Agradecidos

Segundo accésit en la modalidad relatos del XXV Certamen González-Warisv (2010) de ADECE (Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos).

02 DE DICIEMBRE DE 2011 · 23:00

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Era aquella época de las primeras décadas del siglo XIX, en que todavía no se había desarrollado la técnica de la anestesia, y las operaciones quirúrgicas arrancaban a los pacientes verdaderos alaridos de dolor, tanto en el proceso operatorio como en el post-operatorio. Sin embargo, se operaba. No había más remedio que hacerlo. Y los enfermos que salían con bien de aquellas intervenciones y se recuperaban le debían, en muchos casos, la vida al cirujano, aunque éste hubiese tenido que hacerles pasar por un quirófano atrozmente agresivo, comparable a una auténtica cámara de torturas. Pero no existía, en aquel entonces, otra alternativa posible. El Dr. Max Campbell ejerció su profesión en aquellos años. Era un hombre que amaba su trabajo y lo realizaba con la mayor excelencia, a pesar de los precarios medios de que disponía. Se había licenciado en la facultad de medicina de Londres a los veintitrés años de edad, y, posteriormente, optó por la difícil y comprometida especialidad de cirugía. Ahora se hallaba próximo a la madura edad de los cuarenta y había realizado cientos de intervenciones, muchas de las cuales habían sido un éxito. Sin embargo, la agonía por la que tenían que pasar los pacientes era atroz. El alcohol que se les hacía ingerir no era, en modo alguno, suficiente, y a menudo, el Dr. Campbell operaba a toda velocidad, para reducir al mínimo aquel tiempo en la sala de hospital, amputando miembros, extirpando tumores o recomponiendo órganos dañados, con el fin de hacer más breve los suplicios de los enfermos. Suplicios que no lo eran sólo para los pacientes. También los médicos como él sufrían. Tenían sus nervios bien templados; estaban curtidos por los años de experiencia; sabían que su intervención redundaba con frecuencia en prolongar por años la vida de los operados… Pero sufrían. Una de las personas intervenidas por aquel experto cirujano había sido James Stuart. Se trataba de un profesor de humanidades en la plena vitalidad de sus veintiocho años. Aquel hombre bien posicionado, amado por muchos en la capital donde residía, sintió, una noche, fuertes dolores abdominales y, trasladado urgentemente al hospital donde operaba el Dr. Campbell, tuvo que ser sometido a una difícil operación de apendicitis, afección a la que se solía denominar “dolor del miserere” y de la cual, sólo sobrevivían un bajo porcentaje de quienes llegaban a padecerla. Como hombre inteligente y culto que era, el profesor Stuart sabía que, en la sala de operaciones, le aguardaba el proceso más doloroso que fuese capaz de imaginar; pero, a la mismo vez, comprendía que, si no era intervenido con éxito, moriría en un breve período de tiempo, quizás en unos pocos días, porque, con el mal que le aquejaba, no podía negociarse demora alguna. Así que se encomendó a Dios, y se dispuso a confiar también en el Dr. Campbell. ¿Qué otra solución le quedaba? La operación fue delicada y prolongada. A menudo, los órganos internos requieren mayor atención y pericia que los superficiales, cuando se trata de localizar,cortar, extirpar, reparar… operaciones todas ellas complicadas, y más cuando el paciente, atado con fuertes correas a la fría mesa del quirófano, lanza terroríficos gritos y se estremece, tiembla y agoniza de dolor a lo largo de todo el calvario de la intervención. Posteriormente, el sufrimiento continuaba por largas horas e incluso días, hasta que, en el mejor de los casos, el paciente se sobreponía. En otros, el desenlace era la muerte, la insaciable y trágica dama de la guadaña. Para el Dr. Campbell, aquella fue una de las operaciones más duras de su vida. El paciente se convulsionaba hasta el límite que le marcaban sus ataduras de cuero, sin las cuales no habría sido posible extirparle aquel apéndice suyo inflamado por la infección. No obstante, el trabajo del cirujano fue exitoso y, cuando lo hubo finalizado, se dio cuenta de que aquel hombre joven que yacía sobre la cama y que, finalmente, se había desvanecido de dolor, empapado su desnudo cuerpo de sudor, respiraba bien y su pulso iba recuperando la normalidad. Sobreviviría, se curaría. Una vez más, la ciencia médica, aplicada con el conocimiento y la destreza que Dios ha concedido a sus profesionales, arrancaba a un ser humano de las garras de la enfermedad y la muerte. Ese pensamiento hizo que, a pesar del cansancio físico y emocional que le había producido la operación, floreciese una sonrisa en sus labios y en su corazón. Bastantes