Orígenes del protestantismo mexicano: un sermón histórico

Un antes y un después con el sermón de Manuel Aguas

02 DE MARZO DE 2012 · 23:00

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Fue la primera vez en México que desde un púlpito, y ante una audiencia que se apretujaba, se reconoció la gesta de Martín Lutero en el siglo XVI. El 2 de julio de 1871 el ex sacerdote católico Manuel Aguas, y en ese momento líder de la Iglesia de Jesús en la ciudad de México, predicó un encendido sermón para explicar detalladamente su conversión al cristianismo evangélico. La pieza oratorio tuvo gran difusión entonces porque la publicó el muy leído periódico El Monitor Republicano. De ésta publicación la retomaron otros diarios y revistas y la reprodujeron en otras partes de México, dándole así mayor audiencia a la que originalmente unos cientos de asistentes escucharon de Manuel Aguas. Recordemos que fue la lectura de la Biblia, y de cuanta literatura protestante llegada a sus manos y que con fervor estudio Manuel Aguas, lo que le llevó a romper con la Iglesia católica. El sermón que reproducimos da cuenta de la intensa formación autodidacta del personaje, así como ejemplifica el estado del naciente protestantismo mexicano antes de la llegada institucional de los misioneros extranjeros a partir de 1872. DESCRIPCIÓN DEL ACONTECIMIENTO QUE TUVO LUGAR EN EL TEMPLO DE SAN JOSÉ DE GRACIA LA MAÑANA DEL DOMINGO 2 DE JULIO DE 1871 (*) El señor Javier Aguilar Bustamante propuso un combate religioso al presbítero Manuel Aguas, el que fue aceptado. Hoy que son las diez de la mañana, son el día y la hora señalados para la disputa: a la que, sin embargo, no concurre el señor Aguilar y sí el señor Aguas. Una numerosa concurrencia está llenando el templo completamente. A cada paso se oyen rumores hacia la puerta de entrada, por la multitud que desea penetrar, que no puede lograr su objeto por falta de local. Hay dos elegantes plataformas frente a frente en el centro del templo, lugares destinados para los contrincantes, en cada una de las cuales se ve una mesa y dos sillas, en una de estas mesas está colocada la Santa Biblia. A la hora citada se deja oír la orquesta, que toca dos piezas escogidas, apenas comienza la música, los ministros protestantes Manuel Aguas y Agustín Palacios, revestidos con el traje oriental que usan en tierra Santa los pastores de la Iglesia Reformada, suben a una de las plataformas y toman asiento. Al concluir la orquesta, el ministro Aguas, poniéndose de pie, dice en voz alta: cantemos el himno número 2, que a la letra comienza: “¡Oh! Salvador, tierno Jesús…”, etc. Los concurrentes en pie, cantan el himno acompañados por la misma orquesta, dejándose oír un ordenado y acorde coro, compuesto de más de mil quinientas voces. Concluido, tomaron asiento. Enseguida el ministro Aguas, de pie, con la misma voz, dice lo siguiente: “Dios en medio de relámpagos y truenos desciende de la cima del Monte Sinaí que humeaba, y el humo se elevaba como el humo de un inmenso horno; todo el monte se estremecía en gran manera, y los hijos del pueblo de Israel se postraron temerosos alrededor de este Monte majestuoso. Entonces en medio de ese fuego, de esos relámpagos, de esa grandeza aterradora y solemne se oye la voz de Jehová que habla a su pueblo, que proclama y publica sus diez mandamientos, esos preceptos que son y deben ser inmutables y eternos, que obligarán para siempre a todos los mortales, cualesquiera que sean sus creencias u opiniones, y que no habrá poder en la tierra para lícitamente alterarlos, variarlos o suprimirlos”. El ministro relata el Decálogo, según como consta en el Éxodo capítulo 20, y concluido éste, dice: cantemos el himno número 7, que a la letra comienza: “A nuestro Dios…”, etc. Los congregantes se ponen en pie y entonan el himno. Acto continuo, el ministro vuelve a levantar la voz diciendo al inmenso concurso: “Antes de dirigiros la palabra, os suplico me acompañéis a pedir a Dios su gracia celestial”. Todos se arrodillaron, el ministro permanece en una posición humilde, y después de un momento de respetuoso silencio, pronuncia con fervor