El pupilo

El Doctor Aranibar y yo permanecíamos inamovibles en la vieja aula, en el vínculo profesor-alumno, en el secreto inconfesable de los lunes.

25 DE NOVIEMBRE DE 2011 · 23:00

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El doctor Aranibar rebosa genialidad. Ante su elocuencia, el público queda atónito y se harta de aplaudir, puesto en pie, reverenciando lo innato de ese hombre en apariencia enjuto. Después, el Doctor Aranibar se quita la bata blanca, con un gesto mohíno, como si acabara de hacer algo sin importancia y terriblemente ineludible. Clava en mí su mirada y espeta: - Lávala y plánchala, Jorgito, sólo la humildad te hará un hombre. Yo asiento y le sigo por el pasillo, apartando a los atrevidos que pretenden agobiar al doctor con sus preguntas aún después de la ponencia. - Ahora no, ahora no.- Les ordeno impaciente, asida la bata, pisándole los talones. - Jorgito, el vulgo admira lo que desconoce.- Me dice una vez en su despacho. Vuelvo a asentir. Adoro esas frases sentenciosas que se me antojan casi como refranes, frases que deberían ser empleadas por todos aquellos ignorantes que viven sin haber leído la obra del doctor Aranibar. Es cierto que su carácter es espinoso, pero es que no resulta sencillo ser un innovador como él. El pionero no tiene en quién fijarse, no puede seguir los pasos de ningún antecesor ni aprender de los errores ajenos. Durante tres años consecutivos, el nombre del doctor Aranibar ha sido barajado como candidato a los premios Nobel por sus novedosas aportaciones al campo de la Psiquiatría. El Doctor Aranibar, gran hombre y gran mentor. A pesar de que me llegan ofertas, prefiero no trabajar aún y labrar mi futuro a la sombra de Doctor. Esta semana me ha permitido tomar notas en sus clases y basarme en sus teorías para desarrollar mi propia tesis doctoral sobre la esquizofrenia. Jamás, a nadie, le había permitido semejante ligereza pues decía ponerse tenso si le rondaba algún taquígrafo inculto. Por este gran regalo, y por algún otro comentario más, aparentemente nimio pero para mí crucial, he podido constatar que me cree en mi potencial. Me apoya, lo intuyo y en realidad lo sé, seguro que me aprecia. Por eso seré su discípulo hasta que él considere oportuno, pues sólo un imbécil se apartaría de la fuente que nutre su saber. *** Ya han pasado cuatro años y mi tesis continúa sin ser rematada. El doctor Aranibar se empeña en que “aún no está madura” cuando ni siquiera la ha leído, como si pudiera concluir semejante reflexión por la mera observación de la montaña creciente de folios. - Esta noche vendrás conmigo.- Me dijo el primero de los que serían muchos lunes. Tras de él, como si del pasillo de la facultad se tratase, avancé también por las callejuelas de la barriada sur, en dirección al prostíbulo. - Mantén la boca cerrada.- Me advirtió mientras entrábamos al sórdido lugar que pocas semanas después se convertiría en costumbre. Allí, comenzó a beber sin descanso, sin mediar palabra, con la mirada fija en la bailarina que se contoneaba sobre la barra. Una vez alcoholizado, sacó varias pastillas del bolsillo de la chaqueta y se las tragó, tratando con ello de ganar valor para acercarse a cualquiera de las mujeres que merodeaban en busca de clientes. Aún tambaleante, conservaba atisbos de su aplomo y les susurraba algo al oído que ellas celebraban con falsedad y risitas fugaces. Aranibar se perdió durante una hora, tras una de las puertas oscuras y volvió absolutamente embrutecido. Mientras, yo traté de no mirar a nadie, tamborileando sobre la mesa y bebiendo agua con gas. La primera vez que le acompañé no entendía el motivo de mi presencia allí, es más, aquello solo sirvió para dañar el alto concepto que tenía del Doctor, pero pronto lo comprendí: debía llevarle hasta casa, sano y salvo, cargado cual fardo colgando de mi hombro. Antes de entrar, le daba propina al portero del prostíbulo para que nos tuviese un taxi esperando en la puerta, le subía a casa, le desnudaba como a un bebé y preparaba un revulsivo de hierbas para que tomase al despertar, como ayuda a su resaca de martes, cerrando después la puerta del departamento de cincuentón soltero y metiendo la llave bajo la hoja de madera. Al día siguiente, durante su clase magistral, trataba de no reparar en lo patético de la escena. Por supuesto, jamás osé comentar nada aunque, de haber querido, habría tenido pocas oportunidades pues cada vez quedaban menos conocidos a los que dirigirme. Mis compañeros acababan sus doctorados, encontraban trabajo, sólo venían de visita. Mientras, el Doctor Aranibar y yo, permanecíamos inamovibles en la vieja aula, en el vínculo profesor-alumno, en el secreto inconfesable de los lunes. *** - Aún no está madura.