La qumi

Te veo con kepi, al fin llegó la wawa.

30 DE MARZO DE 2012 · 22:00

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Ya hacía tres años que se habían casado, tres años y ningún bebé. Qumi, así es como se llama en aymará a la que tiene el vientre seco y jamás podrá parir. Qumi, eso es lo que susurraban las vecinas al verla pasar. Pero ella conservaba la esperanza de que algún día sería madre, porque si no, quizás Juan se iría lejos, no aceptaría no tener descendencia. Llegó desanimada a trabajar, apenas con fuerzas abrió el puesto de ollas y se sentó detrás. A partir de las nueve el mercado Uyustus comenzaba a llenarse de gente, sobre todo de karas[1] que tenían sus tiendas en la zona sur[2] y compraban sus productos allá arriba, para revenderlas después por diez veces más. Mercedes se acercó, con la respiración entrecortada por la escarpada cuesta, llevando entre sus manos una bandeja con diez cafés. - Buen día, comadre.- Saludó.- ¿Hoy con qué lo quiere? - ¿Qué traes comadre? - Buñuelos de aire y empanadas de queso. De una bolsa de plástico atada al cinturón del delantal sacó una muestra de cada producto. - Dame una de cada.- Requirió Asun pagándole con una moneda de un Boliviano. - ¿Qué pasó? Te veo tristona ¿Aún no estás esperando familia? – Mercedes la miraba con ternura mientras se guardaba el dinero en un atillo cerca del pecho. - Aún no, y ya me toca ir donde la Domitila a por el pedido del año, lo traté de retrasar pero mira, no tengo casi qué vender. - Ánimo comadre, ella sabrá entender.- Mercedes sabía que no era así, que aquella matriarca obesa no toleraba a las Qumis, maldecidas por la Pachamama.[3] Ambas callaron y el aroma del café se alejó pendiente arriba. *** No había sido una mala jornada, vendió varias cacerolas y sartenes, y diez cazos made in China. Todo salía de la distribuidora de la Domitila, la única distribuidora, de Domitila la temible. Al ponerse de pié sintió cómo los músculos de sus piernas se estremecían por la inactividad y el frío. Decidió pasear, últimamente Juan y ella sonreían menos, él estaba callado, como ausente. Cerca de la Max Paredes había infinidad de tiendas de artículos infantiles, no supo cómo sus pasos la llevaron hasta allí, pero enseguida se vio acariciando los baberos y las toquillas, con sumo cuidado. Una niña se paró a su lado y exclamó: - Señora, véndame un vestido para mi bebé. - ¿Tu bebé? – Rió Asun la ocurrencia. - Este, señora.- Y señaló un muñeco de plástico de tamaño natural que descansaba en un carrito rosa. Entonces supo qué debía hacer. *** - Buen día doña Domitila.- Saludó ella tímidamente. - Siéntate –Ordenó terminando de anudarse una de sus largas trenzas negras.- Te veo con kepi[4], al fin llegó la wawa[5]. - Sí, señora, yo creo que me echaron mal de ojo. Al ratito se lo muestro, ahora duerme.- Y meció al atado colorido, como acunando. Una cabeza pequeña con un gorro de lana asomaba tras su hombro, aunque inerte. - Bien, toma asiento que mi sobrino va a apuntar tu pedido. Y ella comenzó a dictar, uno tras uno, el nombre de infinidad de artículos de menaje. Domitila la miraba distinto, al fin con unos ojos carentes de esa mezcla de desprecio y lástima a la que estaba acostumbrada. - Vendrá mi marido a recogerlo con el Ramón, él nos presta la vagoneta. Yo tengo que cuidar a mi wawa. - Poco llora tu wawa para ser tan chiquita- Puntualizó el sobrino tornando los ojos. Pero Asunta ya estaba en la puerta lanzando un “gracias” apresurado. *** Bajó del minibús en la Plaza Avaroa cuando ya eran las siete, dentro de poco anochecería y podría pasear con tranquilidad a su hijo de plástico. Se sentó en un banco apartado y lo colocó en su regazo, imaginó que había que darle el pecho y tocó sus ojitos de cristal para que se calmase. Se quedó sola, con su deseo frustrado, entre las sombras que crecían. De pronto, vio como tres parejas accedían a la plaza sin apenas hablar entre ellos. Dos empujaban sendos carritos y la tercera llevaba un niño cogido de la mano. Se saludaron con sigilo, todo era demasiado discreto. El niño que iba a pie se soltó de su madre y corrió hasta Asunta cojeando. La luz de un farol iluminó su pequeño rostro y dejó al descubierto una importante deformidad. El padre, le devolvió enseguida a su lado, a la oscuridad. Aún sosteniendo a su bebé ficticio, Asunta se acercó con disimulo a ellos. Al agudizar la vista descubrió que los niños de los carritos también tenían algún problema, rarezas que quizás sus padres estimaban excesivas para ser mostradas a la luz del sol. Los sentaron en la arena fría para que jugasen, pero apenas se movían las criaturas. Torpemente alzaban sus cubos y palas ante la mirada entristecida de Asunta. ¡Cuánto había ansiado ella un bebé y los que los tenían los ocultaban! Pensó que cualquier problema lo habría resuelto ella con amor, con un amor que lo supera todo. Guardó su muñeco en una bolsa al fondo de su atado. No quería ver ni saber más.Emprendió su marcha, a pie para admirar las laderas iluminadas de La Paz. A esas horas, después de una jornada de desgaste, le pareció que todos se mostraban algo más auténticos, habiendo sido sus caretas ablandadas por la fatiga. Se dio cuenta de que no entendía la vida pero, aún así, sabía lo que anhelaba. En la esquina, el edificio del Orfanato Villegas, como una dulce profecía.


[1] Término aymara para las personas de raza blanca.
[2] Zona de la ciudad de La Paz de nivel económico alto.
[3] Madre tierra de la cosmovisión andina que bendice con la fertilidad.
[4] Atado de textil artesanal en el que las mujeres indígenas llevan al niño a las espaldas.
[5] Término aymará para niño/a.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Ojo de pez - La qumi