El entrañable amigo del pastor John

Segundo accésit de la modalidad relatos del Premio González-Waris 2009, concedido por la Alianza de Escritores y Comunicadores Cristianos (ADECE).

28 DE OCTUBRE DE 2011 · 22:00

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Entre los amigos que el pastor John tenía, había uno muy especial. Bueno, para quien los tiene, los amigos son, todos ellos, personas especiales. Sin embargo, se tiene razón al pensar en lo especial que Hang Shen era, como amigo, para el pastor John, si se sabe que, además de amigo, era hermano en la fe y también hijo espiritual; y si, aparte de todo esto, alguien nos cuenta los dramáticos acontecimientos, llenos del claroscuro de la desesperación y la angustia por un lado, y el amor y la renovada esperanza por otro, que unieron en una amistad inquebrantable las vidas de John White, pastor evangélico norteamericano y Hang Shen, hombre de negocios, propietario de una cadena de restaurantes chinos en España, el país donde se conocieron. Los acontecimientos que unieron a estos hombres tan diferentes se remontan al verano del año 2007. Por no citar más que algunas de las diferencias entre ellos, diremos que John tenía setenta años y Hang, treinta y cinco; el primero era pastor, y por tanto, no enzarzado en los negocios mundanos, y el segundo, un activo hombre de negocios; el norteamericano era, evidentemente, cristiano, y el chino era taoísta… Sí, muchas eran las cosas que los distanciaban, pero, por encima de todas ellas, no se puede olvidar el hecho de que ambos eran seres humanos, creados por Dios y amados por el bendito Hacedor. Aquel verano, haciendo afanosos cálculos en su oficina, desordenada y atestada de documentos de todo tipo, el Sr. Hang Shen se hallaba cada vez más nervioso. El año anterior, había invertido la mayor parte de su capital en unas acciones que, según le había asegurado su consejero bursátil, le darían altísimos beneficios, con lo cual, pronto podría ampliar en gran manera su ya próspera red de restaurantes. Así que, Hang Shen, deseoso de ser cada vez más rico, hizo caso del consejo e invirtió hasta lo máximo… Ahora, es decir un años después, la bolsa internacional empezó a sufrir repentinas sacudidas, anuncio de la crisis económica mundial que llegaría sin tardanza. Los pronósticos del consejero empresarial de Hang Shen fallaron totalmente, y él perdió casi todo el haber acumulado durante más de doce años de sostenido trabajo. En un golpe de osadía para tratar de rehacerse, Hang, a quien le gustaba el juego de azar, le pidió a sus ídolos, pequeñas estatuillas taoístas en las que él confiaba, que le ayudasen a recuperar su reducido patrimonio mediante unas cuantas sesiones de juego de ruleta en un conocido casino catalán. Aquel intento acabó de dar al traste con la fortuna del empresario chino, dado que en menos de un mes, el juego se llevó lo último que le quedaba, dejándole con menos capital que el que poseían los cocineros y camareros de sus establecimientos. Tuvo, pues, que cerrar los restaurantes uno tras otro, despedir a su personal, quedarse con lo puesto. Estaba arruinado. Ante la perspectiva de tamaños problemas, su esposa y su hijo de trece años, habían regresado a China. Hang Shen también se había quedado solo, además de haberse empobrecido, siendo ahora su más próxima compañía la de las cartas de los acreedores, las denuncias ante el juzgado, la desesperación, el miedo. Una tarde, en el apartamento donde aún podía vivir, lo único que le quedaba, se sintió presa del más profundo desánimo. Se tomó una botella grande de cerveza, tras lo cual echó mano de las estatuillas, antaño receptoras de peticiones suyas de todo tipo, pero que ahora le parecían –y de hecho lo eran- inútiles, y las estrelló furiosamente contra el suelo. Luego, salió tambaleante a la calle, sin rumbo fijo. Vivía en un barrio donde abundaban los restaurantes, bares y cafés. Tras caminar durante una media hora, con la mente zarandeada, ahora por primera vez en su vida, por el negro y diabólico fantasma de las ideas de suicidio, se internó en un establecimiento algo apartado, deseoso de ahogar su angustia con la ingestión de licores fuertes. Haciendo, en un último y pequeño resto de sentido común, un esfuerzo para dominarse, de modo que no notasen su estado, tomó asiento ante una mesa situada al fondo del local y pidió que le trajesen una botella de whisky y un vaso. Y se puso a beber como nunca había bebido: grandes tragos de una bebida de más de cincuenta grados de alcohol, y sin haber