horas después, el profesor Stuart despertó, con su abdomen aún muy dolorido, pero bien cosido por las hábiles manos del cirujano. Experimentaba todavía un considerable sufrimiento, pero que no se podía comparar con el que había padecido durante las largas horas de la operación. Cuando se le acercó una joven y amable enfermera para comprobar su estado, se dejó auscultar obedientemente, pero, antes de que ella le dejase solo, le hizo, con su aún débil voz, una petición aparentemente extraña: -Por favor -le suplicó-, dígale al doctor que me ha operado que no venga a visitarme. Sufrí tanto en aquella operación, que con sólo pensar en encontrarme con él de nuevo, me lleno de miedo y angustia. Creo que no soportaría volver a ver su rostro. La enfermera miró al hombre que le acababa de hacer aquel ruego. No hacía mucho, ella había oído sus gritos, mientras el Dr. Campbell sajaba su carne con el bisturí y luchaba por extirparle el órgano dañado sin perjudicar ninguna otra parte de su cuerpo. Era una mujer experimentada; el trato diario con el dolor, la enfermedad y la debilidad humana le había conferido una gran dosis de paciencia y benevolencia. -Bueno –dijo suavemente, colocando su mano sobre el hombro del profesor James-, le explicaré al Dr. lo que me acaba de decir. Creo que él lo comprenderá. -Sí, por favor, ¡dígaselo! –suplicó con vehemencia su paciente. Ella se despidió de él y se alejó por los pasillos del hospital. Cuando transmitió aquel mensaje al cirujano en jefe, éste también mostró comprensión con lo que se le decía. Cinco días más tarde, el operado de apendicitis fue dado de alta y salió del hospital, apto de nuevo para una vida normal y productiva como padre de familia y profesional de la enseñanza. Partió rápidamente, sin entretenerse ni demorarse, evitando, en todo momento, encontrarse con el hombre que le había devuelto la salud, al coste de hacerle sufrir como nunca antes había padecido. Todo volvió a ser como antes: el trato amoroso con su mujer y con los dos hijos –un varón y una hembra- que su feliz matrimonio había tenido por fruto; las clases con sus estudiantes en la universidad; la salud de la que siempre había gozado, ahora recuperada… ¿Todo? No exactamente: cuando caminaba por la ciudad, procuraba evitar las cercanías de aquel hospital donde había sido operado. En su mente habían quedado grabadas, como un fantasmal retrato, las facciones del Dr. Campbell, su rostro anguloso, cubierto por una fina barba, sus pómulos salientes, sus finos labios y, sobre todo… su mirada, sus ojos inteligentes y vivos, que, en los tumultuosos recuerdos de James, eran tan insoportablemente penetrantes como aquel terrible bisturí que se había abierto paso por entre los tejidos de su abdomen. No, verdaderamente, no quería encontrarse nunca más con aquel hombre por mucho que le hubiese salvado de morir, librándole, con su ciencia, de las garras del dolor del miserere. ¡La vida es, en ocasiones, tan paradójica! Sí, efectivamente, el mal físico del Sr. Stuart había sido extirpado, pero, ahora, iba a desarrollarse en él un surimiento de otra índole: Un par de semanas después de haber acabado su convalecencia, empezó a tener unas pesadillas que le quitaban el sueño y las ganas de vivir. En ellas, nuestro amigo se veía a sí mismo atado de nuevo a una marmórea mesa de operaciones. Allí, se veía obligado a esperar unos interminables minutos, hasta que… entraba en la sala un médico, cubierto el rostro por una máscara negra. Caminaba despacio, bisturí en mano, hasta situarse junto a él, que le miraba horrorizado. Luego, se quitaba la máscara, para dejar al descubierto unas facciones severas: el temido rostro del Dr. Campbell. En ese momento, James gritaba un desesperado “no”, y el sueño acababa. Jadeante y sudoroso, su protagonista despertaba, interrumpiendo también el sueño de su esposa. Ella, solícita, trataba de calmarlo: -James, ¿qué te pasa? –preguntaba-, ¿qué sueño has tenido? Te sentirás mejor si me lo cuentas. Las dos primeras noches, el afligido marido no quiso relatar su pesadilla. Pensaba que aquello cesaría pronto y no deseaba alarmar a su esposa querida. Pero aquella tortura emocional volvió a trastornar las horas de descanso de la pareja y él se dio cuenta de que sería mejor compartir su problema con su compañera. Cuando lo hubo hecho, sintió un cierto alivio. Así ocurre con frecuencia: simplemente el hallar un oído atento a nuestras angustias, ya hace que éstas disminuyan, y si además, quien nos escucha tiene la sabiduría suficiente para pronunciar las palabras de consejo que convienen, el problema tiene todas las probabilidades para resolverse. En este caso, Judith, como así se llamaba ella, mujer