- Rechazó mi tesis una vez más. - Han pasado cinco años, doctor. Cinco años. No pienso añadirle ni una sola coma. O la revisa o tendré que buscar otro tutor de tesis. El Doctor me miró airado, pero al llegar a mis ojos esquivó la mirada de inmediato. Sentado en su butaca de cuero, tras la enorme mesa del despacho. Silencio. El reloj de pared. Se secó el sudor de la frente y abrió un gran tratado de psiquiatría que descansaba sobre su mesa. - Le echaré un vistazo.- Dijo al fin, sin mirarme.- Pero no te prometo nada. Aquello era más de lo que nunca había soñado. En seguida me arrepentí de mi rudeza, pero al menos había abierto la puerta. El lunes acudí corriendo a su despacho y toqué la puerta de vidrio ahumado, y le miré expectante. Había sido un fin de semana de insomnio y grandes esperanzas. - ¿Y bien?- Pregunté con un hilo de voz. - La he estado revisando, esta noche le comentaré mis conclusiones. - ¿Esta noche?- La desorbitante emoción me había hecho olvidar nuestra insufrible rutina. - Hoy es lunes.- Repitió tajante. - Por supuesto, disculpe, creí que hoy era martes.- Reí nervioso.- Será por la preocupación, ya sabe, por el tribunal de tesis. Será en dos semanas, y bueno… ellos me han dicho que si obtuviera una buena puntuación podría optar a una cátedra adjunta. A la del doctor San Cristóbal, que acaba de jubilarse… - Hasta esta noche.- Me interrumpió definitivamente. El otoño llegaba a su fin y la acera, empapada de lluvia, rezumaba frío y principios de escarcha. Como de costumbre, el doctor Aranibar no decía palabra durante el trayecto, sólo hacía tintinear las llaves en el bolsillo de su chaquetón. Pero aquella noche… aquella noche yo necesitaba que hablase, que se dignara a pronunciarse sobre el fruto de mi esfuerzo de años, de horas interminables y fines de semana de encierro. Por ese fruto había renunciado a salir con gente de mi edad, a casarme, como la gente de mi edad; sin fiestas, ni vacaciones en la playa, ni noches de cenas íntimas. Y el Doctor Aranibar seguía callado, maldito Doctor, con su soberbia y sus llaves, maldito suburbio de mujeres sudorosas. - Antes de seguir bebiendo…- Exclamó Aranibar cuando nos hubimos sentado en la mesa de siempre.- Tu tesis apesta. ¿De verdad te has basado en mis teorías? ¡Eres un imbécil! Cuánto papel desperdiciado, qué forma de perder el tiempo… Mañana mismo tengo reunión con la comisión de evaluación y pienso decirles que esas serán tus teorías pero que, en absoluto reflejan las mías. Te vas a tener que enfrentar tú sólo, Jorgito. Y, diciendo esto, apuró el turbio contenido del vaso de un solo trago y se levantó, perdiéndose entre el humo y la oscuridad. No me había dejado reclamar, aunque tal vez yo no habría sido capaz. Tan contundente y cruel me pareció su evaluación que no podía hacerla casar con el extremo cuidado que había puesto en reflejar su espíritu, cada una de sus palabras y connotaciones. Sí, tal vez, al final, había tratado de aventurarme dando un paso más en su teoría, pero tan cobarde y dubitativo que creí que no lo advertiría. Seguramente había sido eso lo que le había crispado, el que el pupilo tuviera criterio propio y pensara a pesar de él y su dominio. A mi alrededor, la música ensordecedora no alcanzaba a sacarme de lo absoluto de mis pensamientos y rencores. Maldito Aranibar. En un arranque me puse de pie, aún no había pasado la hora que rigor que debía esperar. Decidí no hacerlo. Dejé dos billetes sobre la mesa y salí del local. Sabía lo que podía pasar, lo sabía y lo anhelaba. Maldito Aranibar. - ¿No le acompaña esta noche el señor?- Me preguntó el portero. - No, hoy dice que quiere quedarse más y que volverá andando. - ¿Andando? ¿Está loco?- Se sorprendió. - Un poco, pero hay que dejarle, es muy obstinado, así que no le diga nada. Me ordenó expresamente que nadie le molestara ni preguntara al salir, que quería demostrar su valentía. Se encogió de hombros. Entré en el taxi que ya aguardaba la rutina. - A partir de hoy no será necesario que vuelva ningún lunes más.- Ordené al chófer. Él no replicó y me llevó a mi destino. A la mañana siguiente, el Doctor Aranibar pareció muerto en un callejón aledaño al prostíbulo, con una alta tasa de alcohol en sangre y habiendo consumido las benzodiacepinas que él mismo recetaba. El fin de la noche de desenfreno lo pusieron unos toxicómanos desesperados que le asaltaron al verle salir solo. Dicen que él no se dejó robar, soltando improperios, por lo que tuvieron que hacerle callar con una navaja. Navaja de muerte para el maldito Aranibar. *** - Quiero agradecerles mi nombramiento como catedrático adjunto. Si a alguien debo reconocer su apoyo en un día tan señalado como hoy es a nuestro admirado César Aranibar, cuyo legado se perpetuará en mi tesis y en nuestro recuerdo. Bajé del estrado y comencé a estrechar manos, entre aplausos y palmaditas en la espalda. Pero no podía entretenerme, pues un editor me había pedido cita para programar mi futuro libro, la extensión a las tesis de Aranibar, su reinterpretación y avance. El Doctor Aranibar, que en paz descanse.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Ojo de pez - El pupilo