comido nada. El estómago le ardía; su cabeza empezó a elaborar fantasías; y momentáneamente, sintió que se disipaba un poco su angustia. Cuando iba por su segundo vaso de whisky, le entraron ganas de llorar y, después, a los pocos segundos, de reír. Sin embargo, no había perdido del todo el control, aunque estuviese en el camino que llevaba a tal catástrofe. De pronto, con la escasa lucidez que todavía le quedaba, se fijó en que alguien sentado cerca de él le estaba mirando atentamente, como interesándose por su persona: era un hombre de edad respetable, quizás unos sesenta y cinco años. Su rostro inspiraba confianza. Había amistad en su mirada, comprensión. Iba vestido con la discreta elegancia que le prestaban su americana a grandes cuadros marrones, su camisa azul claro bien planchada y su corbata a juego. Se notaba, al mirarle, que era una persona sana, equilibrada… Era el pastor John. El ministro del evangelio había entrado aquel día a tomarse un refresco, porque hacía calor y se encontraba algo lejos de su alojamiento. Al sentarse a la mesa, se había fijado de inmediato en aquel hombre chino que bebía compulsivamente y reflejaba, en sus facciones orientales, una pena y una angustia extremas. Ahora, el solitario bebedor había visto, a su vez, a quien le estaba observando, y el pastor John se había dado cuenta de ello. Por unos segundos, sus miradas se cruzaron y John advirtió como una petición de consuelo y compañía en los ojos, tristes y abatidos de aquel semejante, con quien Dios había hecho que él se encontrase en aquella calurosa mañana estival. Simultáneamente, Hang intuyó, a pesar de su deplorable estado emocional, que aquel hombre de mirada serena y bondadosa tenía capacidad para ayudarle e interés en hacerlo. De forma inconsciente, los ojos del deprimido oriental imploraron ayuda al encontrarse con los del siervo de Dios. Aquella petición de ayuda casi subliminal fue captada de inmediato por el cristiano predicador. ¡Cuán profundos sentimientos y mensajes comunican a menudo los gestos y las miradas, sin necesidad de que medie palabra alguna! Lo cierto es que, en aquellos instantes, los pensamientos de suicidio estaban atenazando de nuevo la mente atribulada del arruinado oriental. Ya se imaginaba a sí mismo lanzándose al vacío desde lo alto de algún edificio, o dejándose aplastar por las ruedas de acero de un tren, y una angustia extrema sobrecogía todo su ser. Fue en esos momentos, cuando lo daba todo por perdido para él, cuando su ansiedad había llegado a un límite insoportable, que la amable y controlada figura del pastor John apareció ante él, saludándole cortésmente, en un buen castellano, el idioma en que ambos podían entenderse. -Buenos días, señor –dijo John-. ¿Le puedo invitar a almorzar conmigo? El interpelado levantó la cabeza y se quedó mirando, perplejo, a aquel hombre que, sonriéndole, tendía su mano cordialmente. -Buenos días –respondió al fin el chino, apretando torpemente aquella mano amiga, tan torpemente, que volcó la botella de whisky, derramando gran parte de su contenido. -No pasa nada –dijo John con un tono optimista a la vez que apaciguador-, para nuestro almuerzo, la mejor bebida es una cerveza bien fresca. Voy a invitarle a un buen trozo de lomo con ajos tiernos. ¿Qué le parece? -¿Por… por qué me invita sin conocerme? –acertó a preguntar el desorientado, pero al mismo tiempo, agradecido Hang. -Simplemente, porque deseo ser su amigo, si Ud me lo permite –fue la sincera y confortante respuesta. De pronto, sin poder dominarse por más tiempo, el deprimido oriental lanzó una especie de gemido, se llevó las manos a la cara y exclamó: -¡Nadie puede ayudarme, estoy acabado. ¡Voy a suicidarme! Ahora se pasaba las manos por sus cabellos y respiraba con fuerza, como reacción a la tremenda ansiedad que estaba padeciendo. El pastor John vio que el asunto era grave. Se sentó frente a su nuevo amigo, le puso la mano sobre el hombro y dijo con pausada ternura: -¡Ánimo!, cuénteme, por favor, todo lo que le sucede. Quiero ser su amigo y quiero ayudarle. Aceptando, entonces, el auxilio que se le ofrecía, Hang Shen le contó al experimentado consejero toda su desventura. -Estoy arruinado, lo he perdido todo, lo he perdido todo –exclamaba una y otra vez con lastimera voz. El pastor John le estuvo escuchando sin interrumpirle, mirándole con bondad. Y trajeron poco después el suculento y nutritivo almuerzo acompañado de dos botellines de cerveza, y abundantes rebanadas de pan tierno. Y los dos nuevos amigos empezaron a comer. Y el pastor