profundamente cristiana, supo estar atenta a lo que su marido le compartía y, asimismo, orientarle hacia el remedio que necesitaba: -James –le dijo con voz cálida y compasiva-, creo que debes apartar de tu mente las imágenes de dolor que se produjeron en ti cuando te operaron. Pero no podrás hacerlo si no las sustituyes por otras imágenes opuestas, que te puedan hacer bien y desplacen los malos recuerdos. -¿Qué quieres decir, cariño? No logro entenderte bien. -James, lo que te estoy diciendo es que no centres tus pensamientos en los dolores que padeciste en aquel quirófano. Más bien centra tu mente en que el doctor te extirpó tu apéndice infectado, sacó el veneno que iba a destruirte y te ayudó para que siguieses viviendo, disfrutando de la vida, de tu familia, de tu trabajo… -Comprendo lo que me dices, amada. Pero creo que va a ser difícil. -Sí, lo sé –continuó ella-; será una lucha, pero Dios estará a tu lado para darte la victoria. Lo primero que tenemos que hacer es elevar una oración a nuestro Padre celestial dándole las gracias porque Él te ha permitido vivir. Y daremos gracias también por tu cirujano, porque Dios lo usó a él para que tú vivieras. Verás cómo eso te ayudará y pronto desaparecerán esas pesadillas que no quieren dejarte en paz, amor mío. Así como había dicho ella, oraron juntos al Dios de los cielos y la tierra. En los días que siguieron, el profesor James siguió orando, dándole gracias al Señor por aquel médico que, con su ciencia, le había prolongado la vida. Las pesadillas, a partir de entonces, se hicieron menos frecuentes, pero, cuando, de vez en cuando, sobrevenían, como espíritus malignos en medio de la noche, James volvía a padecer una angustia casi indescriptible. Se había entablado una batalla espiritual y los dos esposos, continuaban orando y clamando al Dios Creador y Salvador en el cual creían. Al cabo de un mes, la perseverancia de aquellos cristianos dio su fruto: una mañana clara, cuando ya la primavera ponía sobre las ramas de los árboles sus brotes y preciosas flores, James se despertó con un firme propósito en su mente y corazón: Se presentaría en aquel hospital de su ciudad, preguntaría por el Dr. Campbell, y, le costase lo que le costase, le daría las gracias por haberle operado y ayudado a recuperar la salud. No obstante, aunque confiaba en lo beneficioso que sería, para él, poner en práctica aquella importante decisión, al imaginar la forma en que lo haría, los latidos de su corazón se aceleraban y percibía cómo sus piernas y manos se ponían a temblar. Pero se sobrepuso centrando sus pensamientos en Dios: “Señor –pensó-, sé que Tú vendrás conmigo y me ayudarás. Me darás fuerzas para llevar a cabo mi propósito.” Todo se desarrolló con esa ayuda divina, en colaboración con la voluntad de un hombre que luchaba por vencer, con el bien, el mal. Al acercarse al edificio del hospital, rodeado de un jardín poblado de árboles y matorrales floridos, Stuart sintió cómo temblaban sus piernas y palpitaba más fuerte su corazón. Al entrar, pidió hablar con el cirujano jefe, esforzándose porque su voz no temblara. Una vez informado acerca de dónde podría encontrarle, subió unas escaleras más despacio que de costumbre, procurando respirar profundamente para serenarse, elevando interiormente una plegaria a Aquel que todo lo puede, y llamó a una puerta de roble, tras la cual se hallaba la consulta del hombre que le había operado. -Entre, por favor –oyó decir, notando en la voz de quien había pronunciado aquellas breves palabras una especie de cansancio. Abrió la puerta, sintiendo que su garganta estaba contraída y su lengua seca, y pensó que le iba a costar un esfuerzo sobrehumano explicarle al médico el motivo de aquella visita. Sin embargo, al entrar y verle sentado tras su amplia mesa de despacho, con los ojos surcados por profundas ojeras y las facciones de su rostro, antaño severas, suavizadas ahora por los efectos de algún extraño desánimo, se sintió de pronto aliviado y sus palabras fluyeron sin esfuerzo: -Dr. Campbell –dijo con claridad y hasta con una cierta dulzura-, he venido –y en aquel momento, sintió que unas cuantas lágrimas brotaban de sus ojos- para darle las gracias por haberme operado y… -la última parte de su breve discurso surgió con mayor fuerza, voluntariosa- ¡por haberme salvado la vida! El experimentado cirujano le contempló reconociéndole. Su mirada cobró mayor brillo, su postura se hizo más erguida. Se levantó de su asiento y, acercándose a su visitante, le tendió la mano para saludarle. El apretón fue fuerte, cálido y prolongado. -Gracias, profesor Stuart –dijo-, me acuerdo de Ud. Gracias por haber venido hoy a decirme lo que más necesitaba oír. Sin saber