La violencia del Estado (y la espada)

Cuando Pablo dice que estemos sujetos a la autoridad, coloca a los magistrados portando la espada como signo de la misma.

25 DE FEBRERO DE 2012 · 23:00

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Para que en una comunidad el estado de violencia, que de natural se producirá entre sus miembros, no provoque su extinción, es razonable que se transfiera al Estado (que ella misma ha creado y que la constituye como comunidad soberana) el “monopolio de la violencia”. Esta frase, aunque es relativamente reciente, refleja la naturaleza del poder político del Estado; para algunos esta sería la esencia del mismo, y todas sus demás atribuciones serán una usurpación de los derechos de la propia sociedad. Cuando Pablo dice que estemos sujetos a la autoridad, coloca a los magistrados portando la espada como signo de la misma y con referencia a que son ministros de Dios (de la ordenación dispuesta por Dios) para su “venganza” (no en el sentido peyorativo, claro está, sino como vindicación). No debe el creyente, ni el “cuerpo” de los mismos (como indica en el cap. 12 de esta carta a los Romanos), vengarse, buscar la “vindicación”, sino dejar lugar a la ira de Dios. Los ministros (diáconos) de Dios para llevar a cabo ese “mía es la venganza”, en el espacio temporal, aquí en la historia social, son los magistrados, y para ello portan la espada. La expresión “espada” (realmente una especie de daga, Casiodoro de Reina traduce “cuchillo”) como símbolo del poder del Estado para castigar el mal es algo genérico y no puede vincularse a una situación específica o a personas concretas. El recuerdo en Roma de los símbolos de la autoridad y su poder de castigar estaba relacionado con el haz de las treinta varas y el hacha de guerra insertada (fasces), eso incluía la opción del castigo con las varas, además del hacha para la pena capital. Pablo usa “espada” como símbolo reconocido por todos. En los siglos posteriores se generalizó el uso de “espada” en las discusiones para referirse tanto al poder civil como al religioso: las dos espadas. (Al incluir la espiritual como si fuera sinónimo de “iglesia institucional, organizada”, las dos están bastante oxidadas en ese discurso.) No deben mezclarse las cosas. Pablo enseña sobre una institución: la de los magistrados (si se quiere: gobierno civil), la cual lleva la espada para actuar contra el mal y proteger al bien en la sociedad; y esto como “ordenación de Dios”. Para que cumplan su función, tenemos que pagar los tributos. No se trata de hechos consumados con los que no cabe sino la paciencia y la resignación, sino que debemos tratar el asunto en base a nuestra conciencia como cristianos. Es, pues, un asunto de la fe, aunque se refiera al ámbito secular. La declaración que va unida a la imagen de la autoridad: “por eso pagáis tributos”, corrobora que esto es una enseñanza general, no vinculada a una situación o persona concreta. Así tenía que ser para los oyentes de estas palabras, pues cada uno podía encontrarse en una situación diferente. Para los que provenían de alguna provincia (como Judea), los tributos tenían una significación también de sujeción (derrota) “nacional”. Los que vivían en ciudades estipendiarias pagaban su impuesto (estipendio); otros podían pertenecer a ciudades libres de impuestos (inmunes), o tener una relación especial, como las italianas (municipios). Las diferentes escalas sociales no tienen la misma relación con los impuestos: la plebe, los proletarios, etc., reciben, dependen, del erario público y del patrimonio del César. Con esos impuestos no solo se pagaban las cohortes dentro de la ciudad de Roma (como una especie de policía local), también las legiones que conquistaban y defendían lo conquistado. Pablo no está “justificando” esas acciones, solo enseña que la espada está en la mano del magistrado, como administrador de la vindicación de Dios, para castigo del mal y alabanza del bien. Con su enseñanza, y la del resto de la Escritura, tenemos que actuar y decidir, tenemos que vivir la ética cristiana (que no es un ritual como las ceremonias del llamado Antiguo Testamento) y ser luz en el Estado y para el Estado. Con las enseñanzas de la Escritura como autoridad suprema, hemos de relacionarnos con las autoridades superiores. Como gente libre, nos preguntamos, preguntamos a otros, proponemos, dudamos, vivimos. Reconocemos que la espada está en la mano del magistrado. Nadie nace con ella empuñada. [Tampoco con una corona] ¿Quién se la ha dado? ¿A quién debe concederse esa gran responsabilidad? Debe hacer cumplir la ley, bien, pero ¿qué ley? Cuando ponemos la espada como sociedad en las manos del gobierno civil, del Estado, ¿debemos guardar otra espada por si no la usa bien poder darle un espadazo y quitársela?, ¿quién tendría también autoridad en la sociedad para actuar así, rebelándose justamente contra el poder injusto? Debemos colaborar con las autoridades; vale, hasta ahí bien, pero ¿y si la “autoridad” es una cleptocracia? Algunos cristianos muy fieles nos han propuesto que la mejor manera de someterse a las autoridades superiores, de “ayudarles”, es teniendo cada uno la posibilidad (incluso, obligación) de disponer de armas, pues de ese modo la libraríamos del peligro de que la “usurpe” una tiranía. La razón de la famosa Segunda Enmienda de la Constitución de EE.UU. no es que se pueda disponer de un arma para defenderse de un ladrón que quiera robarte en la casa o dañar a tu familia, sino para poder formar milicias del estado y defenderse contra el Estado Federal si este se convierte en tiranía. La espada, la autoridad (el imperio, también el imperio de la ley), está relacionado con un territorio. Eso son cuestiones que Pablo no incluye en sus aspectos históricos en su enseñanza sobre la obediencia a la autoridad civil. Pablo no está enseñando, por ejemplo, que nuestros fieros paisanos del norte estaban “resistiendo” a Dios, cuando peleaban contra las legiones por su libertad. Según en qué situación y en qué época, esto es algo realmente dificultoso. Pero así es la ética cristiana. Pensemos en el contexto de la guerra civil inglesa. ¿Cuántas preguntas se haría Cromwell? ¿Qué argumentos internos se pondría para disolver el parlamento? ¿Qué le aconsejaría el extraordinario y fiel pastor John Owen? ¿Por qué rechaza su política de libertad republicana el piadoso pastor Samuel Rutherford, autor de Lex, Rex, obra capital en defensa de la libertad social? ¿Qué pasará en la mente de este mismo autor para que, al mismo tiempo, escriba cosas que quedan como modelo de las posturas contrarias a la libertad de conciencia y de religión? Si nos vamos a la guerra de la independencia americana estamos igual. Tenemos muchos sermones y tratados escritos por fieles cristianos, pastores consagrados, que no se les pasa por la mente obrar en contra de la enseñanza de la Escritura. Hay mucho y excelente. Apoyan la rebelión, el derecho a levantarse en armas contra la corona inglesa. (Muchos eran descendientes de los covenanters escoceses.) Pero, ¿y los fieles pastores ingleses en Inglaterra? ¿Qué dirían en sus sermones? Luego, en la guerra civil de secesión tenemos lo mismo. Fieles cristianos con Pablo en el norte, fieles cristianos con Pablo en el sur. A cañonazos. Paramos aquí, a ver si entre la humareda de nuestras miserias alcanzamos a ver el camino.

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