Libro, literatura y narración

Una cosa son los libros, otra la narración y otra muy diferente la literatura. Si confundimos estos tres conceptos nos estaremos haciendo un flaco favor a nosotros mismos.

13 DE ABRIL DE 2012 · 22:00

,
Se acerca la fecha del Día del Libro y todo el mundo se dedica ese día y los anteriores a comprar o a decidir qué comprar para sí mismo o para otros. Quizá sea un buen día para plantearse una cuestión: el Día del Libro, tal y como está instaurado, viene a ser el día del soporte físico, pero no del contenido. En fin… Nos importa el contenido del libro que estamos comprando y que quizá, con suerte y paciencia, incluso nos lo dedique su autor, eso es cierto. Pero lo que importa realmente ese día, de lo que se hablará en los corrillos y titulares del día siguiente, será de cuánto se ha vendido, dónde y cómo. Y lo que yo digo es que, para variar, en vez de pensar tanto en glorificar al libro ese día, pensemos en glorificar lo que contiene, que en el fondo es lo que nos hace más falta. Como no cabe todo en un solo artículo, le he pedido a algunos buenos amigos, lectores y escritores profesionales, que me dieran su opinión acerca de unos versículos bíblicos que te dejan patidifuso cuando los lees y que suelen pasarnos desapercibidos en un rincón de nuestras Biblias, y que te hacen pensar en la gravedad de lo que nos rodea a nivel literario. Pero desvelaremos ese misterio la semana que viene. Hoy toca hablar de otra cosa. Dice Antonio Muñoz Molina, que es un hombre que piensa mucho y bien, que contar historias y escucharlas no es un lujo intelectual, sino una fatalidad genética del ser humano. Y tan cierto que es. Y entiéndase fatalidad no como una desgracia, sino en ese sentido tan de la RAE (o sea, ese sentido que existe pero que nunca utilizamos conscientemente, que siempre aparece en la tercera o cuarta acepción de un término en el diccionario) de hado o destino. “El yo no es una figura sólida y estable —sigue diciendo Muñoz Molina— sino un relato en marcha que la mente está contándose siempre a sí misma”. El yo, la imagen que tenemos de nosotros mismos, si lo pensamos bien, no es una entidad, sino una narración. La lengua que hablamos y que le da forma a todo lo existente está basada en unos tiempos verbales que tiñen de antes, durante y después cada una de las experiencias vitales de cada ser humano. La idea de eternidad nos atrae por lo incomprensible que nos resulta, y acabamos resolviéndolo pensando que es algo así como un tiempo semejante al nuestro pero infinitamente concatenado, cosa que no creo que se ajuste mucho a la eternidad en la que vive Dios donde el presente, el pasado y el futuro comparten espacio y no se contradicen. Es casi imposible narrar la eternidad, por eso nos resulta tan difícil entenderla. La narración es una cualidad que da sentido a nuestro mundo. Cuando sucede un hecho traumático los especialistas coinciden en que la curación siempre viene dando el primer paso de contarlo: darle orden, coherencia, añadir, quitar, filtrar, analizar, sintetizar y narrar. La narración es un proceso mental que hacemos constantemente en todo lo cotidiano. Pensadlo un momento: la base de una buena comunicación familiar es poder llegar a la noche a casa y contarle a quienes nos quieren lo que hemos hecho ese día. Si tenemos libertad para hacer eso tan simple, tan ingenuo y aparentemente barato, estamos en camino de evitar muchos males mayores y de tener una vida familiar sana. Y llegados a este punto nos vemos obligados a parar y pensar en que una cosa son los libros, otra la narración y otra muy diferente la literatura. No pretendo dar un sermón acerca de Teoría de la Literatura, sino señalar que si confundimos estos tres conceptos nos estaremos haciendo un flaco favor a nosotros mismos, ya seamos lectores o escritores, o simples cuentistas. Después de todo, ¿tan importantes son los libros? Me refiero al soporte físico, al papel, el cartón y la cola de que están hechos. Me refiero a los veintipico euros que nos quieren cobrar muchas veces por cada uno de ellos y que nos hacen creer que es un requisito indispensable (el hecho de gastar dinero) para poder ser cultos y avanzados, y estar a la última. Me refiero a ese dilema artificial que tienen algunos de que un e-book no es un libro de verdad. Me refiero al hecho de que llegados a este punto no sepamos diferenciar el soporte físico de la historia que