios horas enteras, derramándose y reponiéndose. También entonaban algunos coros al mediodía. Y se miraban y sonreían como si se columbraran en medio de una muchedumbre, en medio de una noche espesa. Él salía a comprar la comida mientras Sarita permanecía en casa viendo televisión. En la fonda les preparaban comida exclusiva. La dieta de Sarita era estricta y estrecha. Luego de la muerte, Antonio se quedaría en la fonda a comer, muy pausado. Podía demorar hasta una hora. Lea y su esposo se quedaron con él unos días después del entierro. Era una forma de dejar atrás los viejos sentimientos. Al menos en el caso de ella. Porque tanto él como Sarita siempre la habían querido igual. Pero no podían permanecer con él siempre y regresaron a casa cumplida la semana. Y él continuó la vida como pudo, a tientas, sopesándolo todo, a veces esperando nada más a ya no abrir los ojos. Sin mohines, sin desaliños, un corazón entero, Sarita, es el que tienes cuando ves el rostro de Dios, con una dicha perfecta que no necesita de lágrimas, con una voz que no necesita de silencios porque todo sabrá decirlo, y así estás tú, Sarita, sonriéndote, sonriéndome otra vez mientras Dios comienza a alcanzarme su mano. El sepulturero abrió la puerta y encontró a Antonio de rodillas con la cabeza reclinada en la caja. Lo llamó y éste respondió no sin dejar pasar varios minutos más. Cuando logró incorporarse ya había dos jovencitos más esperando llevarse el féretro a la otra sala. Le dieron una urna de cobre y uno de los administrativos lo acompañó a la entrada del cementerio. Hizo el favor de llamarle un taxi. El recorrido era no muy largo pero el tráfico extendía el tiempo de viaje a casi treinta minutos. Le cobraron sesenta pesos. Antonio podía bien caminar solo. Por eso no tuvo dificultad alguna en sostener con una mano la urna mientras con otra abría la puerta de su casa. Eran las cuatro y media. Esperaba aún encontrar la fonda abierta. Antes debía decidir dónde poner las cenizas. No podría pagar la renta de otro espacio. Fue a colocarlas encima del buró. Alcanzó a comer todavía un plato de pechuga con ensalada y algo de arroz. Bebió agua pura. Durante el camino de regreso se soltó una llovizna. Estaba por acabarse el verano.

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