la siguiente oración: “Padre nuestro, fuente de toda verdad, que estás lleno de majestad y grandeza, eterno manantial de sabiduría infinita, que por tu bondad, por el amor grande que has tenido a tus hijos, hiciste que tu mismo Hijo, encarnara para redimirnos. Padre de cuyo Espíritu brota la luz más pura y consoladora, dirige una mirada compasiva hacia nosotros que te adoramos en espíritu y verdad, y no en materia y error; haz que conozcamos la verdadera religión para que la sigamos con frecuencia y sinceridad; haz que México, nuestra querida Patria, conozca cada día más y más del Evangelio Santo en toda su pureza, para que ya no nos postremos a adorar la materia bruta, que es incapaz de escuchar nuestras preces, haz que salgamos de esa idolatría en que tanto tiempo hemos estado sumergidos: haz, por último, que te amemos con toda nuestra alma, con todo nuestro corazón, y que también nosotros nos amemos como hermanos que somos. Estas gracias te las pedimos en el nombre de nuestro único abogado e intercesor Jesucristo”. Los congregantes, puestos en pie, entonan el himno 15, que a la letra comienza: “Yo confío en Jesús”, etc. Finalizándose el canto, los congregantes toman asiento, y después de una pequeña pausa, el ministro Aguas vuelve a tomar la palabra diciendo: “No te harás ninguna imagen ni semejanza de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en el agua debajo de la tierra. No te inclinarás ante ellas ni las adorarás”. Palabras tomadas del Libro Santo del Éxodo capítulo 20. ¿Quién no ha visto, hermanos míos, que en la cuestión para la que se nos ha invitado, este día, la orgullosa Roma ha huido despavorida y espantada? Ciertamente que esta fuga no ha sido por mi insignificante persona, pues careciendo de talento y de conocimiento superiores, ningún temor podría infundir mi presencia en este lugar. Soy el último y el más moderno de los ministros de la Iglesia de Jesús, que es una, Santa, Católica, Apostólica y Cristiana, que se halla esparcida por todo el universo, y que cuenta con más hijos en su seno que la secta romana. Esta huida humillante ha sido porque se sabía que iba a presentarme con este libro en mis manos (la Biblia), con esta Escritura Santa, que es la espada de dos filos, que cae sobre Roma hiriéndola de muerte, siempre que se atreve a presentarse delante de ella, para que mediante una discusión razonada se examinen sus falsas doctrinas. La historia, ese juez imparcial habla altamente probando mis asertos. En la Suiza, ese país clásico de la libertad, tuvo lugar en el siglo XVI un acontecimiento semejante al que iba a comenzar a verificarse en este recinto. Zwinglio, ministro de una humilde parroquia, estudiando la Palabra de Dios, advirtió que Roma había incurrido en multitud de errores, que había extraviado a los pueblos conduciéndolos por senderos tortuosos, imponiéndoles una carga pesada, que no es la dulce y suave que Jesús nos impone: lleno de fervor y celo, comienza a predicar la verdadera religión, tal como se halla en la Santa Escritura. Como era natural, Roma se alarma, excomulga a Zwinglio, a quien titula hereje, llamándolo con los epítetos más calumniosos. Zwinglio resiste con valor y fe la encarnizada persecución que en su contra levantan los sectarios romanos. Esta lucha los conduce a discusiones públicas. Se disputa sucesivamente sobre la tradición, las obras meritorias del hombre, la transubstanciación, la misa, la invocación de los santos, el purgatorio, las imágenes, el celibato y desórdenes del clero. En todas las disputas triunfa la Palabra del Señor, y Roma queda confundida. Y hoy en la Suiza florece el verdadero cristianismo, la verdadera Iglesia de Jesús, recordándose allí que Zwinglio, con la divina Palabra, fue el instrumento de que Dios se valió para hacer feliz a una gran parte de aquella nación. En ese mismo siglo que reinaba en Roma el pontífice León X, que aliado con los principales reyes y magnates de la tierra, había llegado al apogeo de la grandeza mundanal, y habiendo hecho que Roma apareciera como la dominadora de todo el mundo; allá, en un oscuro rincón de Alemania, un humilde monje con