contiene, que es lo que realmente nos alimenta. El hombre sabio no es aquel que tiene su casa llena de libros, sino el que tiene su cabeza llena de historias. Y tampoco estoy haciendo un alegato contra el consumismo. A mí me da de comer que la gente compre libros, y me paso el día rodeada de correcciones de texto, maquetaciones, solapas y contraportadas. Y es divertido (para qué os voy a engañar). Pero es más divertido aún si tanto desde la parte editorial como desde la parte del cliente todos comprendemos que no es más que otro proceso, un intercambio comercial, y que lo que vendemos las editoriales no puede ser cualquier cosa a cualquier precio, sino una historia que, llegado el momento, sea capaz de entretenerte sanamente un buen rato, que es una forma de alimentar el alma. Por otro lado, ¿tan importante es la literatura? Ese ente abstracto, a medio camino entre el arte y la filosofía, que cierta gente, ciertos escritores y lectores (y por desgracia también editoriales) se empeñan en creer que puede subsistir por sí mismo sin que nada lo sostenga. Y por nada me refiero a que algunos creen que la literatura no tiene nada que ver con el soporte, el libro, ni con la narración. Que es mera forma, pura expresión. E incluso existen escritores en crisis permanente obsesionados por encontrar la frase perfecta, la expresión perfecta, el conjunto ordenado de palabras que doblegue la admiración del mundo y haga caer a los críticos rendidos a sus pies por su perfección técnica, pero que admiten que no tienen nada que contar ni quieren hacerlo. Os aseguro que conozco a personas de carne y hueso que defienden esta idea y que argumentan que los que no piensan como ellos están equivocados o son, simplemente, inferiores intelectualmente. Quizá el lector de a pie piense que le queda grande esta cuestión o que no es muy relevante; sin embargo, aquí está. Y para muestra un botón: hoy en día la poesía contemporánea ni se compra ni se lee porque, en gran parte, ha caído dentro de este formalismo vacío y no ofrece nada más que bonitas formas y colores a los ojos que lo leen. Pero una pared pintada de colores bonitos no se puede comparar a un cuadro de Goya. Del mismo modo, esa supuesta existencia abstracta de la literatura como mera forma no hace más que querer vendernos el mismo frasco lleno de aire diciendo que nos están vendiendo aroma. Hay una generación de escritores, editores y críticos sin alma (y permitidme que los llame así, con cariño) que desprecian la función espiritual de la narración, que creen que su destino en la vida consiste en escribir, editar o alabar libros que no cuenten nada, que sean solo forma, palabras exactas, expresiones perfectas. Salen muy a menudo en los periódicos y revistas, hablan de “nuevas generaciones”, de gente que “está en la vanguardia”. Esto es una opinión muy personal, y es solamente mía: las vanguardias están bien para jugar un rato, pero no son más que gominolas intelectuales. No alimentan mucho y no puedes subsistir de ellas. Y así acaban muchos vanguardistas, sin quererlo, los pobres, desnutridos. Por mi parte, creo que todo lo que importa se basa en la narración.Yo he llegado a un punto en que, quizá un poco snob de mi parte, no pienso perder el tiempo en leer nada que no tenga nada interesante que contarme. Me he doblegado y sometido totalmente a cualquiera que venga con una buena historia. No voy a leer otra cosa, ya sea literatura elevada o literatura de tercera categoría. O no sea literatura en absoluto, y sea mi vecina contándome cómo fue que salió ardiendo el cuadro de luces del edificio el otro día y tuvieron que venir los bomberos, y la que se lió en el portal, y cómo sigue el tufillo ese a quemado en la zona de los ascensores. Si lo pensamos bien, Dios nos legó la Biblia precisamente porque le interesaba que conociéramos la historia que se contaba allí dentro, y un libro es una forma muy útil de transmitir una historia. Pero a veces nos olvidamos que ni es importante el libro ni la literatura de la Biblia, sino su narración. Hay gente que venera tanto su Biblia que apenas la toca. Por enfermizo que resulte, en el mundo hay muchas personas que toman el objeto físico de papel llamado Biblia y lo ponen en un lugar de honor, lo decoran, lo limpian, pero no lo leen, porque se gasta. Quizá conozcamos a algunos de ellos. Son pocos, pero cantosos. Pero más peligrosos me parecen aquellos que ponen por encima de la narración