Historia de un taburete

Todos asintieron y le regalaron doce pares de ojos que miraban con desprecio.

04 DE NOVIEMBRE DE 2011 · 23:00

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Sentada en un taburete, comía en un plato desvencijado de metal. Sin más apoyo que sus propias manos, con cubiertos de plástico. Sentada pero inclinada hacia delante, por si la llamaban y tenía que levantarse deprisa. Comiendo, pero lo que sobró de la olla, su menú no incluía ni pan ni postre. En silencio, pero escuchando, a los que, al otro lado de la puerta, reían y brindaban, despreocupados. Dejó el plato y lo lavó deprisa, la señora no toleraba la suciedad. Cabizbaja y silenciosa abrió la puerta, deseaba poder flotar, no molestar jamás. Tomó la bandeja con las dos manos y cruzó el dintel. Ellos continuaban hablando, como si no hubiera entrado nadie. Dejó la bandeja en la mesa auxiliar y comenzó a recoger los platos de cerámica. ¡Cuántas veces soñó ella dar una cena como aquella! Pero sólo pudo trabajar, desde que su padre murió del mal de mina todavía en Potosí. Soñando con lo que habría podido ser y jamás fue. Con la vida que se le escapó de las manos. - ¡Qué haces Vero! El estruendo de las copas al caer la sacó de las divagaciones en las que estaba absorta. La bandeja entera, copas y cava incluidos, yacían sobre la alfombra persa que trajeron de Irán. - Recoge ahora mismo, inútil ¡No sirves para nada! Todos asintieron y le regalaron doce pares de ojos que miraban con desprecio. Aguantó el peso de aquella humillación cada minuto que tardó en recoger, cada segundo que restregó la alfombra con quitamanchas del caro, cada vez que pidió perdón sin recibir respuesta. De vuelta a su taburete, suspiró. Y pensó que, en realidad, sí que servía para algo. Porque era mujer e indígena, y aún así seguía viva. Siendo casi analfabeta y pobre, no se daba por vencida. Porque, aún siendo abandonada por su marido y trabajando quince horas al día, siempre tenía una sonrisa para sus hijas. Porque, aunque vivir a veces parecía un tormento, pudo separar lo superficial de lo eterno y, seguir apostando por lo eterno. Pudo entender que su valor, afortunadamente, no estaba en lo que los demás decían de ella, sino en ella misma.

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