la Biblia en la mano, levanta la voz en contra de los errores papales: y Roma se conmueve, y Roma tiembla, y Roma ve venir un peligro y se prepara a la lucha. Dispone varias conferencias a las que obliga a comparecer a aquel hombre tan despreciable a los ojos del mundo; pero tan grande a los ojos de Dios, porque se apoya en la Biblia Santa, y defiende con fe y denuedo las verdades proclamadas en ella, verdades tantas veces ultrajadas por los políticos, que se creen sucesores de Pedro apóstol, que nunca estuvo en Roma. Lutero siempre que se pone frente de la tiranía papal, la avergüenza, la humilla,, la confunde, demostrando con toda claridad, que las máximas romanas modernas están diametralmente opuestas a las verdades evangélicas. Recordemos lo que pasó en la Dieta de Worms. Allí se verificaba un espectáculo grandioso. El emperador Carlos V, cuyos reinos se extendían en el antiguo y nuevo mundo, está colocado en brillante trono; lo acompaña su hermano el archiduque Fernando, cuyos descendientes casi todos han portado la real corona, veinticuatro duques, la mayor parte reinantes, el duque de Alva y sus dos hijos, treinta arzobispos, multitud de de obispos y prelados, siente embajadores, entre los que se encuentran los de los reyes de Francia e Inglaterra, los diputados de diez ciudades libres, un gran número de príncipes, de condes y de varones soberanos; tal es la corte imponente, delante de la cual se obliga a aparecer a Martín Lutero, para que defienda sus doctrinas. Jamás se había visto una asamblea tan augusta, reunida con el objeto de combatir a un solo hombre. Al presentarse Lutero en las puertas de aquel inmenso salón, todas las miradas se fijan en él, la mayor parte llenas de odio y desprecio; no hay una mano amiga que se tienda a Lutero (pero me equivoco); un viejo general, cuya cabeza se había encanecido en los combates, tocándole la espalda, le dice con bondad: “Amable monje, amable monje, tienes delante de ti un camino tan lleno de peligros, que ni yo, uno de los más grandes capitanes, he visto semejantes en las más sangrientas batallas. Pero tu causa es justa, si tienes confianza en ella, avanza en nombre de Dios y no temas; el Señor no te abandonará”. Brillante homenaje ofrecido por el valor de la espada al valor del espíritu. El que logra dominar su corazón en el peligro, es más grande que el que conquista ciudades, dice un rey. Comprendo, hermanos míos, que los romanistas estaban seguros de su triunfo en esa ocasión; pero se engañaron miserablemente. Lutero, sin orgullo, con calma, contesta victoriosamente a los que le interrogan; pronuncia un elocuente y sentido discurso, en el que pone de manifiesto los extravíos de la secta romana. La orgullosa Roma, ve, a su pesar, que allí es vencida por un sólo hombre, que si alcanzó tan brillante victoria fue porque se apoyaba en el libro de la revelación, que es el libro de Dios. ¿Cuáles fueron las consecuencias de tan decisiva batalla religiosa? Ya lo están mirando: la separación de Roma de casi la mitad de Europa. Yo mismo, si en estos momentos estoy hablando con la libertad de un cristiano, es debido a ese triunfo glorioso. He aquí, hermanos míos, los acontecimientos terribles que tuvo presente el jefe de la secta romana establecida en México, para haber impedido la conferencia religiosa que iba a tener lugar en estos momentos. Roma ha huido delante de mi humilde persona; ved vacío el lugar de mi contrincante (señalando con el dedo el lugar) que con tanta arrogancia y orgullo le provocó a la lucha, ya sabéis la causa de tan humillante y vergonzosa fuga. La Escritura Santa con su autoridad divina, manifiesta que la Iglesia romana es una secta herética e idólatra. Ni por un momento se debe admitir el fútil motivo que el señor Aguilar alega para no presentarse al combate que él mismo provocó. Su prelado, nos dice, se lo ha prohibido; pero el señor Aguilar nos ha dicho que su causa es la de Dios, y que la conciencia lo obliga a salir a la palestra. Pues bien, cuando Dios habla, cuando la conciencia impera; se debe obedecer resueltamente, sin atender a los obstáculos que cualquier poder humano