la literatura de la Biblia (la forma en que está escrita o traducida). No se diferencian en su esencia de los pobres ingenuos que desprecian el contenido en pos de la forma perfecta y que se llaman artistas y genios a sí mismos. Hay gente que al leer su Biblia se obsesiona por tal o cual palabra, tal o cual expresión. Hay gente, como cierto pastor ignorante de cierta congregación de Estados Unidos, que llegó a decir que toda Biblia que no fuera la versión King James del inglés era diabólica y digna de la hoguera. Bueno, si lo pensamos, no se diferencia mucho de los que creen que la única versión posible en español es la Reina-Valera del 60. Cada uno tenemos nuestras preferencias, cierto, pero no deberíamos imponérselas a los demás siempre y cuando sea una traducción legítima y honesta, sin ánimo de adaptar ni de disimular el texto original. Pero desde estas líneas invito a los lectores a dar un paso más allá a la hora de apreciar la pura narración de la Biblia, la historia que se nos dejó escrita para el disfrute y el crecimiento de cada uno. Pensad por un momento en que ese objeto que tenéis en vuestra mesilla de noche, o en la estantería (y espero que no esté cogiendo polvo) es relativamente muy, muy moderno. Y es una auténtica bendición poder tenerlo así, tal cual nos pertenece ahora, ordenado, clasificado, impreso. Deberíamos darnos cuenta de que la Palabra de Dios tal cual la conocemos y la veneramos es un invento muy reciente en la historia de la humanidad. Apenas debe tener mil quinientos años, y llevamos unos dos o tres millones de años como especie inteligente desde que salimos del Edén. Eso no le quita razón ni autoridad, por otro lado. Lo que pasa es que no estamos acostumbrados a que nos saquen de nuestra zona de confort. Pensad en los israelitas nómadas, sentados sobre la tierra del desierto, rodeados de sus rebaños de cabras y sus tiendas de campaña: su Biblia era la historia del Génesis y de la Creación que les contaban sus mayores alrededor de la lumbre, y es de suponer (como podrá suponer todo el mundo que haya tenido abuelos que les contaban una y otra vez la misma batallita) que nunca se narraría exactamente dos veces de la misma manera con las mismas exactas palabras. Y ni falta que hacía. Pensad por un momento que fue un tipo relativamente moderno, Pablo de Tarso, el que pensó y redactó esas palabras del Nuevo Testamento que ahora tomamos como perpetuas y sagradas, casi como mantras, cargadas de poder en sí mismas: hubo un tiempo en que solo fueron ideas y solo estuvieron en su cabeza, pero aún así eran Biblia. Todo estaba inspirado por Dios, solo que no estaba impreso, ni canonizado. Hace pocos días volvía a escuchar la perpetua duda de que los evangelios no podían ser ciertos porque no narraban los mismos hechos de la misma manera con las mismas palabras. El hombre moderno, en su estupidez (y de esto no nos libramos los cristianos, a pesar de todo), en vez de pensar que tiene que cambiar su forma de ver el mundo para comprenderlo, piensa que debe cambiar el mundo para adaptarlo a su forma de pensamiento. En vez de pensar que vivimos inmersos en nuestra comodidad científica, donde solo lo que está medido al milímetro es real, y que esa no es más que otra forma de ver el mundo, pensamos que la verdad histórica solamente puede venir de la mano de la historiografía. Cuando la historia escrita en los libros de historia, y eso lo saben los que la han estudiado, puede ser tan falsa como cualquier otra cosa. Nosotros pensamos en términos de seguridad y autenticidad, y solamente lo que entre dentro de nuestros parámetros es cierto. Y lo que dice Dios, a lo largo de la historia de la humanidad, a lo largo de la historia de la formación de la Biblia, es que a él le importa mucho más la historia que tiene que contarnos que la forma en que lo hace. A él lo que le interesa es que sepamos la verdad. El texto escrito de la Palabra de Dios que tanto idolatramos a veces, deberíamos comprender, no es más que otra forma de esa revelación, y no es la única (y posiblemente no será la definitiva). Dios nos contó una historia para explicarnos el mundo porque él nos creó y sabe que nuestra mente está hecha de narración. Y nosotros, los seres humanos caídos, de lo tontos que somos, acabamos poniendo la narración por encima del propio Dios.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El alma del papel - Libro, literatura y narración