demasiado bien cómo sucedía, James se vio de pronto abrazando a su doctor, ahora también su amigo. Emocionados, conversaron por unos minutos. Cuando se separaron, ambos tuvieron la certeza de que aquel encuentro, lo había preparado el Dios en el cual creían. Mientras regresaba a su hogar, el profesor Stuart sentía que sus pies y su corazón eran más ligeros. Al llegar, le contó a su querida esposa cómo le había dado las gracias a su doctor y la sensación que había tenido de que algo le preocupaba y le hacía sufrir. -Sus ojos estaban llenos de cansancio –explicó-, y parecía abatido, desanimado. Me di cuenta de eso nada más verle; pero también me di cuenta de lo mucho que se alegró cuando le di las gracias. De hecho, los dos sentimos una gran alegría, y yo me siento ahora liberado, como descargado de un gran peso. -Es el efecto de tu agradecimiento –contestó ella mirándole amorosamente a los ojos-, y de tu valor también; tuviste el valor suficiente para ir a ver al doctor, venciendo tu propio miedo. Y Dios te bendijo. Él te ayudó a hacer lo que debías y te ha devuelto la paz, cariño mío. Ambos se tomaron de la mano y, de común acuerdo, elevaron una oración al Padre de la gloria. Le dieron las gracias por todo cuanto había ocurrido y asimismo, le pidieron que ayudase al Dr. Campbell fuese cual fuese su problema. Pasaron varios días. James seguía sintiéndose feliz, liberado, y no volvió a padecer más por causa de aquellas terribles pesadillas. A los doce días de haber ido a visitar a su doctor, por quien ahora sentía un auténtico cariño fraternal, alguien vino a entregarle una carta. La tomó, leyó el sobre y comprobó que procedía del hospital donde había sido operado; es más, la enviaba el cirujano en jefe del centro sanitario, el Dr. Max Campbell. Bastante emocionado, intuyendo que la misiva contendría algún importante mensaje, el profesor la abrió y leyó atentamente el siguiente texto: Querido amigo profesor Stuart, En primer lugar, espero que continúe estando bien de salud y llevando una vida útil y fructífera con su trabajo en la universidad y como esposo y padre de familia en su hogar. En segundo lugar quiero decirle que ahora me toca a mí darle las gracias y le voy a explicar el porqué: Hace diez días, Ud. vino a verme, en el momento en que su visita me era más necesaria. Lo cierto es que yo llevaba casi tres semanas sin dormir, ya que padecía unas pesadillas horribles en las cuales veía a mis pacientes atados a la mesa de operaciones, con el rostro desencajado por el miedo y el dolor y dando alaridos que resonaban, en mis sueños, de un modo pavoroso. Mi querido amigo, cuando Ud. vino a verme, yo había decidido abandonar mi trabajo como cirujano, aún sabiendo que cientos de personas de esta y otras ciudades viven, caminan y trabajan gracias a que un día les intervine y les ayudé a recuperar la salud y la vitalidad. Querido profesor Stuart, ha de saber que, desde que vino a darme las gracias, mis ánimos se han renovado, y he decidido proseguir con mi labor en el hospital, a pesar de la dureza de la misma. Su visita, su mirada, su sonrisa, sus palabras, han contribuido a mi sanidad emocional. Por todo ello, gracias, muchas gracias, profesor Stuart. Su doctor y amigo, Max Campbell. Cuando James Stuart acabó de leer aquella emotiva carta, varias lágrimas suyas habían caído sobre ella, deformando ligeramente algunas de las palabras allí escritas con tinta azul. Le mostró el mensaje a su esposa, quien también se conmovió al leerlo. Ambos se abrazaron y asimismo oraron, tomados de la mano, alabando al Señor y dándole gracias por aquel milagro, por haber obrado tan prodigiosamente en medio de sus dolorosas pruebas. Una vez más se daban la mano la fe y la ciencia, la providencia de Dios y la voluntad humana, para aportar luz en un mundo entenebrecido por el pecado. La ciencia seguía avanzando y la anestesia no tardaría en ser perfeccionada y aplicada a la medicina. Como muchos de los inventos importantes, dicho hallazgo fue fruto de la voluntad e inteligencia de personas abnegadas y, al mismo tiempo, de la casualidad. ¿Casualidad? No. Es más exacto decir la mano de Dios contribuyendo al bien de los mortales, un Dios que tiene posada su mirada sobre nosotros y se complace en socorrer y cuidar a los necesitados. Él se alegra con las almas donde reina el amor, la fe y un espíritu de agradecimiento que ayuda a enfocar positivamente los acontecimientos de la existencia. Un agradecimiento así, voluntarioso y transformador fue el que pusieron en práctica el Dr. Campbell y el profesor Stuart, promoviendo, de ese modo, la maravillosa bendición del Altísimo sobre sus vidas.

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