nos ponga por delante. Yo mismo, si me he separado de Roma, ha sido porque he oído la voz de Dios en la Santa Escritura, que dice: Salid de ella pueblo mío, para que no participéis de sus plagas y de sus crímenes. Porque no cabe duda, primero se debe obedecer a Dios que al hombre. El señor Aguilar se vio amenazado por su prelado con la suspensión de las funciones eclesiásticas. Y yo pregunto, ¿esta amenaza es la que verdaderamente le ha contenido? Si tal fuese en realidad de verdad la causa que le impide desobedecer el mandato de Dios y de su conciencia, aparece ante los ojos de la sociedad sensata e ilustrada, como un ser que carece de dignidad y aun de moral. No es posible creer que mi honorable adversario tenga más amor al mezquino estipendio de un peso que se le paga a un sacerdote romano por la misa, que a la santa causa de Dios y la religión. Al presentarse en este templo quebrantaba el precepto de un obispo, es verdad; pero no incurría en ningún pecado; en ninguna clase de responsabilidad, porque obedecía la ley de Dios, que manda defender públicamente su santa causa y el precepto de un hombre, aunque sea obispo, ningún valor tiene cuando se opone a la ley santa del Señor. Principalmente cuando aquí íbamos a tratar cuestiones que, como dice el señor Aguilar, están relacionadas con la felicidad de los pueblo, con las lágrimas que estos derraman, y que los ministros de la verdadera religión deben enjugar. La circunstancia de haberse ocultado el señor Aguilar con sus libros para estudiar la presente cuestión, le hizo ver con evidencia que con la Escritura Santa se puede probar victoriosamente la idolatría romana: y que para los argumentos perentorios y demostrativos que están fundados en los hechos, no hay contestación posible. Y siendo de esta clase los que nos proporciona la Biblia en la presente ocasión, ¿cómo se había de atrever el señor Bustamante a presentarse en ese lugar vacío, que en estos momentos está hablando muy elocuentemente en contra de la idolatría de Roma? Con razón mi adversario, que se creía dotado de una fuerza intelectual gigantesca, que decía que yo carezco de honor al dirigirme a vosotros, a quienes él califica injuriosamente de débiles y despreciables; con razón, repito, huyó cobardemente a refugiarse bajo el manto de su obispo. La Iglesia romana es idólatra, ya basta sólo tener sentido común para comprender esta verdad. El gran precepto que con la Escritura santa prohíbe la idolatría, ya lo sabéis, nos dice: “No te harás ninguna imagen ni semejanza de cosa alguna que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra”. ¿Y no es cierto que las figuras hasta aquí por desgracia hemos adorado, son imágenes y semejanzas de cosas que están en el cielo? ¿Quién ha puesto estas imágenes en los altares y en los templos? ¿Quién ha hecho que doblemos la rodilla delante de ellas? No cabe duda de que la herética Roma. Y cuando nos dice: “No te inclinarás ante ellas ni las adorarás”, no hay una inteligencia, por privilegiada que sea, que pueda demostrarnos que Roma no ha caído en la más crasa idolatría. Por otra parte, ¿qué quiere decir ese robo escandaloso, que Roma ha hecho al Decálogo de un precepto tan remarcable y expreso? En el catecismo de Ripalda, único libro de religión que se nos ha puesto en las manos cuando niños, nunca habéis encontrado tan santo mandamiento, estoy seguro de ello. Este hecho habla muy a mi favor, probando que Roma se ha manchado con la asquerosa nota de la más repugnante idolatría. Los eclesiásticos romanos, siempre nos han predicado poco más o menos de la manera siguiente: “Cuando Jesucristo pronunció aquellas palabras notables: Este es mi cuerpo, nos dio a entender que la sustancia de su carne se convirtió en sustancia de pan. Y tan cierto esto, que Jesucristo nos hubiera engañado, si las palabras referidas no tuvieran este sentido”. Creen estos eclesiásticos que este es un argumento perentorio que no tiene contestación. Pero cualquiera le podría decir: “Señores, si fuera cierto lo que aseguráis, si se debiera reputar como un hereje y un excomulgado, al que no creyera que la hostia es el cuerpo real