John le dijo al empresario chino venido abajo que tuviese ánimo, que no todo estaba perdido para él… Cuando hubieron comido los dos, dijo el siervo de Dios esta frase: -Yo le puedo presentar a Alguien que también lo perdió todo, siendo como era, la persona más rica y poderosa que jamás haya existido. -¿Y qué le pasó a esa persona? –preguntó el perplejo Hang. -Era Alguien admirable –respondió John-; no cometió nunca falta alguna, y era el dueño de todo lo que se conoce. Sin embargo, para ayudar a los demás, dio todo lo que tenía. Era un gran Rey y dejó su trono. Vivió pobremente y muchos lo despreciaban y hasta odiaban. Pero, Él, siendo tan compasivo, todo lo entregó por amor a los demás, incluso por amor a sus enemigos. Finalmente, perdió hasta su ropa. Quedó desnudo, y desnudo fue a la muerte. Lo mataron por maldad y envidia, de la forma más cruel que pueda imaginarse. Mi Amigo todo lo dio, hasta su vida y su sangre. -¿Lo ve?, Él murió –exclamó el oriental-. ¡Yo también quiero morir! -Espero –atajó el pastor John-, hay algo que Vd. no sabe todavía. La persona de la que le estoy hablando está viva. Ahora mismo está escuchando todo lo que Vd. y yo estamos hablando. -Pe… pero, ¿no me ha dicho que Él murió…? -Sí, pero ¿verdad que Vd. sabe lo que es un milagro? Pues bien, el hombre de quien le estoy hablando, por un milagro maravilloso del cielo, volvió a la vida. Y además… En este punto, el pastor John se detuvo y miró intensamente a Hang, tratando de descubrir cuál era su reacción a todo lo que estaba escuchando. -¿Además, qué? –preguntó éste, impaciente- ¡Ya no logro entender lo que Vd. me está diciendo. -Además -dijo John muy lentamente-, mi Amigo tiene poder para darnos a las personas una vida nueva y diferente. Él nos ama tanto, que Su amor transforma nuestras vidas y las llena de amor, alegría y paz. -¿Es eso cierto? –inquirió de nuevo el arruinado empresario, sin acabar de comprender ni creer lo que se le estaba diciendo, pero percibiendo, al mismo tiempo, que el hombre que le estaba hablando no era un mentiroso, sino que le estaba comunicando algo importante. -Sí, es tan cierto –remató el pastor- como el aire que respiramos. Y a continuación, distinguiendo la sorpresa unida a la curiosidad, reflejadas en la mirada de su interlocutor, añadió estas palabras: -Recuérdelo bien: mi Amigo es ahora capaz de ayudar a cualquier ser humano, hasta en las situaciones más difíciles que uno pueda imaginarse. De alguna forma y aun en medio de las tinieblas que trataban de arrebatarle toda esperanza, Hang Shen comprendió que se aquella era la oportunidad que él necesitaba, sería más inteligente aprovecharla que rechazarla. Además, su amigo norteamericano había sido tan amable invitándole a compartir aquel excelente almuerzo… Así que, de pronto, dijo: -¿Puede ayudarme su amigo también a mí, que he perdido todos mis negocios y mi dinero, y …-al decir esta última palabra, el oriental lanzó un sollozo- mi familia? -Sí –fue la rotunda respuesta-, -Él puede ayudarle y está deseando hacerlo. Aquello fue sólo el principio. El pastor John le explicó al Sr. Hang Shen algunas cosas más sobre Aquel que todo lo puede, Jesús, Rey de reyes y Señor de señores, Salvador de todos los hombres y mujeres del mundo. Luego, el ministro, acompañó a su necesitado oyente hasta su casa. Quedaron en verse al día siguiente. Intercambiaron sus números de teléfono. La amistad fue progresando. Hang Shen fue aprendiendo más y más acerca de Jesucristo, el Hijo de Dios, quien nos dice en Su bendita gracia: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.” El oriental recuperó progresivamente la esperanza. Comprendió que Jesús era alguien real, para quien nada es imposible. En Cristo halló también el descanso y la paz que su alma angustiada necesitaba. Un mes después de aquel primer encuentro con el siervo de Dios, el empresario oriental aceptaba a Cristo como único y suficiente Salvador de su vida. Dios le devolvió a Hang Shen sus fuerzas, sus ilusiones, sus ganas de vivir. Su familia regresó junto a él. El nuevo cristiano comenzó de nuevo a trabajar y su situación financiera volvió a ser próspera. Pero, es más, aquel oriental convertido, por la gracia de Jesucristo, al evangelio, pronto empezó a lidiar en las filas del pueblo cristiano para servir al Señor con un corazón bien dispuesto. Se preparó para difundir el mensaje del evangelio y llegó a ser un evangelista elocuente que llevaría a muchos a poner su fe en el bendito Hijo de Dios.

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