y positivo de Jesucristo, nosotros también deberíamos condenar a vosotros como herejes, porque cuando dijo el Salvador: “Yo soy la puerta; el que por mi entrare será salvo. Yo soy el camino: Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”, no queréis creer señores romanistas, que Jesucristo es una puerta material, ni un camino visible, ni una vid, ni que vosotros os habéis convertido en sarmientos. De aquí es que vosotros sois realmente herejes, excomulgados, dignos de la hoguera. Además, la Santa Escritura nos enseña, y tanto los romanistas, como nosotros los verdaderos cristianos, creemos firmemente, que Jesucristo ya vino en carne mortal a este mundo, y que volverá e él en carne gloriosa en el último de los tiempos. Con lo que confesamos claramente que Jesucristo, en cuanto hombre, sólo dos ocasiones ha de venir al mundo. Sin embargo, los romanistas aseguran, contradiciéndose claramente consigo mismos, que Jesucristo, no dos veces, sino mil y mil ocasiones, está subiendo y bajando del cielo a la tierra, y de la tierra al cielo. El enseñar estas doctrinas, el engañar así a los pueblos, el hacer que los hombres se hinquen delante de una hostia, que no es más que un pedazo de pan y al que debe adorar como un Dios; esto se llama idolatrar, esto quiere decir, que todos los que hemos estado en Roma, hemos sido verdaderos idólatras. Con razón Jesús nos manda que salgamos de esa secta herética y degradada. Pero todavía hay más allá, la Sagrada escritura nos dice: que nos salvamos sólo por los méritos de Jesucristo, y no por los méritos del hombre, el que por perfecto que se le suponga es débil, pequeño e insuficiente, para satisfacer a la justicia de Dios. En san Mateo se nos dice: “Cuando hubiereis hecho todas las cosas que se os ha mandado, decid, siervos inútiles somos porque lo que debíamos haber hecho hicimos”. Sólo Jesús, divino Jesús, no es siervo, nunca ha sido esclavo, es el hijo de Dios. Él nos ha salvado, nos ha dado la verdadera libertad, y satisfaciendo a la justicia en el divino Calvario, con su muerte preciosa, su sangre nos limpia de todo pecado. Pero la herética Roma nos enseña todo lo contrario. A pesar de estar convencido de estas verdades, nos dice: “Cuando os confeséis, (confesión que ella ha inventado) aunque se os aplica la sangre de Jesús, se os perdona la culpa, pero no la pena del pecado. Todavía tenéis que ir al purgatorio, que es un horno de fuego idéntico al del infierno, para purificación allí de los pecados veniales y de la pena del pecado que no se os perdonó en la confesión. Solo de esta manera se os podrá aliviar este castigo; y es, dejando en vuestros testamentos consignado bastante dinero, para que se os digan misas por vuestras pobrecitas almas. Esta conducta de Roma se parece a la que se tendría con un reo, que por sus crímenes había merecido doscientos azotes, por ejemplo. A este desgraciado hombre, que ha confesado su crimen al juez se le dice: el rey te ha perdonado la culpa en que incurriste. Este hombre se llenaría de alegría con tal noticia. Pero, ¿cuál sería su sorpresa y asombro cuando, si en el momento en el que cree que va a ser puesto en libertad, se le aseguran más grillos y esposas, y se le conduce a sufrir el terrible castigo? En el acto diría, ¿pues ya no estoy perdonado, por qué se me va a castigar? La respuesta que le daría un teólogo romano sería la siguiente: se te perdonó, en verdad, la culpa, por lo que debes estar gozoso, pero no se te perdonó la pena; y así resuélvete a recibir tu castigo, y sólo que pagues algún dinero a los ministros, los azotes serán menos en números y más suaves. ¿No es cierto que todo hombre de bien miraría con horror y desprecio a los que así entendieran la justicia? Pues de esta manera explica Roma la justicia y la misericordia de Dios. Pero no hay que extrañar los errores y mentiras de esa secta, que aún recomendando la aplicación de las misas, en las que es imposible, según las Escrituras, que Jesucristo se sacrifique en cuerpo y alma: se muestra no sólo como idólatra sino como la madre de las idolatrías y supersticiones. Vosotros esperabais que Roma os enseñara la verdad en este día; creíais que vendría a discutir, para que de la discusión naciese la luz, pero habéis creído y esperado en vano; el déspota de Roma nunca disputa, sólo impone su voluntad soberana a los pueblos. ¿No sabéis lo que ha pasado en el Concilio Vaticano, adonde se ha decretado que es infalible? Ni una sola de las definiciones del Concilio se ha discutido allí, por más que los obispos le suplicaban, algunos hasta hincándose de rodillas delante del Pontífice, para que accediera a que se nombraran comisiones de uno y otro partido, donde se dilucidara siquiera la cuestión de la infalibilidad; el Pontífice se negó tenazmente a conceder una petición justa y racional; y sólo permitió se pronunciaran discursos de una y otra parte en el vasto salón del Vaticano, adonde se perdían las voces de los oradores. ¿Por qué Roma aborrece tanto las discusiones? Porque sigue el error, y el error ama a la oscuridad, las tinieblas, y odia la luz. Roma sigue la religión del sacerdote y no la de Dios, y nosotros debemos seguir la religión de Dios. (Aquí se agotó la voz del orador). Enseguida el ministro [Agustín] Palacios dijo en alta voz: Cantemos el himno número 5, que a la letra comienza: “Yo voy viajando, sí, al cielo voy…”, etcétera. Concluido el canto, el mismo ministro tomando la Biblia leyó íntegro el capítulo 44 de Isaías; finalizada que fue la lectura se dirigió a sus oyentes, diciéndoles: Solo hay un Dios y un solo intercesor entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre. Esta verdad nos la enseña el Espíritu Santo por boca del apóstol Pablo. Con razón cuando san Juan en el Apocalipsis, se postró delante de los pies del ángel que le revelaba, éste le dijo: “Mira que no lo hagas, porque yo soy siervo contigo, y con tus hermanos los profetas, y con los que guardan la profecía de este libro”. ADORA A DIOS. Este solo hecho basta para que veamos con claridad, cuán justo es el precepto del Señor que nos manda que lo adoremos en espíritu y verdad. Y cuan injustos son los romanistas, que haciendo a un lado a nuestro único intercesor Jesucristo, nos ponen mil y mil intercesores que no nos oyen, porque están muy lejos de nosotros, se encuentran allá en el cielo rodeados de felicidad, la que no sería completa, si constantemente estuvieran sabiendo nuestros pecados, nuestras miserias y desgracias. Pero lo más triste es que los romanistas nos pongan delante de los ojos imágenes de madera, para que las adoremos doblando la rodilla. El profeta David nos dice: “Avergüéncense los que adoran imágenes de tabla”. De facto, nosotros debemos de estar avergonzados por haber adorado tanto tiempo la madera insensible, esa madera que como sabéis, sirve para tan variados y distintos usos. Basta ya de idolatría y supersticiones, porque siendo el grande por excelencia, el omnipotente, el infinito, el único que está en todo lugar; sólo delante de él debemos doblar la rodilla, sólo a Él y a Jesucristo nuestro único intercesor, que aunque verdadero hombre es verdadero Dios, debemos manifestarle nuestras necesidades, nuestras miserias y nuestros pecados, para alcanzar el más completo y absoluto remedio. Os excito, por tanto, a que me acompañéis a ofrecer la oración que el mismo Señor se dignó enseñarnos. (Todos se arrodillaron) El ministro recitó el Padre Nuestro, concluido el cual, dijo: cantemos el himno número 1, que a la letra dice: De la muerte y su imperio vencimos por aquel que nos da la victoria; del error y tinieblas huimos siguiendo al Señor de la Gloria. Coro Por la fe te hemos visto, ¡Oh Jesús nuestra luz! Por nosotros, ¡oh Cristo! expiraste en la cruz; Tú eres nuestra guía, divino Salvador, al cielo de alegría, al celeste esplendor. Coro Por la sangre que fue derramada redimidos al cielo marchamos: Ya la mancha en nosotros lavada todo es nuevo en la vida en que estamos. Coro Ya el error y la duda han huido, la verdad refulgente ya luce; desde el cielo nos ha esclarecido ya la gloria Jesús nos conduce. Coro Finalizado este canto, concluye el acto.

(*) El Monitor Republicano, 7 de julio de 1871, pp. 1-2

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